Las epidemias en la literatura

De telón de fondo a villanas de la historia

Con toda probabilidad, en un futuro inmediato nos llegará una oleada de obras de ficción en la que diferentes versiones de epidemias tendrán un papel destacado. Siempre que las sociedades sufren una calamidad, la literatura se ha hecho eco de ella. Da igual si la crisis es económica, bélica o social, la huella que deja en la sociedad queda reflejada en las obras que se generan a partir de aquel momento. Por supuesto, las crisis sanitarias como la que ha representado la pandemia de la COVID-19 también cumplen esta norma y algunas pandemias han dejado marcas imborrables en el imaginario colectivo. La imagen de la muerte que tenemos asociada a un esqueleto, con capa negra y una guadaña, es la representación artística que se generó inmediatamente después de la peste negra medieval.

A menudo la gracia de las obras de ficción se fundamenta en arrancar al protagonista de su zona de confort y obligarlo a enfrentarse a adversidades de todo tipo. El autor obliga al personaje principal a encontrar el camino de retorno a Itaca, llevar un anillo al Monte del Destino, luchar contra el mago más poderoso de la historia o, simplemente, conquistar a aquella persona que de entrada no le hace mucho caso. Pero, a veces, no son únicamente los protagonistas quienes quedan fuera de la burbuja de protección sino todo el mundo que los rodea. Esto puede pasar cuando la trama gira alrededor de una guerra, una crisis económica, una invasión extraterrestre, o, evidentemente, una epidemia.

La peste medieval

Uno de los libros más conocidos sobre epidemias es El Decamerón, escrito entre 1349 y 1353, la gran obra de Giovanni Boccaccio y una de las grandes historias de la literatura medieval. A pesar de que el recuerdo que nos deja su lectura es el de narraciones entretenidas sobre el amor, la pasión, las burlas a las instituciones y la religión, los líos diversos y mucho humor, el trasfondo que justifica el encierro de diez jóvenes durante diez días explicándose historias es la llegada de la peste a la ciudad de Florencia. La descripción que hace inicialmente de la enfermedad, el horror que genera entre la gente y la inutilidad de las medidas tomadas, tanto por parte de médicos como por la iglesia, han definido en gran parte la imagen que nos ha llegado de la gran plaga que arrasó Europa en el siglo XIV.

«Algunos de los fragmentos de La peste de Albert Camus podrían traspasarse directamente a la realidad actual de la COVID-19»

De todos modos, la peste solo es una excusa que Boccaccio usa para situar a los personajes recluidos en el lugar que le interesa y durante el tiempo necesario para explicar sus historias. La epidemia ya no tiene ningún otro papel y al acabar el décimo día el grupo regresa a sus casas sin ninguna otra explicación, contraviniendo la misma lógica que lo había hecho dejarlas al principio. También podría parecer fuera de lugar el estilo frívolo y ligero de las historias que se explican mientras el mundo que conocen se hunde como resultado de la peste, pero, como acostumbra a pasar, durante las grandes crisis se genera una necesidad vital de alejarse del horror cotidiano y se valoran especialmente los placeres de la vida que la realidad parece negar. Una respuesta psicológica sencilla de entender que hace que la combinación de una pandemia como la de la peste negra medieval con un conjunto de cuentos ligeros que pretenden, sobre todo, generar sonrisas sea una mezcla perfectamente comprensible.

La epidemia como metáfora

Hay otros casos en los que se ha usado una epidemia como el telón de fondo de la narración, el trasfondo que lleva a los personajes a situaciones límite, pero su papel acaba aquí. O quizás sería mejor decir que acaba aquí desde el punto de vista narrativo, puesto que el autor puede hacer que su función invite a varios niveles de lectura. En La peste, de Albert Camus, publicada en 1947, la epidemia que estalla en la ciudad de Orán obligará a los protagonistas a enfrentarse a una realidad de confinamiento y muerte, a reconstruir la forma como nos relacionamos los humanos y a plantearse cuestiones casi filosóficas sobre la vida que van mucho más allá de buscar curas, tratamientos o medidas de aislamiento. Más que una novela sobre una epidemia descubrimos un acertado relato sobre la manera que tenemos los humanos de ver la realidad y adaptarnos a ella. Algunos de los fragmentos podrían traspasarse directamente a la realidad actual de la COVID-19, no solo por las medidas que van intentando, la respuesta de las autoridades y las dudas de los médicos sino también por la actitud de la población en general.

Las plagas, en efecto, son una cosa común pero es difícil creer en las plagas cuando uno las ve caer sobre su cabeza. Ha habido en el mundo tantas pestes como guerra y sin embargo, pestes y guerras cogen a las gentes siempre desprevenidas. (Albert Camus)

A pesar de las apariencias superficiales, ni las plagas ni los humanos hemos cambiado mucho a lo largo de los tiempos.

La imagen de la muerte que tenemos asociada a un esqueleto, con capa negra y una guadaña, es la representación artística que se generó inmediatamente después de la peste negra medieval. En la imagen, ilustración realizada por Gustave Doré en 1865 para la Biblia y donde se ve a la muerte que cabalga por el mundo./ Imagen: Gustave Doré

Se ha dicho a menudo que Camus usa la peste también como una metáfora de la lucha de los franceses contra los nazis, o del peligro de las restricciones de las libertades por parte de gobiernos y autoridades que, con la excusa de situaciones de crisis, van imponiendo medidas que les permiten controlar cada vez más la sociedad. Después de todo, una epidemia es una de aquellas situaciones en las que, ante un riesgo de muerte que golpea aleatoriamente, la sociedad está más que dispuesta a aceptar medidas que en otras condiciones serían impensables. Y, a pesar de todo, la novela de Camus no deja de tener un punto de optimismo. Plantea las epidemias, tanto reales como metafóricas, como un hecho inevitable contra el que hay que estar siempre al acecho, pero también destaca la idea de que entre las actitudes que emergen ante la adversidad hay algunas que ofrecen esperanza. Frente a los que quieren huir de la ciudad o quienes quieren sacar provecho de la situación sitúa al personal sanitario, los voluntarios que se arriesgan para llevar tratamientos o incluso los funcionarios que no dejan de esforzarse para encontrar formas de poner cierto orden social mientras las convenciones sociales se van agrietando.

Mucho más angustioso y pesimista es el Ensayo sobre la ceguera, de José Saramago, publicado en 1995, donde la mirada del autor se centra especialmente en los rasgos negativos y las actitudes más egoístas desencadenadas por una epidemia que deja ciegas las víctimas. La llamada ceguera blanca causa un colapso social con facilidad. Los humanos somos animales esencialmente visuales y nos convertimos en extremadamente vulnerables si, repentinamente, nos vemos privados de la visión. La protagonista, que por motivos que no se explican mantiene la capacidad de ver, nos guía a través del fracaso de los intentos para poner orden, primero en el lugar donde están recluidos los enfermos y después ya en toda la sociedad. Dicen que en un mundo de ciegos, el tuerto es el rey, pero Saramago nos hace notar que el peso de la corona puede llegar a ser agobiante si intentas mantener unos mínimos principios éticos.

Tanto Camus como Saramago usan las epidemias como recurso para llevar a los personajes de sus relatos a los límites que pretenden, pero la epidemia en sí misma no juega ningún otro papel. Los lectores ignoramos lo que la causa o lo que hace que desaparezca y no hay explicación sobre el motivo que hace que algunos personajes no enfermen. Se plantea como una fatalidad que sucede de manera imprevisible, como podría ser un terremoto, una guerra o una erupción volcánica. El papel que juega en la narración es permitir que el autor ponga el foco en el comportamiento humano en situaciones límite.

Los virus toman protagonismo

En otras obras, en cambio, la enfermedad toma un protagonismo más destacado, hasta el punto de llegar a convertirse en la villana de la historia, el enemigo contra el que hay que luchar. Eso requiere un planteamiento más imaginativo, puesto que ni las epidemias ni los microbios tienen sentimientos, no engañan, no traicionan, no les puedes poner trampas ni les puedes hacer un análisis psicológico para tratar de entender los motivos que les empujan a comportarse de la manera que lo hacen. En cierto modo podrían ser el malo perfecto de una novela negra. El asesino que actúa sin sentimientos, preferencias o motivos. Ahora bien, solo con un virus y una pandemia es difícil sostener una narración. Los esfuerzos de los científicos para conseguir una vacuna, un antibiótico o un tratamiento pueden tener cierto interés en la vida real, pero la ficción pide mucho más. Hacen falta otros antagonistas moviendo los hilos en la oscuridad. Estos pueden ser militares fanáticos, empresas farmacéuticas sin escrúpulos o el clásico científico loco que pierde el control de sus experimentos. También sirven los políticos corruptos y los burócratas incompetentes que, con sus actitudes, dificultarán o impedirán las medidas que podrían ayudar a combatir el mal. Unos oponentes más humanos que permitan a los protagonistas tener un camino más entendedor para combatir el mal que llega.

En esta línea encontramos a Robin Cook, el especialista en best-sellers de temática médica, que publicó en 1987 la novela Epidemia, donde seguimos las peripecias de una doctora del Centro de Control de Enfermedades de Atlanta para tratar de contener los estragos causados por un virus letal que muestra una intrigante preferencia por los médicos y sus pacientes. También corrían como endemoniados los investigadores que intentaban frenar la expansión de un virus de origen extraterrestre en La amenaza de Andrómeda, de Michael Crichton y que había sido publicada en 1969. Independientemente del origen poco verosímil del virus, esta es una de las novelas con más rigor desde el punto de vista de los procedimientos que siguen los científicos, de los errores que cometen y de los problemas que tienen para interpretar lo que tienen delante. Crichton quizás no nos hace interrogarnos sobre el comportamiento humano, pero sí que invita a reflexionar, por ejemplo, sobre qué entendemos por «ser vivo».

«Los esfuerzos de los científicos para conseguir una vacuna, un antibiótico o un tratamiento pueden tener interés en la vida real, pero la ficción pide mucho más»

Otra variedad de pandemias, muy de moda en los últimos años, son aquellas en las que el virus toma el relevo a la magia y da un aire de credibilidad científica a la plaga que destruye la sociedad. Hace años las novelas de zombis, vampiros y otros seres aparentemente sobrenaturales quedaban justificadas por la magia negra, el vudú o fenómenos paranormales diversos. Ahora ya no. Ahora la causa suele ser un virus y los héroes de la historia ya no tienen que recurrir a viejos libros de santería, ni a rituales demoníacos sino que necesitan identificar el agente de la infección y buscar un antídoto, habitualmente con la ayuda de algún médico o científico particularmente torpe. A pesar de que puede parecer un poco forzado, si lo miramos fríamente no hay tantas diferencias entre una pandemia microbiana y una invasión de zombis o vampiros. Los desencadenantes de los problemas son factores invisibles que ponen en peligro, alteran o destruyen a los afectados y que, por un mecanismo u otro, pueden contagiar a los que entran en contacto con ellos. Que el contagio sea por aerosoles o por mordiscos es un detalle menor. Obras como Soy leyenda, de Richard Matheson y publicada en 1969; Guerra mundial Z, de Max Brooks que vería la luz el 2006, o la trilogía de El pasaje, de Justin Cronin, que lo haría en 2010; todas plantean escenarios de supervivencia en un ambiente postapocalíptico desencadenado por motivos que no recurren a explicaciones sobrenaturales. Tanto es así que en El pasaje una de las palabras con las que se identifican los afectados por la plaga es, precisamente, la de «virales». Novelas ideales para cuando tenemos ganas de obras de acción y supervivencia, quizás con algunos toques de terror.

Las plagas en la literatura

Pero por mucha imaginación que le ponga el autor, es francamente difícil superar la realidad de lo que pasó en el siglo XIV con la peste negra. Para hacernos una idea, si extrapoláramos sus efectos a la actualidad hablaríamos de una epidemia que causara la muerte a cuatrocientos millones de personas solo en Europa. Una catástrofe de una magnitud que probablemente solo puede superar el desastre de la viruela en las poblaciones americanas tras la llegada de los europeos. En este caso, sin embargo, la destrucción de las civilizaciones americanas fue tan completa que la epidemia no tuvo ecos posteriores en unas culturas que habían dejado de existir. En cambio, la peste negra fue una desgracia lo bastante grande como para llevar a Europa a los pies del abismo, aunque sin llegar a caer del todo. No hace falta decir que sus efectos no se limitaron a los europeos, pero las informaciones de lo que pasaba en tierras asiáticas, de donde provenía la epidemia, eran escasas y fueron esencialmente ignoradas a la hora de construir el imaginario colectivo de la plaga.

Hace años las novelas de zombis, vampiros y otros seres aparentemente sobrenaturales quedaban justificadas por la magia negra, el vudú o fenómenos paranormales diversos. Ahora la causa suele ser un virus y los héroes de la historia necesitan identificar el agente de la infección y buscar un antídoto. En las imágenes, fotogramas de la película Soy leyenda, adaptación de la novela homónima de Richard Matheson./ Warner Bros

Otras pandemias, en cambio, han tenido mucho menos éxito a la hora de ser elegidas por la ficción. La viruela, la tuberculosis o la poliomielitis también han causado millones de víctimas, pero eran enfermedades que no aparecían repentinamente ni conseguían alterar el equilibrio social, de forma que sus apariciones en la literatura se centran en sus efectos sobre personajes individuales y no como plaga colectiva. Obras como La dama de las camelias de Alexandre Dumas hijo, publicada en 1848, o La montaña mágica de Thomas Mann, en 1924, hacen referencia a la tuberculosis considerada en aquellos momentos casi como una parte más de la vida que la sociedad ha incorporado con resignación.

Solo el virus de la gripe disfruta del privilegio de hacer sombra a la bacteria de la peste. La conocida como gripe española del 1918 fue la prueba de que determinadas mutaciones de este virus pueden transformar una epidemia estacional más o menos asumible en una oleada de muertes que rivalizó con la propia Primera Guerra Mundial. Por eso hay autores que eligen variedades imaginativas del virus de la gripe para construir su pandemia. Es lo que hizo Stephen King para construir la obra Apocalipsis. Con su indiscutible habilidad para construir monumentales best-sellers, el autor combina militares, un virus de la gripe mutado convenientemente para hacerlo extremadamente letal, un previsible apocalipsis vírico y una historia de luchas postapocalípticas de más de un millar de páginas.

Por otro lado, si la peste por sí misma es un marco excelente para construir una historia de colapso de la sociedad, también permite el juego de combinar la pandemia medieval con el punto de vista actual. En el clásico de ciencia ficción El libro del día del juicio final, publicado en 1992, Connie Willis ganó algunos de los premios más prestigiosos en esta modalidad haciendo que una viajera del tiempo, que se suponía que tenía que ir a estudiar los inicios del siglo XIV, acabara por error unos años después, en plena epidemia de la peste negra, mientras que se declara otra epidemia en el siglo de donde había salido. Dos historias de epidemias que transcurren en paralelo y en las que los humanos se enfrentan a microorganismos de formas muy diferentes. Un planteamiento similar usa Ann Benson en La plaga, que se publicó en 1997. Alternando capítulos seguiremos una línea argumental en la que la peste vuelve a Londres en el siglo XXI, mientras que alternativamente seguimos las vicisitudes de un médico judío durante la peste negra medieval. Yo mismo, si me lo permitís, en 2016 jugué con una idea similar en El camí de la pesta, donde un relato medieval esconde las claves que permitirían luchar contra la epidemia declarada en tiempos actuales.

Es interesante recordar que la peste es, hoy en día, una enfermedad curable. Existen diferentes antibióticos que, administrados a tiempo, permiten curar a la persona enferma. Curiosamente, o quizás no, la mayoría de los autores que jugamos con la idea de una pandemia de peste en el siglo XXI la justificamos del mismo modo: por la adquisición de resistencia a los antibióticos. Una de las muchas funciones que tiene la literatura es la de hacernos mirar a nosotros mismos, a nuestras sociedades, a nuestras costumbres, desde la distancia. En el caso de las obras sobre epidemias encontramos magníficos recordatorios de la fragilidad de los humanos y de nuestras sociedades, que se pueden tambalear e incluso hundirse, por unos enemigos invisibles que están al acecho desde siempre y que volverán una y otra vez para ir recordándonos a quién pertenece realmente el planeta.

© Mètode 2021 - 110. Crisis climática - Volumen 3 (2021)
Doctor en Biología e investigador del CSIC en el Instituto de Investigaciones Biomédicas de Barcelona. Es autor de varias novelas y libros de divulgación científica como El camí de la pesta (Capital Books, 2016) y 100 coses que cal saber dels virus (Cossetània, 2020).
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