Árboles en la ciudad
Cuestiones pendientes para integrar la naturaleza en Valencia
A lo largo de la historia, las ciudades han acogido árboles en jardines públicos y privados, igual que en determinados paseos o avenidas. Cuando eran pequeñas, pocos echaban de menos el contacto con la naturaleza: el campo o el bosque estaba al alcance de los residentes, a escasa distancia a pie. Con la industrialización, crecen las ciudades y se generan tejidos urbanos amontonados, y mientras se planificaban algunos ensanches con orden, sobre todo se construían periferias yermas de verde. Los ensanches bien concebidos (el de Cerdà en Barcelona, igual que el de Valencia) introdujeron árboles en las calles, mientras que el interior de sus manzanas, jardines potenciales, pronto se ocupó con garajes, almacenes y otros usos. Además de criterios de higienismo, el planeamiento urbanístico acabó introduciendo el concepto de zonas verdes, mientras que la realidad es que a estas alturas continúa pendiente la asignatura de la integración de la naturaleza en la ciudad.
Las poblaciones pequeñas todavía echan poco en falta el verde urbano, mientras que los centros de las ciudades, en particular las capitales, se han convertido en islas de calor donde la temperatura puede llegar a ser en algunos casos 8 ºC más alta que en su entorno rural (entre la huerta y la ciudad de Valencia alcanza habitualmente unos 4-5 ºC de diferencia). La causa es la combinación de materiales de los edificios que acumulan calor, la acción de los emisores contaminantes (vehículos de motor de explosión, aparatos climatizadores, etc.) y la eliminación de suelos (de tierra) permeables, entre otros factores. El bienestar de los residentes hace necesario que las ciudades emprendan políticas anticontaminación atmosférica, que transformen sus sistemas de movilidad urbana y que se doten de coberturas vegetales y redes de árboles que ayuden a climatizarlas, también como contribución a moderar el cambio climático, una tarea planetaria que necesita imprescindiblemente la suma de contribuciones locales.
Para integrar la naturaleza, en los últimos años se ha tenido que pasar a otro concepto: la infraestructura verde. De las manchas de verde (parques, jardines…) en los planos urbanísticos y en la trama edificada, a la necesidad de que el verde constituya una red urbana conectada. De la vegetación que «adorna» y sirve de esparcimiento puntual, a una realidad de vegetación que proteja el conjunto de la ciudad y se convierta en el camino de los peatones. De los cercados del verde a una trama arbolada que desborde los límites urbanos. Se trata de mejorar la calidad del aire, de proteger la salud humana y de restablecer condiciones de la buena vida general de todos los seres vivos.
Son conocidos los valores y las funciones de los árboles. Su capacidad descontaminante como sumidero del CO2; cómo, de raíces a copa, crean microclimas y contribuyen a la mitigación térmica; cómo ayudan a la salud mental de las personas, embellecen el paisaje urbano, moderan la acústica ambiental… Estas son también funciones urbanísticas no siempre debidamente atendidas por los planificadores. Los árboles son pequeñas máquinas climatizadoras en los ámbitos urbanos, componente esencial de una mayoría de los espacios públicos, generadores de bienestar para transeúntes y observadores. Lo posibilita un valor suyo poco reconocido: la adaptabilidad de los árboles, y de la vegetación en general, a las diversas realidades urbanas. Naturalmente, con la condición de elegir con rigor y acierto las especies, plantarlas debidamente y mantenerlas con cuidado. Los profesionales de la botánica y la jardinería lo saben.
Integrar la naturaleza
Aun así, el diseño urbano ha menospreciado a menudo estas condiciones. En una ciudad como Valencia, en muchas vías los árboles se han plantado sobre todo como ornamentos, sin atender las otras funciones que tienen que tener en el medio urbano (y, a veces, de acuerdo con el gusto personal de regidores políticos). Por ejemplo, se ha abusado de la plantación de washingtonias, fáciles de mantener a la vez que de escasa versatilidad y prácticamente nula generación de sombra; o, en algunos periodos, de los naranjos de calle, discutibles como especie ornamental y en todo caso sin función climatizadora. La elección de especies tiene que considerar una pluralidad de criterios: robustez, economía de mantenimiento, adecuación estacional, integración en el espacio público, forma y estética, y ahora también, con la emergencia climática, de capacidad descontaminante; es decir, de almacenamiento de CO2.
Los alcorques de superficie raquítica han sido habituales en muchas aceras, a veces porque estas eran de ancho insuficiente para poder acoger árboles después de que se haya recortado incluso el espacio peatonal, al diseñarse las vías públicas pensando solo en meter el máximo de vehículos de motor circulando y aparcando. Los criterios de diseño eran repetidamente unilaterales. Estos errores se han corregido en algunas calles del centro (San Vicente intramuros, por ejemplo) mientras se mantienen en amplios sectores de las barriadas de la periferia.
La ciudad de Valencia cuenta con algunos parques de enorme valía (el Jardín del Turia, Viveros o el Parque Central, además de la vecindad del Parque Natural de la Albufera y el entorno de la huerta cultivada) pero falta por establecer una red de conexiones verdes. Sí, hay árboles en muchas calles, pero sin continuidad y a menudo distribuidos de forma incoherente, en muchos casos sin el porte necesario para proteger a los peatones y ayudar a la climatización: el repetido error de considerarlos solo como un adorno. También hay aceras insuficientes que no permiten alcorques amplios o, simplemente, la plantación de ejemplares. Pensemos en las avenidas que ahora ocupan el antiguo camino de Tránsitos, en la inexistente conexión arbolada entre la Malvarrosa y Pinedo, en la avenida del Puerto o en el tráfico de peatones por una calle tan central como la de Xàtiva (donde miles de personas llegan cada día a la estación del Norte). O en cuántas calles carecen de árboles o no tienen plantados los adecuados, o en esquinas que permitirían la plantación de un árbol grande. O en la indefinición de los accesos de los peatones a la huerta…
La cobertura vegetal para la ciudad implicaría también aplicar criterios de integración del verde en las arquitecturas, en los edificios. Existe una tradición vecinal admirable de ocupar los balcones con macetas de plantas, pero hay muchas más posibilidades. Las azoteas pueden albergar flores y pequeñas huertas productivas; las medianeras y algunas fachadas podrían revestirse de jardines verticales; el interior de las manzanas puede acoger árboles y plantas, como ocurre en algunos casos. También en esto las posibilidades están lejos de agotarse. Si pensamos en el ideal de que todos los residentes de la ciudad puedan disfrutar de un jardín a menos de doscientos metros de su casa, se comprueba la cantidad de trabajo que falta hacer.
Valencia, y la mayoría de los municipios valencianos, necesitan un programa de intervenciones para integrar la naturaleza en la ciudad, para crear red y cobertura verde. Los programas se tienen que confeccionar con una activa participación ciudadana y unos criterios multidisciplinarios y renovados. Y con una clara voluntad política de aplicarlos (recién acabado, el Plan Verde de Valencia de 1997 se guardó en un cajón para siempre jamás). Estos aportan la perspectiva de futuro necesaria para resolver los déficits de naturaleza en la ciudad.