Etnobotánica infantil comestible
Aquellos alimentos silvestres de infantes y adolescentes
El abandono del mundo rural y la ruptura de la transmisión oral intergeneracional han creado una separación con aquel mundo, tanto física como emotiva y afectiva. Hasta el punto de que los jóvenes que continúan viviendo en el campo han perdido las plantas silvestres como referente cultural, como parte del imaginario colectivo generador de conocimiento, y difícilmente las identifican como fuentes gratas y gratuitas de alimento, juegos, rituales o evocaciones simbólicas. Desde mediados del siglo pasado asistimos a una especie de vaciado progresivo en la memoria colectiva de lo que llamamos etnobotánica infantil: las relaciones con las plantas propias de la infancia y la adolescencia y que no se vuelven a tener cuando llegamos a adultos. Y cuando conseguimos rescatar de los reservorios más profundos de la memoria las ancestrales relaciones que tuvimos con las plantas nos damos cuenta de que la etnobotánica infantil prácticamente se ha perdido. Una etnobotánica polifacética que iba de alimentos a juegos, de instrumentos cinegéticos a musicales, de rituales de tránsito entre etapas vitales a la confección manual de ornamentos.
Pese a ello, al tratarse de una fase y no de una situación permanente, poca gente ha analizado los propios comportamientos etnobotánicos, lo cual plantea un problema metodológico: ¿se puede estudiar ahora una etnobotánica infantil, con niños de hoy en día? A pesar de que la respuesta es negativa, aún podemos encontrar informantes, que paradójicamente somos nosotros mismos, nuestra generación, quizá la última etnobotánicamente activa. Y al intentar fijar estos recuerdos para legarlos al futuro debemos advertir de que los testimonios que ofreceremos irán cargados de componentes emotivos situados en el umbral de la nostalgia por la pérdida de un mundo idealizado como edénico, el de la infancia.
De manjares infantiles
En el mundo europeo occidental de los últimos treinta años, las diferentes etapas de la vida han tenido cubiertas las necesidades alimentarias. Los alimentos, además, vienen convenientemente seleccionados, controlados, envasados, etiquetados y agradablemente presentados. Pero no siempre ha sido así. En épocas pasadas eran frecuentes los casos de penuria hasta el extremo del hambre, y la relación con las plantas silvestres alcanzó en el mundo rural importancia para los adultos y, más aún, para la gente menuda.
De hecho, todo lo susceptible de ser comido, roído, lamido, masticado, chupado o engullido ha sido probado por los niños. De una forma u otra, el ojo vivo del niño hambriento, los dedos precisos del chiquillo falto de complementos dietéticos, las fuertes mandíbulas ávidas de motivos para activarse o la atrevida inconsciencia estimulada por el rumor de los intestinos han sabido encontrar en el mundo vegetal unos recursos cuyo balance energético no se aconsejaría para los adultos. Mover un cuerpo grande para conseguir unos gramos de pulpa de un fruto pequeño o poco accesible puede ser ineficiente y presentar un gasto energético prohibitivo; por contra, el mismo fruto puede aportar suficiente energía a un cuerpo pequeño y en crecimiento y que necesita al mismo tiempo una diversidad de componentes que la tan a menudo aburrida dieta de un adulto difícilmente aporta.
«Desde mediados del siglo pasado asistimos a una especie de vaciado progresivo en la memoria colectiva de lo que llamamos etnobotánica infantil: las relaciones con las plantas propias de la infancia y la adolescencia»
Puede ser emotivo reencontrarnos, ya de mayores, con algunos de los sabores que poblaron nuestro universo palatal, gustativo y aromático. Un universo que se nutría de hambres atávicas estimuladoras del acceso a frutos y semillas menospreciados por los adultos; y también a inflorescencias, pétalos y néctares de determinadas flores; y a raíces, rizomas y bulbos; y a tallos, agallas y exudados. Estudiar la relación de la infancia y la primera juventud con las plantas tiene en la vertiente gastronómica un capítulo fundamental. Pero gastronómico no quiere decir tan solo nutricional, ya que además del valor químico-calórico y de la aportación de moléculas esenciales no se puede dejar de lado el componente goloso de la satisfacción placentera, de la génesis de endorfinas y de la vinculación afectivosentimental con un entorno suministrador de alicientes organolépticos. Por ello, más que de gastronomía deberíamos hablar de gastrosofía: de los saberes, sentimientos y placeres asociados a lo que se come; de cómo se han usado estos alimentos a lo largo del tiempo y el espacio; de las causas bioquímicas y fisiológicas subyacentes; y de las fuentes literarias y pictóricas alusivas.
La fruta codiciada
La fruta grande y madura, tan preciada como tentadora, es la más vigilada por los que le han dedicado horas de trabajo ilusionado; y al mismo tiempo la más codiciada por las hordas de niños que en todas las latitudes han proliferado en épocas de penuria. El ansia recolectora infantil que se abatía sobre las manzanas o peras de las comarcas más bien frías lo hacía con igual afán sobre la más amplia y variada oferta de los lugares más templados y cálidos. Y, precoces notarias de la geografía y la fenología comarcales, pandillas de críos hambrientos sabían con precisión dónde y cuándo estaban a punto para ser comidos los primeros representantes de cada especie cultivada.
Longevos higos o efímeros albaricoques; acídulas mandarinas o dulces algarrobas meleras; aterciopelados melocotones, céreas ciruelas o relucientes cerezas; crujientes azufaifas o impúdicas granadas que, abiertas, ofrecían el reclamo de sus cápsulas rubicundas o perladas… Todo valía para subir al árbol y competir con los pájaros anhelantes de probar también los primeros azúcares concentrados bajo las pieles tersas de los frutos primaverales, estivales, otoñales.
Eso sí, con frutos como los erizados higos chumbos (Opuntia ficus-indica) había que ir con cuidado, no solo por las grandes espinas situadas sobre las areolas o cojincillos, sino por las más pequeñas o gloquidios, que se desprenden cuando sopla el viento y por las que no conviene ponerse a sotavento si no se quiere acabar erizado de espinas finísimas, casi invisibles y muy difíciles de quitar de la piel del incauto que se ha acercado. Una vez cogidas, desprovistas de todas las espinas y convenientemente peladas, eran un bocado muy estimado, hasta el punto de venderse por las calles, como recoge la siguiente canción popular de Cocentaina no exenta de doble sentido:
Quan jo era xicoteta,
em guanyava molts diners:
venia figues de pala
per la plaça i pels carrers.
D’una dotzena de figues,
sols una me’n va quedar,
un senyor que anava amb capa
me la volia comprar.
Senyor, vinga a ma casa,
que jo li la donaré
i si té por de punxar-se
jo la pell li la trauré.1
Eran objeto de atención infantil las estivales moras de morera (Morus sp.), tanto las insípidas de la morera blanca (Morus alba) como las más preciadas, grandes y abundantes de la morera negra (M. nigra); ricas en ácido málico, glucosa y fructosa, son de sabor intenso, fresco y agridulce muy agradable al paladar. También son moras las infructescencias de las intrincadas zarzas (Rubus ulmifolius), de sabor dulce, suave y con matices tenuemente ácidos, pero que –¡ay!– suelen exigir un peaje en forma de arañazos en la piel o sietes en la ropa, defendidas como están por los desgarradores aguijones del arbusto. Todas las moras compartían un problema: el de manchar la ropa de forma indeleble a causa de las antocianinas que contienen; y como estas manchas no se iban, llevar alguna suponía una regañina o unas palmadas en el culo por parte de la madre legítimamente enfadada. ¡Ay, las antocianinas, con lo saludables que ahora dicen que son!
Sin embargo, si los cultivos estaban bien protegidos, la ávida chiquillería se entretenía en la búsqueda tenaz de otra clase de frutos de difícil acceso, de árboles o arbustos silvestres, aislados o abandonados, y que a menudo tenían un uso alimentario al mismo tiempo que lúdico; y también de otros todavía verdes o de escasa, áspera o ácida pulpa.
«Puede ser emotivo reencontrarnos, ya de mayores, con algunos de los sabores que poblaron nuestro universo palatal, gustativo y aromático, que se nutría de hambres atávicas»
Fruta para comer y jugar
En el sur valenciano eran muy buscadas, a final del verano, las co(don)nyes o co(don)nyetes (“membrillas”), variedad maliformis más pequeña, dulce y redonda que el membrillo típico (Cydonia oblonga). Con forma de manzana y con una piel tenuemente aterciopelada, las codonyetes no solo se comían donde se habían recolectado, sino que, en el litoral del sur valenciano (Santa Pola, Guardamar, Torrevieja) cuadrillas de niños las utilizaban para adiestrarse en dinámicas psicomotoras mientras se bañaban; y, mientras jugaban a tirárselas, las empapaban con las eventuales caídas en el mar, lo que favorecía el reblandecimiento del fruto y disminuía la aspereza de los taninos que permanecían en él.
A veces, el árbol que ofrecía los frutos era mucho más alto. Es el caso del lledoner (“almez”, Celtis australis), productor de ingentes cantidades de lledons (“almezas”), drupas de escasa pulpa tenuemente harinosa y dulce; un fruto que, mordisqueado el mesocarpio, dejaba al descubierto un hueso esférico que servía de balín para los juegos pseudobélicos con cerbatanas de caña, o para molestar al maestro que intentaba enseñar algo académicamente relevante mientras escribía en la pizarra de espaldas a la concurrencia. Un tesoro así, comestible y al mismo tiempo lúdico, era codiciado por los chiquillos hasta el punto de que en algunos pueblos el permiso para subir al almez y llenarse los bolsillos era cobrado por horas por los propietarios de los árboles. Un fruto que ha nutrido la paremiología popular, con adivinanzas como la mallorquina «Quin és l’arbre que fa fruita més petita que un ciuró? Primer és verda, després groga i per últim com un carbó» (“¿Cuál es el árbol que da fruta más pequeña que un garbanzo? Primero es verde, después amarilla y por último como un carbón”). Pues ya lo hemos adivinado: la almeza.
Más protegidas están las cireretes d’espinal o de pastor (“majuelas”), pequeñas y de escasa pulpa, que, al igual que las almezas, compensan la escasez de la oferta unitaria de alimento con la prolífica abundancia del conjunto. Son los frutos del espino blanco, graüller o garbuller (Crataegus monogyna), arbusto armado no de epidérmicos aguijones como los de la zarza (Rubus ulmifolius) sino de auténticas espinas o ramas aguzadas, de justa mala fama por el dolor de la herida que producen. Pese a ello, y aunque fuera cogiéndolas de lejos mediante cañas convenientemente preparadas, los niños se atrevían a hacer acopio de ellas, porque, además de entretener el hambre, proveían los bolsillos de un pequeño arsenal de huesos redondos fácilmente proyectables a través de canutos. También son comestibles las hojas más tiernas, de sabor como de nuez, que en Inglaterra y Gales comían durante las épocas de hambre famélicos niños que metafóricamente las llamaban bread and cheese (“pan y queso”).
La combinación gastronómico-bélico-lúdica de algunos de estos frutos favorecía un pequeño comercio en ciudades donde los recién llegados recordaban, añoraban, los juegos rurales de los que se habían visto forzados a separarse al emigrar; y también allí donde los niños tenían dificultades o falta de tiempo para acercarse a los lugares donde obtener los preciados y comestibles «juguetes». Así, durante el otoño era frecuente encontrar en comarcas como L’Alcoià y El Comtat, en las plazas y puertas de las escuelas, pequeños e improvisados tenderetes de calle o tenderetes dominicales donde se ofrecían cireretes d’espinal (o de pastor, “majuelas”) junto a nespres (“níspolas”; Mespilus germanica) y lledons (“almezas”; Celtis australis); e incluso mocs de flare, el arilo de pulpa mucilaginosa y dulce que rodea la peligrosa, tóxica y mortal semilla del tejo (Taxus baccata). También en Andalucía se vendían por las calles de muchos pueblos las majoletas, chumbos, aserolas (acerolas), bellotas y almencinas (diminutivo local de las almezas).
Había fruta silvestre accesible, como los otoñales murtones (de los mirtos, Myrtus communis), que al madurar suelen ser de un color azul oscuro, aunque se pueden encontrar otros de un amarillo pálido y una pulpa más dulce de textura más fina y agradable. El otoño era, quizá, la estación más apropiada para coger (o hurtar, ¡ay!) fruta de todo tipo a la que, junto al placer de hacer menguar hambres genéticamente arraigadas, se unía el gusto por evocar sensaciones de profunda animalidad reencontradas en los ásperos, sutiles y crudos sabores vegetales. Así, era frecuente ir en busca de silvestres madroños (Arbutus unedo), erizados de pequeñas protuberancias; o de agridulces acerolas o seroles (Crataegus azarolus), con aspecto de pequeñas manzanas de piel roja o amarilla; o de ásperas y duras nespres (“níspolas”, Mespilus germanica) y serbas (Sorbus domestica), que mejoraban su sabor si pasaban un tiempo a oscuras y sobre un lecho de paja.
No siempre había que subir a los árboles, desprender los frutos con cañas o con piedras, o huir cuando el amo del bancal descubría los intentos depredadores de los niños. Porque también había materia silvestre apta para ser comida, de más fácil acceso y preparada para estimular tanto las mandíbulas como las glándulas salivales de la chiquillería. Como algunos frutos de plantas propias de los ribazos de caminos o de determinadas comunidades ruderales y arvenses, como las malvas (Malva sylvestris, Lavatera cretica…). Se trata de pequeños frutos discoidales divididos en sectores circulares y cubiertos por los restos del cáliz fácilmente separable del conjunto; la forma y tamaño han propiciado fitónimos tan evocadores como simpáticos: panets (“panecillos”), carabassetes (“calabacines”), coquetes, tomaquetes (“tomatitos”), formatgets (“quesitos”), mançanetes (en el sentido de botones pequeños)… Ricos en melibiosa, un disacárido isómero de la lactosa, ofrecen un dulzor tenue, inferior a un tercio del de la sacarosa. Los frutos de las malvas, abundantes y fáciles de recolectar y de comer, han sido uno de los alimentos más utilizados desde la más remota antigüedad, como recoge Plutarco (c. 50-120 dC) en el Banquete de los siete sabios: «junto a otras plantas sencillas y silvestres, portadas al templo como recuerdo y señal del alimento primitivo, había malva […]».
Desde siempre, encinas y carrascas han ofrecido bellotas, algunas de las cuales «dulces» y comestibles; aunque había que conocer qué árboles las producían dado que son indistinguibles de las amargas; se recogían a lo largo del otoño, primero las miquelines (por San Miguel, 29 de septiembre), y más tarde las martinenques (por San Martín, 11 de noviembre), más dulces y gruesas.
Los frutos todavía verdes
Algunos frutos todavía verdes podían ser considerados golosinas infantiles, como los piñones (de Pinus pinea y de P. halepensis), y los albaricoques (Prunus armeniaca), con una particular combinación de sabores, áspero, ácido, amargo y dulce. Además, de la variedad «del hueso dulce» se podía comer la semilla, carente del glucósido amigdalina y del desagradable gusto de almendras amargas típico de las de otros Prunus (ciruelas, cerezas, melocotones…); una variedad que ha llegado a formar parte del imaginario colectivo con la canción:
Maseret, si vas a l’hort
porta figues, porta figues.
Maseret, si vas a l’hort
porta figues i albercocs
del pinyol dolç.2
Las almendras verdes (Prunus dulcis) han hecho las delicias palatales de los infantes al tiempo que calmaban la sed gracias a que el pericarpio, aún comestible, encierra una deliciosa pulpa casi gelatinosa de la incipiente semilla; además, las pequeñas cantidades de amigdalina que contienen no afectan negativamente al sabor, como tampoco lo hacen los aminoácidos esenciales que albergan, los hidrofóbicos leucina, valina, fenilalanina, isoleucina y tirosina, que nuestro sistema gustativo suele identificar como amargantes.
Algunos frutos podían conseguirse a un tiro de piedra; era el caso de los adustos y «verdes» (o mejor, «amarillos») dátiles de la Phoenix dactylifera, engastados en los tupidos y colgantes ramos de las palmeras hembras y que ahora, ¡ay!, nadie recoge. Más accesibles eran los de la palmereta de monte o margalló (“palmito”, Chamaerops humilis), los dátiles o el pa de rabosa (“pan de zorro”), dátiles fibrosos y de áspera dulzura. Los cacahuetes (Arachis hypogaea), al igual que los garbanzos (Cicer arietinum), solían hurtarse de los huertos cuando todavía no los habían cosechado los amos, y se comían aún verdes, crudos; igual que las mazorcas de maíz (Zea mays), a pesar de que están mucho mejor si se tuestan, especiadas con sal y poniéndolas sobre las mismas vainas que las envuelven en la caña.
Los frutos crujientes y las semillas
Algunos frutos ofrecían un atractivo más: el de crujir al ser mordidos. Porque el crujido es un valor añadido en determinados alimentos: el chasquido generado al romper por masticación las células que contienen agua a presión produce una onda sónica de alta frecuencia que nos resulta grata al oído y a las terminaciones nerviosas que tapizan la cavidad bucal.
Hay un fruto que, antes de madurar, ofrece al hincarle el diente un paquete de sensaciones organolépticas de amplio espectro: un sabor agridulce, un aroma agradable y un crujido reconfortante. Estamos hablando del gínjol (“azufaifa”), el fruto del espinescente ginjoler (“azufaifo”, Ziziphus jujuba), y del que el médico Andrés Laguna (s. xvi) hacía el siguiente comentario: «Las Açufaifas, que los Barbaros llamaron Iuiubas, y los latinos Zizipha […] son vianda de mujeres, y de niños desenfrenados…»
En el retorno al pasado que en ocasiones penetraba del campo a los bulevares hay que mencionar los piñones de pino piñonero (Pinus pinea); aún recordamos cómo de pequeños, allá por la década de los sesenta, paseando por la Explanada de Alicante, los padres nos compraban un cucurucho de estas encascaradas semillas; y, con ellas, un clavo pequeño con la punta aplastada para poderlo usar como palanca giratoria al clavarla por la grieta de la envoltura coriácea y liberar el proteínico piñón. También muy nutritivos, los cañamones (Cannabis sativa) se solían comer crudos, encastrados en rollitos o tostados con un poco de sal; encontrar cañamones era todo un descubrimiento, pero si no se conseguía siempre se podían comprar semillas en las tiendas de alimentos para pájaros.
Néctares y flores
En el poema The Woodman’s Daughter (1851) de Coventry Patmore se narra la trágica historia de Maud, hija de un leñador, y el hijo del hacendado; de pequeños, este le ofrece unos frutos, lo que da inicio a una amistad que se convierte en íntima cuando los dos se hacen mayores. Las diferencias de clase imposibilitan el matrimonio y Maud, enloquecida, ahoga al hijo que han tenido y se suicida. El poema contiene una estrofa con un fitónimo que nos abre la puerta a otra de las fuentes de placer alimentario infantil, el néctar:
mientras tanto, al resguardo de las vallas perfumadas por las flores de madreselva, […].3
Nosotros llamamos xuclamel o lligabosc (“madreselva”) a lianas del género Lonicera, como L. japonica, muy usada en jardinería para cultivar setos densos y fragantes. Y las llamamos así porque si extraemos con cuidado los estambres de las flores se arrastra una microgota de un néctar dulce y meloso, delicioso placer que también se puede obtener arrancando la corola y chupándola desde la base. Igualmente hemos extraído néctar por aspiración de los jazmines (Jasminum sp.); y de la tabaquera de moro (“palán palán”, Nicotiana glauca), la prolífica salvia de hoja pequeña (Salvia microphylla) y las floretes de la mel (“chupamiel”, Anchusa azurea); y de la herba de bou o sardineta (“riborera”, Echium sp.); y de la sudamericana pasionaria (Passiflora caerulea); y de la corretjola o corriola (“campanilla”, Convolvulus althaeoides), que servía para jugar, ya que tras haberle chupado el néctar escupíamos la flor lo más lejos posible y mirábamos boquiabiertos la caída pausada, como un paracaídas, que nos haría ganadores o no del juego (no había que chuparla mucho, porque si no caía demasiado rápido por el peso de la saliva).
Podíamos encontrar pequeños bocados de delicada textura en el paniqueso, las níveas corolas de las inflorescencias de la acàcia borda, la ornamental y fragante Robinia pseudoacacia. Una inflorescencia que se comía en Alicante era la parásita Cynomorium coccineum, unos paquetes florales carnosos de un color entre marrón y escarlata que salen en las vertientes más secas del Benacantil, la montaña margosa que domina la ciudad; a pesar del escatológico fitónimo de cagalló de flare, o el no menos explícito grecolatino de Cynomorium (“pene de perro”), ha sido un alimento típico de los beduinos, que pelan las puntas tiernas y se comen el interior, blanco y fresco, de pulpa suculenta y dulce.
Tallos y tubérculoss
Muy preciados por la chiquillería, los brotes tiernos de la vid ofrecían una médula un poco ácida, bocado efímero saboreado bajo la amenaza de un pescozón si el amo de la viña te cogía. Más fáciles de conseguir, los espárragos silvestres (Asparagus sp.) aún son buscados por niños y adultos. Hay tallos masticables: los de hinojo (Foeniculum vulgare), de aroma suavemente anisado; y la enterrada, blanca, tierna y refrescante base de los joncs de capçaletes (“junco florido”, Scirpus holoschoenus; la de los otros juncos, Juncus, suele ser tóxica). Muy refrescantes por el punto acídulo que ofrecen son los agrets (“agritos”, Oxalis pes-caprae), que tapizan los cultivos de cítricos durante el invierno; y las poligonáceas agrelles (“acederas”, Rumex scutatus), consumidas en la Cerdaña pirenaica.
Capítulo aparte merece el margalló (“palmito”, Chamaerops humilis), ya que, además de los dátiles, hay otras partes comestibles: la base de las hojas; el copet o parte tierna de la que surgirán las nuevas hojas o brotes; y, por debajo, la cabota, más compacta y con un sabor que evoca la castaña; y, sobre todo, las sabrosas filloles, origen de las futuras inflorescencias. «Ir a segar palmito» a la montaña era una fiesta, en efemérides como San Antonio (17 de enero), San Blas (3 de febrero) o Pascua. También, para los que no iban a la montaña, se vendían palmitos por las calles, y durante las décadas de los cuarenta y cincuenta del siglo pasado aún se escuchaban por Valencia las vendedoras ambulantes de palmito con el grito musicado de «Margallons! Ne voleu?»
Uno de los tallos más preciados ha sido la canyamel o caña de azúcar (Saccharum officinarum), cultivada hasta mediados de siglo xx en algunos bancales de la Huerta de Alicante, la de Valencia, en la Safor… Los tallos eran difíciles de cortar o romper, pero si se lo pedías a los labradores solían cortarte alguno. Empapada de agua, la caña se masticaba y se chupaba el jugo que desprendía, como recoge la siguiente canción popular, aunque había que escupir las fibras que quedaban, bastante molestas si se meten entre los dientes:
Dinguilindinc,
dinguilindonc.
Qui s’ha mort?
El retor.
Quin retor?
El del cel,
xupla, xupla
canyamel.4
También podías comprársela al canyameler, en ferias y porrats (tenderetes de frutos secos), o beber el jugo obtenido al pasar la caña entre dos rodillos metálicos o de madera.
Un exudado muy interesante es el maná del fresno de flor (Fraxinus ornus), que forma unas estalactitas de sabor dulce, muy consumidas por los niños de Sicilia y sur de Italia. Sin embargo, quizá lo más llamativo es el uso comestible que se daba a unas excrecencias situadas sobre los tallos de los “abrepuños”, tanto de la bracera (Centaura aspera), de capítulos florales purpúreos, como de la oriola (C. melitensis), de inflorescencias amarillas. Se trata de engrosamientos producidos por la picadura de las pequeñas avispas Isocolus lichtensteini, que depositan aquí los huevos; estas agallas, albercocs de marge (“albaricoques de margen”), la chiquillería se las comía en épocas de hambre; pero solo mientras estaban tiernas, ya que después se endurecen y son incomibles.
La base de algunas gramíneas era considerada canyeta de menjar: el xirixó de la sisca (“cisca”, Imperata cylindrica); el fenàs de canonet o arròs de pardalet (“fenazo”, Oryzposis miliacea); el margall (“cebadilla”, Lolium sp.); e incluso de algunos cereales como el trigo (Triticum sp.) y la cebada (Hordeum vulgare), de los cuales también se podían comer los granos aún verdes, aunque fuera muy desagradable encararte con las aristas de las brácteas.
Más enterradas se podían encontrar raíces tiernas comestibles, como la del panical (“cardo corredor”, Eryngium campestre), que pelada tiene un sabor dulce. Y la nyàmera o pataca de canya (“patata de caña”), nombre de los tubérculos feculentos y algo dulces de especies como Helianthus tuberosus, Bunium sp., Conopodium thalictrifolium; alimento de chiquillos y de pastores, tiene un sabor a medio camino entre la castaña y la avellana. Y una de las golosinas más extendidas eran los tallos subterráneos del dulce regalíssia o palodul (“regaliz”, Glycyrrhiza glabra); los «puros» o cepas de diferente longitud y calibre, recogidos o comprados en los tenderetes de los domingos, han sido uno de los placeres gustativos con más adeptos.
«Los alimentos atávicamente infantiles apenas han sido recogidos en las artes literarias ni en las plásticas, quizá porque se les ha asociado con actividades poco dignas de atención»
Para terminar, una golosina artística
Pese a su huella, los alimentos atávicamente infantiles apenas han sido recogidos en las artes literarias ni en las plásticas, quizá porque se les ha asociado con actividades poco dignas de atención. Existe, es cierto, alguna pintura de tanta calidad como Niños comiendo uvas y melón (c. 1650), de Murillo, donde dos niños pobremente vestidos, con las camisas a jirones, comen con glotonería unas piezas de fruta seguramente hurtadas; sin embargo, se trata de un ambiente urbano donde los frutos provienen seguramente del mercado, no de la recolección de alimentos silvestres. De entre las pocas obras que sí que les prestan atención nos gusta especialmente La hija del leñador (1850-1851), del pintor prerrafaelita John Everett Millais, basada en la novela homónima ya mencionada. El pintor, con el preciosismo que le caracteriza, describe la escena de inicial aproximación poniendo en las manos del chico, como frutos, unas seductoras fresas (Fragaria vesca), quizá silvestres, golosina infantil de éxito garantizado.
Golosina, eso sí, vicaria de la de otra clase, la memorístico-afectiva, que es la que hemos intentado ofrecer en este artículo. ¡Buen provecho!
1. «Cuando yo era pequeña,/ me ganaba mucho dinero:/ vendía higos chumbos/ por la plaza y por las calles.
De una docena de higos,/ solo uno me quedó,/ un señor que iba con capa/ me lo quería comprar.
Señor, venga a mi casa,/ que yo se lo daré/ y si tiene miedo de pincharse/ yo la piel le quitaré.» (Volver al texto)
2. «Maseret, si vas al huerto/ trae higos, trae higos./ Maseret, si vas al huerto/ trae higos y albaricoques/ de hueso dulce.» (Volver al texto)
3. Meanwhile, below the scented heaps, of honeysuckle flower, [...].» (Volver al texto)
4. «Dinguilindinc,/ dinguilindonc./ ¿Quién se ha muerto?/ El cura./ ¿Qué cura?/ El del cielo,/ chupa, chupa/ cañamiel.» (Volver al texto)