Perdidos en el laberinto coloidal

Cien años de un inicio frustrado de la bioquímica en la Universitat de València

El 13 de abril de 1921, Diario de Valencia, periódico conservador y católico, llevaba en primera página la noticia de la llegada a la ciudad del catedrático de Química General de la Universidad de Zaragoza Antonio de Gregorio Rocasolano (1873-1941). Rocasolano había aceptado pronunciar en la Universitat de València un ciclo de conferencias sobre un tema que nos puede sonar escasamente familiar en nuestros días, los coloides en biología. ¿Sería más familiar para los lectores de Diario de Valencia? Una columna casi entera –de seis en total– ocupaba la noticia, lo que hace patente lo importante que la juzgaba la dirección. La firmaba un tal «Aprendiz de Médico», que no ahorraba elogios a quienes consideraba un ejemplo escogido de esos españoles «tan amantes de la ciencia y de la patria» que honraban a un país donde, hasta hacía poco, «la ciencia nacional […] íbase constituyendo silenciosamente, ocultamente, casi como si fuera delito, en laboratorios, en museos, en clínicas, en bibliotecas», pero apenas en las universidades (Un Aprendiz de Médico, 1921).

El articulista tenía buenas razones para decir lo que decía. La universidad española por aquellos años todavía no constituía un espacio normalizado para la investigación. Sin embargo, tampoco tenemos que pensar en un lugar cerrado sobre sí mismo, sin apertura a la comunidad internacional y a la sociedad. Es cierto que el reglamentismo y la intervención del gobierno eran obstáculos que había que vencer, o al menos reducir, para ir más allá. Las universidades pugnaban, desde el Sexenio Democrático, por ganar autonomía y reivindicaban una menor centralización. Toda la Restauración fue un tira y afloja en este sentido. Al final de siglo, la autonomía universitaria era cada vez más una reivindicación general, que se asociaba al clamor por una reforma profunda. Varios ministros, de signo tanto conservador como liberal, lo intentaron, con resultados bastante escasos. Las inercias de una estructura legal suelen ser difíciles de tumbar por mucha movilización que haya. Y con el sistema turnista de la Restauración y una vida parlamentaria tan asociada a vicios como el caciquismo, todo resultaba especialmente difícil. La medida más audaz llegó en 1907, con el establecimiento por el liberal Amalio Gimeno, entonces al frente del Ministerio, de la Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas (JAE) (Peset y Mancebo, 2000).

A pesar de que los inicios no estuvieron exentos de trabas, por los recelos de los conservadores ante una nueva entidad inspirada desde ambientes laicistas, la JAE consiguió muy pronto dos grandes éxitos: aumentar el número de investigadores en formación en el extranjero con la concesión de becas y crear institutos de investigación para la activación de la ciencia en España. La JAE no consiguió, por el contrario, una verdadera descentralización, puesto que el protagonismo madrileño fue abrumador en lo que respecta a los espacios de investigación. Por otro lado, las universidades recelaban bastante, incluso con resentimiento, de la autonomía que la JAE hacía patente. De hecho, la creación de la JAE propició una intensificación de los clamores por la reforma desde dentro y desde fuera de las universidades.

Los clamores fueron escuchados por César Silió, ministro con Antonio Maura, que en mayo de 1919 promulgaba un decreto de autonomía universitaria que confería capacidad de nombrar los cargos de gobierno y cierto margen en el diseño de los planes de estudio en las universidades. La Universitat de València se apresuró a proponer unos estatutos que tendría que aprobar el ministerio, y se abría así un periodo lleno de esperanzas, desgraciadamente frustradas por la inestabilidad política (Peset y Mancebo, 2000). El sistema de la Restauración en su conjunto se estaba hundiendo, y la autonomía universitaria no era lo más urgente que había que poner en marcha, ni para el régimen que languidecía, ni para la dictadura que se impuso en 1923.

«Anticuerpos, enzimas o proteínas no disfrutaron, hasta muy entrada la década de 1930, de una representación química definida y aceptada»

Una de las medidas reformistas que sí que llegaron a aplicarse fue el intercambio universitario, que permitía disponer de un dinero, escaso pero digno, para pagar el desplazamiento de docentes y estudiantes a otros centros universitarios en estancias cortas. Las conferencias de Rocasolano conectaban con la visita que en marzo había efectuado una delegación de alumnos de la Universitat de València al laboratorio del catedrático en Zaragoza, encabezada por Luis Bermejo Vida (1880-1941). Hijo también de la capital aragonesa, Bermejo ocupaba en Valencia la cátedra homóloga a la de Rocasolano, la tarea científica del cual le interesaba muchísimo. La línea de investigación asumida por Rocasolano, que lo proyectó hacia un notable reconocimiento internacional, conectaba con uno de los temas más discutidos en aquel momento en lo que respecta a las bases químicas de la vida: la caracterización molecular de las proteínas.

Ascenso y caída de la teoría coloidal

El establecimiento de la naturaleza química de las proteínas y su tamaño, a principios del siglo XX, es uno de los hilos que tejerían un incipiente enfoque molecular del estudio de la vida (Morange, 2020). Anticuerpos, enzimas o proteínas en general no disfrutaron, hasta muy entrada la década de 1930, de una representación química definida y aceptada. Cien años antes ya había pistas de que las sustancias del tipo de la albúmina (llamadas proteínas por Gerardus J. Mulder en 1838) parecían exhibir un tamaño molecular mayor que el resto de sustancias orgánicas. También la cristalización de proteínas como la hemoglobina apuntaba a su existencia como entidades químicas puras. Aun así, la consideración de que las proteínas fueran moléculas gigantes fue ignorada por algunos pioneros de la bioquímica, como Emil Fischer o Frederick G. Hopkins (Deichmann, 2007).

Thomas Graham introdujo en 1861 la química coloidal como marco explicativo del comportamiento físico de las materias disueltas o dispersas, en función de si atravesaban (cristaloide) o no (coloide) una membrana semipermeable. Había ejemplos de coloides inorgánicos y orgánicos, entre los que incluyó algunas proteínas como la albúmina o la gelatina. Estas eran tan grandes porque estaban constituidas de agregados de moléculas cristaloides más pequeñas de composición variable y unidas por fuerzas débiles. Por tanto, no seguían unas proporciones estequiométricas ni se les podía aplicar en rigor las leyes de la nueva química física que aspiraba a formalizar y cuantificar los sistemas químicos. Graham fue más allá y propuso que la agregación física «peculiar» de los coloides era un hecho esencial de todos los procesos de la vida. A pesar del olor a vitalismo, la idea se hizo tremendamente popular y fue explorada por muchos académicos. También fue un terreno abonado para que muchos imaginaran que el estado propio y normal de la materia viva era el coloidal, mientras que las patologías, el envejecimiento y la muerte se deberían a la coagulación y pérdida de este estado.

Una parte de los investigadores de proteínas de principios del siglo XX nunca abandonaron la idea de que las proteínas eran moléculas muy grandes y no admitían la interpretación coloidal. Fue el caso de Søren P. L. Sørensen, inventor de la escala de pH y del aparato para medirlo. Sus meticulosos análisis experimentales indicaban que las proteínas eran moléculas definidas con tamaños moleculares fabulosos. Otros, partidarios iniciales del estado coloidal de las proteínas, como Theodor Svedberg y Jacques Loeb, serían después arquitectos de una interpretación macromolecular que marcaría la salida del laberinto coloidal (Deichmann, 2007; Fruton, 1999).

Antonio de Gregorio Rocasolano (derecha), con el químico alemán Richard A. Zsigmondy (1865-1929), premio Nobel de Química en 1925 por su investigación sobre coloides, trabajando con el ultramicroscopio de inmersión desarrollado por Zsigmondy y la compañía Winkel, hacia 1920./ Fuente: Museum der Göttinger Chemie

La historiografía de este episodio de la evolución de las ideas bioquímicas es muy diversa. Hay quien juzga que la teoría coloidal ejerció un efecto pernicioso sobre el desarrollo de la disciplina, y propone una «edad oscura de la biocoloidología», representada por una serie de explicaciones irrelevantes de naturaleza seudocientífica, incluidas las sostenidas por Rocasolano en un libro publicado en francés en 1920 (Florkin, 1972).

Otros historiadores, quizás más cuidadosos con la reconstrucción del contexto histórico y de los programas de investigación fracasados, como Fruton (1999), han discrepado de esta visión y han encontrado factores explicativos y metodológicos valiosos en la teoría coloidal, catalizadores de la transición hacia la noción de macromolécula en bioquímica. Un caso muy estudiado es el de Svedberg (Morange, 2020). Este químico sueco fue galardonado con el Nobel de Química de 1926 por el estudio de «sistemas dispersos», el año siguiente de que lo recibiera R. A. Zsigmondy por la demostración de «la naturaleza heterogénea de las soluciones coloidales». Svedberg aprovechó su discurso de aceptación para introducir su flamante ultracentrífuga, originalmente diseñada para demostrar el carácter heterogéneo de las proteínas en estado coloidal. Aun así, el discurso aportó datos decisivos que otorgaban a las proteínas el carácter de un «individuo químico homogéneo» con un tamaño molecular elevado, contrariamente a lo que él mismo había supuesto. El paso siguiente fue la aceptación general de las proteínas como macromoléculas, empleando un concepto introducido por H. Staudinger en 1922 para referirse a estructuras de una elevada masa molecular en las que todos los átomos están unidos por enlaces fuertes (covalentes); un concepto que, por cierto, tampoco tuvo un aterrizaje suave en el mundo de la química (Deichmann, 2007).

Finalmente existen perspectivas, como las de P. J. Pauly o U. Deichmann, que han añadido elementos sociológicos e ideológicos a la comprensión de la controversia coloidal, ilustrados con la polémica entre Jacques Loeb y Wolfgang Ostwald. Loeb representaba el ideal mecanicista en la biología ante las posiciones vitalistas (Pauly, 1987): los seres vivientes son maquinarias químicas sometidas a leyes naturales conocidas y manipulables. Su posición sobre los coloides antes de 1910 se ha calificado de ambivalente (Pauly, 1987): mientras que la imprecisión de las explicaciones coloidales lo incomodaba, en sus conferencias y textos la incorporaba. En 1904-1906, Loeb acogió en su laboratorio a Ostwald (hijo de Wilhelm Ostwald, uno de los fundadores de la química física), pero la tendencia de Ostwald a especular más que a hacer experimentos abrió un abismo intelectual entre ellos. Ostwald quiso emular al padre instaurando una nueva disciplina y se convirtió en uno de los apóstoles más estridentes de los coloides y proclamó la insuficiencia de la química para entender su comportamiento –un ataque explícito al mecanicismo de Loeb–. Para él, que fundó una revista sobre coloides y protagonizó un ciclo de conferencias por Estados Unidos con un gran eco, la química coloidal tenía «derecho a existir como ciencia separada e independiente». Las críticas de Loeb a los excesos de Ostwald fueron furibundas. Lo acusó de un peligroso exhibicionismo romántico vinculado al militarismo germánico. Quizás se quedó corto. Loeb murió en 1924 y no llegó a ver al Ostwald miembro del partido nazi, empleando metáforas químicas para justificar el genocidio contra los judíos: la pureza racial se lograría «recristalizando», a través de la depuración, la universidad y la sociedad (Deichmann, 2007).

La desmesura vitalista de Ostwald fue un estímulo para Loeb, quien, armado con un pH-metro traido del laboratorio de Sørensen, realizó una demostración ejemplar de la armonía entre el comportamiento iónico de las proteínas y las teorías químicas establecidas (Pauly, 1987). En la etapa final de su carrera, Loeb protagonizó, como Svedberg, una «transformación de identidad disciplinaria», culminada con la relación colegial con físicos y un veredicto sobre la investigación del carácter coloidal de las proteínas como «un desafortunado accidente histórico» porque en caso de haberse desarrollado antes la medida del pH, nunca se habría propuesto la naturaleza agregada de las proteínas (Loeb, 1922, p. 5).

Los coloides en la obra de Rocasolano

Rocasolano, además de sus estudios de química agrícola, dedicó buena parte de su investigación a los coloides (Cebollada, 1988). Estos trabajos le facilitaron las conexiones con grupos de investigación extranjeros, la proyección internacional de algunos de sus textos publicados en francés o alemán y su participación en la obra colectiva dirigida por J. Alexander Colloid chemistry. Theoretical and applied (1926). La teoría coloidal y sus hipotéticas aplicaciones médicas recorren su libro sobre el enfoque físicoquímico en el estudio de la vida (de Gregorio Rocasolano, 1917). Se trata de un texto muy elaborado, con una base bibliográfica sólida y actualizada, que refleja muchas de las investigaciones del propio autor. Defiende los coloides como base de la vida y las extrapolaciones más populares de esta teoría, como por ejemplo que la pérdida progresiva del estado coloidal explica el proceso de envejecimiento (p. 37) y que, en definitiva, la muerte es consecuencia de la destrucción del estado coloidal (p. 153).

Rocasolano dedicó buena parte de su investigación a los coloides. La teoría coloidal y sus hipotéticas aplicaciones médicas recorren su libro Estudios químico físicos sobre la materia viva (1917). La química coloidal también protagoniza uno de los capítulos de Tratado de bioquímica (1928), en que ahonda en sus derivadas médicas relacionadas con el envejecimiento y la muerte.

Las conferencias de Rocasolano en la Universitat de València son un buen resumen de todas estas ideas (de Gregorio Rocasolano, 1920-1921), de las que también se nutría Luis Bermejo, quien había impartido aquel mismo año, antes del viaje a Zaragoza, un curso bajo el título de «Problemas de química biológica», donde se refleja una visión coloidal ortodoxa de las proteínas y la convicción de que «la físico-química del estado coloidal es imprescindible para el biólogo» (Bermejo Vida 1920-1921, p. 238).

El Tratado de bioquímica de Gregorio Rocasolano (1928) dedicó treinta páginas del capítulo sobre química coloidal a sus derivadas médicas, el envejecimiento y la muerte. En esta obra pasará de puntillas sobre la polémica sobre la naturaleza de las proteínas dudando de la fiabilidad de los métodos analíticos de la época. Sí que se hace eco de las investigaciones sobre el tamaño molecular de las proteínas, incluyendo los trabajos de Sved­berg con la ultracentrífuga (detalle que muestra hasta qué punto el autor estaba al día de las novedades). Aun así, en el libro de texto Química para médicos y naturalistas que publicarían Rocasolano y Bermejo al año siguiente dedicarán muy poca atención al problema del tamaño molecular de las proteínas, simplemente afirmaron que todavía es una incógnita velada por la «inseguridad de los métodos químicos» y la propia naturaleza coloidal (de Gregorio Rocasolano y Bermejo Vida, 1929, p. 867). Como veremos a continuación, Rocasolano y Bermejo se sumergieron en actividades políticas hasta el final de sus carreras y nunca llegaron a abandonar un paradigma coloidal ya en estado agónico.

Afinidades más allá de la química

Hay que decir que Rocasolano y Bermejo compartían no solo la condición de catedráticos con buena reputación y unos intereses científicos próximos. Ambos habían mostrado una vocación política. Cuando fue invitado a impartir las conferencias, Rocasolano era concejal en el Ayuntamiento de Zaragoza. Propietario agrícola, era directivo de una organización agraria católica que, como otras, trataba de movilizar a los conservadores para la defensa de los intereses de los terratenientes. En cuanto a Bermejo, había llegado años antes a ocupar cargos todavía más destacados: fue alcalde de Valencia entre 1911 y 1912 y gobernador civil de Murcia entre 1918 y 1919. También se implicaron en tareas de gobierno universitario, ocupando numerosos cargos a lo largo de sus carreras; de hecho Rocasolano llegó a ser rector de la Universidad de Zaragoza (1929-1931) y Bermejo, de la Central (1928-1929), donde se había trasladado desde Valencia a raíz de la obtención de la cátedra de Química Orgánica en la universidad madrileña (Vergara del Toro, 2004, p. 92). Una circunstancia, por cierto, que truncó la posibilidad de consolidar la bioquímica en Valencia. El desenlace de la Guerra Civil proyectó a ambos, en sus últimos años, hacia nuevos espacios de poder y de legitimación del régimen, y fueron dos de los muñidores del discurso que presentaba la Institución Libre de Enseñanza y la JAE como responsables directos de la creación de una estructura que ponía la ciencia al servicio de los que habían atizado el odio antirreligioso en los últimos tiempos (Otero Carvajal, 2006).

«Rocasolano, sabio católico y español, ponía de relieve que la ciencia no era ni mucho menos patrimonio de un progresismo laicista»

La confesada militancia católica de Rocasolano explica el interés de los medios derechistas y confesionales, como Diario de Valencia, por hacer un seguimiento detallado de las conferencias. Rocasolano, sabio católico y español, ponía de relieve que la ciencia no era ni mucho menos patrimonio de un progresismo laicista. El caso, sin embargo, es que tampoco un diario nada sospechoso en connivencia con el estamento eclesiástico como el republicano El Pueblo dejó de hacerse eco del acontecimiento, protagonizado por un científico que era comparado con Santiago Ramón y Cajal. El cronista, en todo caso, no dejó de hacer constar que no compartía con el ilustre conferenciante «alguna de sus interpelaciones tocadas de cierto aire metafísico» (V. X., 1921, p. 2).

La ciencia no dejaba de estar inmersa en el ambiente polarizado que todavía se respiraba en aquellos últimos años de la Restauración. Pero tenemos que hacer notar que, más allá de las simplificaciones que todavía presentan los científicos católicos españoles en la época como representantes de una actitud antimodernista, lo cierto es que la ciencia había entrado ya hacía años en el programa político que muchos elementos conservadores defendían. El nacionalcatolicismo no se tiene que caracterizar como la ideología nacionalista española concebida para combatir la modernidad, sino la opción de aquellos que pretendían integrar los elementos de la modernidad necesarios para garantizar el desarrollo capitalista de España sin los peligros de la secularización y la revolución (Botti, 2008). Una modernidad a la medida de las oligarquías, donde la ciencia tenía que ir acompasada con el concierto internacional. La teleología que muchas veces proyectamos hacia el desastre de la Guerra Civil y la iniquidad franquista no nos tiene que hacer perder el sentido si queremos situar a personajes como Rocasolano o el mismo Bermejo, representantes de una vía moderna de hacer bioquímica en la España del primer tercio del siglo XX, por mucho que sus opciones ideológicas les condujesen a ser portaestandartes del régimen de los vencedores en los últimos años de sus respectivas vidas.

Información complementaria

La bioquímica en Valencia desde la Guerra Civil 

Referencias

Bermejo Vida, L. (1920-1921). Problemas de química biológica. Resumen de las conferencias dadas por el Dr. D. Luis Bermejo Vida, catedrático de Química General en la Universidad de Valencia durante la primavera de 1921. Anales de la Universidad de Valencia, 1(4), 208–223.

Botti, A. (2008). Cielo y dinero. El nacionalcatolicismo en España 1881-1975. (2a edició). Alianza Editorial.

Cebollada, J. L. (1988). Antonio de Gregorio Rocasolano y la escuela química de Zaragoza. Llull, 11, 189–216.

De Gregorio Rocasolano, A. (1917). Estudios químico físicos sobre la materia viva. (2a edició). Artes Gráficas G. Casañal.

De Gregorio Rocasolano, A. (1920-1921). Los coloides en biología. Anales de la Universidad de Valencia, 1(4), 260–320.

De Gregorio Rocasolano, A. (1928). Tratado de bioquímica. Imprenta Editorial Gambón.

De Gregorio Rocasolano, A., & Bermejo Vida, L. (1929). Química para médicos y naturalistas. Imprenta de Ramona Velasco.

Deichmann, U. (2007). ‘Molecular’ versus ‘colloidal’: Controversies in biology and chemistry. Bulletin for the History of Chemistry, 32(2), 105–118.

Florkin, M. (1972). A history of biochemistry. En M. Florkin, & E. H. Stotz (Eds.), Comprehensive biochemistry, vol. 30. Elsevier.

Fruton, J. S. (1999). Proteins, enzymes, genes. The interplay of chemistry and biology. Yale University Press.

Loeb, J. (1922). Proteins and the theory of colloidal behavior. McGraw-Hill.

Morange, M. (2020). The black box of biology. A history of the molecular revolution. Harvard University Press.

Otero Carvajal, L. E. (2006). La destrucción de la ciencia en EspañaEn L. E. Otero Carvajal (Dir.), La destrucción de la ciencia en España. Depuración universitaria en el franquismo (p. 15–72). Editorial Complutense.

Pauly, P. J. (1987). Controlling life. Jacques Loeb and the engineering ideal in biology. Oxford University Press.

Peset, M., & Mancebo, M. F. (2000). El llarg camí cap a l’autonomiaEn M. Peset (Coord.), Història de la Universitat de València. La universitat liberal (segles XIX i XX) (vol. 3, p. 35–42). Publicacions de la Universitat de València.

Un Aprendiz de Médico. (1921, 13 d’abril). El doctor De Gregorio y Rocasolano. Diario de Valencia.

V. X. (1921, 15 d’abril). Comentarios á unas conferencias de bioquímica. D. Antonio de G. Rocasolano. El Pueblo.

Vergara del Toro, J. (2004). La química orgánica en España en el primer tercio del siglo XX [tesi doctoral no publicada]. Universitat de València.

© Mètode 2021 - 111. Transhumanismo - Volumen 4 (2021)
Profesor titular de Historia de la Ciencia. Univer­sidad Cardenal Herrera-CEU (Valencia), CEU Universities.

Catedrático de Bioquímica y Biología Molecular de la Universitat de València (España), miembro numerario del Institut d’Estudis Catalans y socio fundador de Darwin Bioprospecting Excellence, SL (Parque Científico de la Universitat de València). Explica metabolismo a los estudiantes de biotecnología y, como miembro del grupo de Biotecnología y Biología Sintética, sus intereses investigadores incluyen la bioprospección, la modelización metabólica y la historia de las ideas sobre el origen natural y la síntesis artificial de vida.

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