Mis primeros viajes por España

Las circunstancias de trabajo en el campo de la botánica en España han cambiado radicalmente desde mi primera introducción en este país en 1947. Entonces, España aún estaba rehaciendose de la guerra civil que había destrozado el país y, bajo la dictadura de Franco, se encontraba en gran parte aislada del resto del mundo. Mantenía, naturalmente, contactos con sus vecinos inmediatos, Francia y Portugal, pero las relaciones con las democracias occidentales eran tensas y reinaba un claro sentimiento de xenofobia. En cuanto al Reino Unido, en 1947 se vio enfrentado a dificultades enormes para acomodarse a la situación de posguerra, con gran parte de la industria destruida o dañada y el racionamiento de comida aún en funcionamiento (y todavía continuaría muchos años más).

La ciencia botánica en España, como en el resto de Europa, estaba en decadencia, como expliqué en otro lugar (Heywood, 2002), y el largo renacimiento que la seguiría en las décadas siguientes a penas había comenzado.

«Las tiendas estaban llenas de productos, sobre todo comida, incluyendo salchichón, chorizo y jamón, que suponían una experiencia completamente nueva después de las privaciones de la vida en Gran Bretaña en tiempo de guerra»

Los inicios de mi primera visita a España fueron como sigue. Yo estudiaba botánica en la Universidad de Edimburgo con el catedrático Sir William Wright Smith, que ejercía los cargos de regius profesor de botánica de la Universidad, regius keeper del Real Jardín Botánico, botánico real de Escocia y profesor de botánica de la Real Sociedad de Horticultura. De hecho, el Departamento de Botánica estaba situado en el Real Jardín Botánico, cosa que era muy provechosa para los estudiantes interesados en taxonomía y botánica sistemática, materias en las que Sir William Wright Smith era una eminencia mundial, ya que todos los recursos y las colecciones de plantas del Jardín estaban a nuestra disposición.

En aquella época yo no tenía ningún interés especial por España, pero cuando en 1947 el Dr. Paul Giuseppi, un cirujano de Felixstowe y especialista de renombre en plantas alpinas, contactó con Sir William buscando algún estudiante joven para que le acompañara a un viaje a España a recolectar algunas de las rarezas que se habían cultivado allí antes de la guerra, yo fui el alumno designado y no dejé escapar la oportunidad. Después de aprender rápidamente a conducir, el 24 de junio de 1947 salimos en coche hacia España atravesando Francia, junto a Herbert Cowley, un conocido editor de revistas de jardinería.

Pinguicula vallisnerifolia, cueva de la Magdalena, 1948. Seguidos por una procesión de mirones subimos las laderas rocosas sobre el pueblo hacia la cueva de la Magdalena, en cuyos techos y paredes de tosca  sabíamos que crecía la rara Pinguicula vallisneriifolia. / © V. H. Heywood

Publiqué un relato de este viaje en el Journal of the Royal Horticultural Society en 1948 (Heywood, 1948). Entonces yo tenía diecinueve años y anteriormente tan sólo había estado en el extranjero una vez, en Suecia, en 1946, de manera que mi primer contacto con el Mediterráneo fue bastante traumático. Había muy pocas publicaciones sobre viajes a España en el período de posguerra: The Fabled Shore de Rose Macauley, el clásico libro de viajes sobre su recorrido en coche por las costas españolas, fue publicado por primera vez en 1949, y su viaje no solo es análogo al nuestro en algunos aspectos, sino que muy bien pudieron tener lugar el mismo año.¹ The Face of Spain de Gerald Brenan apareció en 1950 y South from Granada, en 1957. Los clásicos de literatura de viajes sobre España eran A Handbook for Travellers in Spain (1845), de Richard Ford, The Bible in Spain (1843), de George Burrow, y Voyage en Espagne (1845), de Théophile Gautier.

El viaje a través de Francia fue emocionante, pero arduo, ya que las carreteras estaban en un estado de reformas terrible, muchos puentes estaban destruidos, y el país sufría una dura escasez de alimentos. Por otro lado, había poco tráfico y conducir por las rectas carreteras principales bordeadas de plátanos (Platanus) fue una experiencia alegre. Por fin, el segundo día llegamos a la frontera española de Hendaya y la cruzamos hacia Irún, que no era precisamente la ciudad más bonita del mundo, pero representó el inicio de mi historia de amor con aquel país. El contraste era notable: las tiendas estaban llenas de productos, sobre todo comida, incluyendo salchichón, chorizo y jamón, que suponían una experiencia completamente nueva después de las privaciones de la vida en Gran Bretaña en tiempo de guerra.

A la caída de la tarde, después de haber atravesado los Pirineos, llegamos al destartalado pueblo de Montenegro de Cameros, cerca de la sierra de Urbión, en la provincia de Soria. Todos los habitantes salieron a vernos. No podíamos encontrar ningún lugar donde alojarnos y acabamos durmiendo en el suelo de la casa de un médico que había sido desterrado después de la Guerra Civil. Antes, sin embargo, nos hubimos de enfrentar al cabo de la policía local, muy receloso de nuestra presencia allá, especialmente cuando le explicamos la razón de nuestra visita. Por alguna maniobra extraña, Giuseppi acabó sentado en el despacho del jefe de la policía con éste de pie ante él.

Al día siguiente, al amanecer, logramos alquilar dos guías locales y tres mulas, y nuestra herborización comenzó cuando iniciamos el ascenso al Urbión. Entre las plantas que descubrí y recogí había una variedad enana de Digitalis purpurea y espigas de D. parviflora, que, mirando atrás, alimentaron mi interés posterior por este género. Después del Urbión subimos al impresionante pico de la sierra de Moncayo (2.316 m), con su revestimiento de encinares, robledales y hayales. Entre las plantas observadas a unos 2.000 m estaba la Sempervivum vicentei, Saxifraga cuneata, la endémica Viola montcaunica y lo que, según supe más tarde, era un grupo híbrido de Digitalis purpurea subsp. purpurea y subsp. thapsi. También encontré una variedad enana de margarita con rayos del color de la cidra que identifiqué como Tanacetum (Chrisanthemum) pallidum o lo que Willkomm llamó Pyrethrum hispanicum en su Prodomus. Un nuevo estudio de esta planta y de otras especies relacionadas, como el Pyrethrum radicans de Sierra Nevada, me llevaron a investigar el grupo entero y a identificar el género Leucanthemopsis, del que publiqué, más tarde, una noticia en los Anales del Jardín Botánico de Madrid (Heywood, 1954a, 1975).

Por la tarde hubo lluvias fuertes, tormentas y granizo gordo como nueces, y en la tempestad nos perdimos, ya que los guías habían seguido adelante con las mulas cogiendo un atajo, pero finalmente encontramos el camino de vuelta a Montenegro, donde todo el pueblo estaba esperando para vernos.

El guía de la expedición, junto a un notable ejemplar de Verbascum hervieri (Sierra de Cazorla, 1948). / © V. H. Heywood

El mal tiempo continuó y unos remolinos de nubes de polvo blanco nos hicieron desistir del intento de llegar a Albarracín (Teruel). Continuamos hacia Madrid pasando paisajes espectaculares y pueblos como Jadraque, con su antiguo castillo, y Tembleque (Toledo), con su Plaza Mayor típicamente manchega. Uno de los objetivos principales de nuestro viaje era visitar la sierra de Cazorla, así que enfilamos hacia el sur de Madrid y después, a través de la Meseta y por el desfiladero de Despeñaperros, llegamos a la provincia de Jaén.

Serpenteando por los interminables paisajes de olivares y los pueblos de Torreperogil y Peal de Becerro, con sus manufacturas de aceite de oliva, agave y esparto, llegamos a Cazorla, pintoresco pueblo de montaña, a la sombra de la Peña de los Halcones y dominado por sus fortalezas, el castillo de La Yedra (de Las Cuatro Esquinas), de origen romano, pero fortificado tiempo después por los musulmanes, y el castillo de Salvatierra, de origen musulmán. En aquellos tiempos Cazorla, la Carcacena romana, era poco más que un pueblo grande, aunque en 1813 había recibido el título de “Muy Noble y Real Ciudad” de las Cortes de Cádiz por su lealtad durante la guerra del Francés. Era, y aún es, un pueblo labrador, y en aquella época no estaba nada acostumbrado a visitantes extranjeros, y menos aún turistas. También era conocido por los extensos bosques de encinas, pinos blancos y negrales de la sierra contigua, hoy reconocida como parte del parque natural de las sierras de Cazorla, Segura y Las Villas, el área protegida más grande de España. Era conocido, asimismo, por ser el lugar donde nace el río Guadalquivir, en La Cañada de las Fuentes, a unos 1.330 m de altitud. La sierra acoge una fauna muy rica, incluyendo diversas especies de caza mayor (ungulados como la cabra hispánica, el ciervo, el gamo, el muflón y el jabalí), y muchas aves de rapiña, incluyendo el quebrantahuesos (Gypaetus barbatus) –que aún sobrevivía como nativo durante nuestra visita, aunque fue exterminado al principio de los años ochenta y actualmente está en fase de reintroducción–, el águila real, el halcón peregrino, el águila marceña, el águila calzada, el alimoche, el águila perdiguera, el ratonero común, el buitre, el azor, el cernícalo, el buho, el autillo y la lechuza.

«Se dice que cuando gandoger encontró esta especie por primera vez la viola cazorlensis, se quitó el sombrero e hizo una reverencia diciendo: “madame, je t’adore!”»

Pero era la flora lo que nos había llevado a las montañas y los picos de Cazorla. Durante la década del 1940 y algunos años más tarde, la flora increíblemente rica de la sierra de Cazorla era conocida principalmente gracias a las expediciones de los botánicos y recolectores franceses Gandoger y Reverchon. El abad Michel Gandoger (Hervier, 1905, 1906, 1907) fue el primer botánico en visitar la zona, en 1902 y 1903, y descubrió la emblemática Viola cazorlensis, pero las primeras recolecciones a gran escala las hizo Elisée Reverchon (Pau, 1904-07) durante sus excursiones botánicas al sur de España entre los años 1900 y 1906. Las conclusiones de las investigaciones de Reverchon, las publicó el abad Hervier en colaboración con otros botánicos, principalmente Degen y Debaux, y, aunque fueran criticados duramente por Pau en su notorio Cartas a un botánico (Cuatrecasas, 1929), establecieron la única base de conocimiento que tenemos de la flora de este territorio hasta mis propios estudios desde 1947. Más tarde hicieron algunas recolecciones menores José Cuatrecasas (que escribió su tesis doctoral sobre el próximo macizo de Mágina (Cuatrecasas, 1929)), Martín Bolaños, A. J. Wilmott y Charles Lacaita. El jefe de guardabosques de la provincia de Jaén, Enrique Mackay, que conocería el año siguiente en Cazorla, donde vivía después de jubilarse, publicó un folleto, La sierra de Cazorla bajo su aspecto forestal (Mackay, 1917), que contiene información útil sobre temas de repoblación forestal y la historia del cultivo en la sierra, además de una descripción general del territorio.

Volviendo a la narración, nuestra llegada a Cazorla provocó un interés y una diversión considerables entre la gente del pueblo, que no sólo se alineaban para no perder detalle de nosotros ni de nuestro coche cargado hasta arriba, sino que también nos seguían allá donde fuéramos, al interior de las tiendas e incluso dentro del hotel donde nos alojábamos, el Hotel Betis, en la plaza principal, de forma ovalada, la Corredera, conocida popularmente como El Huevo. Seguidos por una procesión de mirones subimos las laderas rocosas sobre el pueblo hacia la cueva de la Magdalena, en cuyos techos y paredes de tosca sabíamos que crecía la rara Pinguicula vallisneriifolia. Acto seguido reproduzco la descripción original que hice de nuestro encuentro con este extraño endemismo:

[…] por encima de los grises riscos verticales sobre la cueva de la Magdalena, un agradable torrente vertía en un arroyo. Creciendo con exuberancia en el calor húmedo, la Pinguicula vallisneriifolia colgaba sobre la boca de la cueva y las paredes de roca circundantes con cortinas verdes de claras hojas largas semejantes a cintas. Estas hojas, que a menudo median unos 30 cm de largo, son fantásticas, casi una pesadilla botánica, colgantes en manojos, y las flores, en forma de espuela, son excepcionalmente grandes y azules. Se reproducen mediante pequeños bulbos, cosa inesperada en este género, que explica el crecimiento compacto; posiblemente en un hábitat tan especializado el hábito de producción de semillas se ha perdido en gran parte. Más tarde buscamos semillas y no encontramos, ya que todas las semillas debían haber desaparecido por un pedrisco que rompió casi todos los vidrios de las ventanas de Cazorla.

A pesar de que nuestros intentos de cultivar esta especie insectívora singular y llamativa fueron un fracaso, posteriormente se ha cultivado con éxito aunque es muy difícil de mantener.

Por la tarde nos pasamos una hora discutiendo el precio del alquiler de unas cuantas mulas (ya que nuestro coche no era adecuado para el transporte por la montaña), pero la mañana siguiente, el 1 de julio de 1947, los animales nos estaban esperando, ya cargados de grandes barras de pan. Nuestra ruta nos llevó a través de La Iruela, cuyo castillo es uno de los más espectaculares de España, hacia el Gilillo (1.847 m), en cuyas laderas vimos por primera vez la Viola cazorlensis en las rocas calcáreas. Este pequeño arbusto con tallos esbeltos de color rosa, cubierto con hojas semejantes al enebro, de cuyas axilas surgen largos tallos, produce flores simples de un rosa purísimo y es, para mí, y aún hoy, después de toda una vida de estudiar la botánica en varias partes del mundo, una de las plantas más bellas del mundo. Dicen que cuando Gandoger encontró esta especie por primera vez, se quitó el sombrero e hizo una reverencia diciendo: “Madame, je t’adore!”. Evidentemente, un hombre de buen gusto. A su vez el abad Hervier, en su comentario sobre la Viola cazorlensis en el catálogo sobre las plantas recogidas por Reverchon que publicó en el Bulletin del Académie International de Géographie Botanique, incluía, pegado a la página correspondiente de cada ejemplar, un papelito con la reproducción del color de las flores, de lo extraordinario que es. De hecho, las flores varían de color del carmín al rosa claro con manchas de carmín intenso o bien monocromático, y he recogido una variante de flores blancas, pero normalmente las flores son de un color rosa de lo más exquisito.

Patio de los Leones, Alhambra, Granada, 1948. No resulta difícil imaginar la impresión que el fabuloso palacio de la Alhambra y los jardines del Generalife, con los picos de Sierra Nevada cubiertos de nieve en la distancia, causaron en aquel estudiante de veinte años. / © V. H. Heywood

En uno de los calveros de los bosques de pino negral, nos encontramos el sorprendente Verbascum hervieri, una de las plantas más inconfundibles de este género, con grandes formaciones en roseta, con hojas sedosas y un tallo de color caoba, glabro y más o menos sin hojas, que se ramifica más arriba en una llamativa inflorescencia piramidal con las flores amarillas mantenidas por separado. Es una planta de lo más escandalosa, que puede llegar a medir más de 3 m de altura.

Otra de las rarezas de Cazorla es el Hormathophylla (Ptilotrichum) reverchonii, que crece en la superficie de los riscos verticales al pie del desfiladero del salto de los Órganos, dominado por sus cimas semejantes a tubos de órgano. Forma un arbusto menudo con rosetas terminales de hojas plateadas en forma de espátula y grandes capítulos de vistosas flores blancas en abundancia. Mientras nuestros guías hacían la siesta a la sombra, yo me dirigí hacia el fondo del barranco a pleno sol y allá, desde el lecho del río, bajo los torrentes de agua que caían en cascada, veía las hojas plateadas y el rizoma negro tentadoramente fuera de mi alcance, en las paredes de roca calcárea. En aquella época en el campo se calzaban botas de escalada adecuadas, con clavos de alpinista, y no botas de suela de goma o zapatillas, y así, ayudado por una vieja rama y ascendiendo con dificultad por las rocas, logré hacer caer unos cuantos capítulos con fruto de los cuales extrajimos semillas que más tarde se cultivaron en el Real Jardín Botánico de Edimburgo y crecieron en su célebre jardín de rocas.

La sierra estaba escasamente poblada y de vez en cuando encontrábamos familias de proscritos (maquis) que vivían en cuevas o cabañas de hierba. Eran atentos y amables, aunque debíamos ser una cosa extraña de ver, arrodillados escarbando la tierra y sacando plantas. Más tarde hicimos una breve excursión a Sierra Mágina y pasamos la noche en la fonda del pueblo de Albanchez de Úbeda, donde nos sugirieron que metiéramos el coche en la cocina, donde casi todo el pueblo estaba reunido alrededor del fuego. Entre las plantas que cosechamos en los riscos de roca calcárea de Mágina estaba la Saxifraga composii, S. erioblasta y Sarcocapnos integrifolia.

Al sur de Granada, nos alojamos una noche en el convento de San Francisco, en el cerro de la Alhambra, que después se convirtió en el más solicitado de la cadena estatal de paraderos nacionales. No resulta difícil imaginar la impresión que el fabuloso palacio de la Alhambra y los jardines del Generalife, con los picos de Sierra Nevada cubiertos de nieve en la distancia causaron en aquel estudiante de veinte años, ya saciado con tantas cosas vistas y experiencias nuevas. Pudimos visitar los tesoros de la Alhambra, sus patios y jardines sin el gentío de visitantes que hoy hacen casi imposible tener una buena perspectiva. Pero Sierra Nevada, con su rica flora, nos llamó y emprendimos el viaje en coche montaña arriba por la carretera tortuosa, la más alta de Europa, hasta el albergue en Los Peñones de San Francisco, justo por debajo del pico de la Veleta (3.398 m). La gran ladera de pizarra que bajaba hasta el borde de la carretera parecía un hábitat inverosímil para las plantas, pero cuando comenzamos a explorar las amplias vertientes cubiertas de guijarros que había alrededor del albergue nos sorprendimos de la diversidad de especies –Dianthus brachyanthus, Arenaria granatensis, Anthyllis vulneraria subsp. pseudoarundana, Sempervivum minutum, Leucanthemopsis pectinata, Plantago nivalis, Hormathophylla purpurea, Eryngium glaciale– que formaba un jardín de morrena que sería la envidia de muchos especialistas en plantas alpinas. Bajo una pila de nieve que se fundía, la tierra empapada de agua estaba cubierta de miles de estrellas plateadas de Plantago nivalis, estrella de las nieves, resplandeciente a la luz del sol, y cerca se encontraba, casi en la misma abundancia, la encantadora Viola crassiuscula subsp. nevadensis con hojas redondeadas. Muchas de estas plantas y otras que vimos después son endémicas de Sierra Nevada y hoy están aún catalogadas en Flora amenazada y endémica de Sierra Nevada (Blanca, 2002), publicado recientemente.

“Sierra Nevada, con su rica flora, nos llamó y emprendimos el viaje en coche montaña arriba por la carretera tortuosa, la más alta de Europa, hasta el albergue en Los Peñones de San Francisco, justo por debajo del pico de la Veleta (3.398 m)”. / © V. H. Heywood

Al día siguiente subimos al pico más alto, el Mulhacén (3.482 m), y de camino nos paramos en la Laguna de las Yeguas, un circo glacial creado por erosión del hielo durante el Cuaternario. Aunque hoy se conoce sobre todo porque hay una pista de esquí, en 1947 estaba intacto y aislado, un lugar de belleza espectacular, con la genciana alpina de flores azules que crecía por los márgenes. Íbamos buscando la famosa manzanilla real (Altamisa granatensis), que era muy apreciada (y aún lo es) como hierba medicinal y aromática. No tuvimos mucho éxito y encontramos sólo un miserable ejemplar; estábamos recogiendo muestras de la saxífraga carnosa, Saxifraga nevadensis y nos preparábamos para regresar a la Laguna cuando tres bandidos de aspecto más bien feroz, armados hasta los dientes, salieron de pronto de detrás de unas rocas. Dejando que nuestro guía español parlamentara para salvar nuestras vidas, ignorando a los hombres miramos atentamente las plantas que habíamos cosechado; pero cuando nos apuntaron con un revólver y nos pusieron un cuchillo con firmeza en la espalda, quedó claro que no estaban para bromas. Yo les entregué una carta de presentación que el profesor Sir William Wright Smith me había dado y entonces recibí una bienvenida impresionante como Real Mantenedor del Real Jardín Botánico. Herbert Cowley mostró una tarjeta de visita y se las apañó para dar la impresión que era un conde inglés. Entonces compartimos nuestros cigarrillos británicos con ellos mientras nos escribían con dificultad un pasaporte que nos permitiera paso libre por la sierra, que comenzaba: “Sabemos por el tabaco que fuman que éstos son caballeros ingleses…”. También nos dieron una especie de propaganda escrita (copias al carbón) y una relación de sus cuentas financieras, a partir de las cuales quedaba claro que eran proscritos (maquis) pertenecientes al Ejército Guerrillero de Andalucía, Agrupación Guerrillera de Granada. Nos retiramos a toda prisa al albergue, donde el relato de nuestra aventura provocó casi pánico entre el resto de huéspedes, ya que los maquis eran conocidos aquellos días por secuestrar políticos y civiles inocentes y pedir rescate por ellos. Al día siguiente, cuando salimos para continuar nuestra excursión, nos acompañaba una escolta de la Guardia Civil armada con rifles.

De Granada nos dirigimos al sur, a la costa subtropical de Motril y atravesamos Almería, hasta llegar a Murcia, donde subimos la sierra de Carrascoy y encontramos Thymus murcicus, perteneciente a la sección Pseudothymbra de este género que era muy semejante a la T. membranaceus y estrechamente emparentado con T. longiflorus (tomillo de flor larga) que vimos en Sierra Nevada. Más tarde topamos con el raro T. funkii fuera de Sant Miquel de Salines. Entonces nuestro viaje nos va llevó a Játiva, donde ascendimos las laderas del castillo buscando Lapiedra martinezii, y a Valencia, donde conocí la horchata. Nuestro viaje por España acabó en Cataluña, donde llegamos a Igualada y nos sumamos a la peregrinación hacia los picos puntiagudos de Montserrat y cogimos el funicular más arriba del monasterio hasta la cima, donde, en la dura roca basáltica, eran frecuentes la Saxifraga catalanica y el Erodium supracanum y, más allá de los bosques de boj, las flores rugosas del Ramonda myconi. Un agradable viaje de un día en coche nos condujo a la frontera de la Jonquera. Mi primera visita a España se había acabado. Me dejó un efecto imborrable y tendría consecuencias incalculables para mi vida y trayectoria profesional posteriores.

El año siguiente (1948), acompañado por Peter Davies (que más adelante sería catedrático), compañero de la Universidad de Edimburgo, regresé a España para hacer una expedición de recogida de plantas más extensa en nombre de la Real Sociedad Hortícola de Londres. Recogimos semillas de más de 180 especies y bulbos de quince especies diferentes. Se cultivaron en los jardines de la Real Sociedad Hortícola de Wisley y en el Real Jardín Botánico de Edimburgo y el de Kew y este material representó la mayor introducción de una vez de plantas españolas a la ciencia y a la horticultura en la Gran Bretaña. Además, elaboramos más de mil colecciones de herbarios. Yo mismo publiqué un breve relato del viaje en la revista de la Real Sociedad de Horticultura (Heywood, 1955).

Entonces, después de muchas lecturas, ¡me había convertido rápidamente en un experto de España! Y nuestra expedición estaba mucho mejor organizada y era más amplia que la visita del año anterior. A mediados de junio, viajamos en tren a través de Francia hasta España y llegamos a Madrid después de tenernos que separar de nuestras prensas de plantas por el camino. En Madrid cenamos con los guardias forestales Luis Ceballos y Manuel Martín Bolaños, que nos dieron muchos consejos útiles y acordaron que intentarían ayudarnos a recuperar las prensas. Durante nuestra estancia obligada en Madrid hicimos una excursión a Aranjuez, donde, aquellos días, el palacio real y los jardines mostraban un aspecto decadente y ruinoso, pero de gran encanto nostálgico. Aunque los jardines tenían un papel principal en la introducción de plantas, nuestro interés estaba en los próximos cerros bajos de creta y marga con sus vegetaciones características de matorral y tomillares con Stipa tenacissima, Reseda suffruticosa, Iberis subvelutina, Helianthemum squamatum, Teucrium pumilum, Lepidum subulatum, Thymus gypsicola y, en las comunidades nitrófilas, el endémico Sisymbrium cavanillesianum. Secamos las plantas en la azotea del hotel y casi provocamos un incidente cuando algunos de los periódicos que utilizábamos se despegaron y cayeron hacia la calle Arenal. A parte de eso, nuestra estancia en Madrid fue tranquila.

“Entre los muchos botánicos que conocí y con quien trabajé tiempo después, destaca Manuel Costa, no sólo como un magnífico botánico y defensor de la flora y la vegetación de su nativa región de Valencia, sino también como hombre de principios humanos excepcionales y amigo auténtico y leal durante más de treinta años”. A la izquierda, libro de homenaje al Dr. Costa, del cual se ha extraído este reportaje.

Por fin nuestras prensas llegaron a Madrid y cogimos un tren hacia el sur para regresar a la sierra de Cazorla para explorarla mucho más pormenorizadamente. Cazorla no sólo es un callejón sin salida (excepto que conduzcas atravesando la sierra), sino que además es difícil llegar allí con transporte público. El apeadero de Los Propios-Cazorla está lejos del pueblo con el que estaba conectado por un autobús correo (normalmente) diario. Además, el puente que cruzaba un riachuelo que hay de camino estaba destruido y el autobús debía cruzarlo por el punto menos profundo; una experiencia que acobarda si no te la esperas. La alternativa era bajar del tren en la estación de enlace Linares-Baeza (a una distancia considerable de la ciudad monumental de Baeza) y entonces coger un tranvía que circula campo a través hasta Úbeda, desde donde un autobús, el Alsina, sale hacia Cazorla. El primer tranvía no aceptó el montón de equipaje que llevábamos,² así que tuvimos que esperar unas cuantas horas en la inhóspita estación de enlace el tranvía siguiente, que llegó a Úbeda demasiado tarde para que cogiéramos el autobús. Así, al final llegamos a un acuerdo con un camionero y atravesamos el campo ondeante hacia Cazorla, cuando la luz violeta y azul del atardecer proyectaba sombras en los amplios paisajes de olivares.

Durante los diez días siguientes hicimos una exploración meticulosa de los picos y los valles de la sierra de Cazorla, la sierra del Pozo Alcón y la sierra de Serrana, recogiendo todas las plantas raras o endémicas de la región descritas previamente, como Narcissus hedraeanthus (Heywood, 1955), probablemente la especie más diminuta del género, N. longispathus, e Iris serotina (Heywood, 1949), y registrando cientos de nuevos apuntes de esta área, incluyendo diecisiete nuevas relaciones de la provincia de Jaén y siete de Andalucía. Algunas de las plantas que recogimos resultaron ser especies nuevas para la ciencia, y yo las describí más tarde, como Aquilegia cazorlensis, Geranium cazorlanum y Erodium cazorlense.

Los resultados del estudio de todo este material se publicaron en forma de series de documentos (Heywood, 1950, 1954b, 1961) y los apuntes formaron una parte sustancial del Catálogo de plantas de la provincia de Jaén, publicado con Emilio Fernández Galiano (1960).

«Sabemos por el tabaco que fuman que éstos son caballeros ingleses…»

Aunque este segundo viaje no nos ocasionó ningún incidente peligroso como la emboscada de los maquis en Sierra Nevada, sí que sufrimos algunos como el redescubrimiento de Gentiana boryi en Los Borreguiles de San Juan, también en Sierra Nevada, que fue referido de manera muy destacada en la contraportada del diario Ideal de Granada bajo el titular “Descubrimiento de la genciana de diez puntos”; nuestra entrada, sin darnos cuenta de ello, en una zona de protección militar cerca de Cartagena en un taxi muy pequeño en búsqueda de la bella Limonium insigne, descrita por Willkomm como “Planta eximia, generic species elegantissima ac pulcherrima”, sólo para ver que los soldados estaban volando los peñascos con explosivos, haciendo caer guijarros sobre nosotros; y la búsqueda en Elche de un Limonium casi igual de bonito, L. insigne, que Willkomm caracterizó como “Species pariter perpulchra”, que se convirtió en un absurdo al estilo de Pinero que implicó a gran parte de la población local, unos cuantos taxistas, un granjero agresivo, un funcionario de segunda del Gobierno y el propietario de un garaje. Sin embargo, como casi siempre ocurre en España, todo acabó venturosamente al encontrar el Limonium en las salinas cerca de los famosos campos de palmeras (el Palmeral) que rodea tres lados de la ciudad, donde se recoge cada año para esparcirlo por las calles durante las procesiones del Corpus Christi.

Después de estos dos viajes a España, muchos más seguirían durante los cincuenta años siguientes, y durante este tiempo, tanto España como la botánica se transformaron. Hay mucho más para contar –y se tendría que registrar– quizá en otra ocasión. Fue un privilegio conocer la vieja España, aunque a veces fuera muy incómodo, y haber conocido a personas como José Cuatrecasas, Salvador Rivas Goday, Elena Paunero, Carlos Vicioso, Pius Font i Quer, Oriol de Bolòs, Arturo Caballero, José Borja, Florencio Bustinza y Jordán de Urries.

Entre los muchos botánicos que conocí y con quien trabajé tiempo después, destaca Manuel Costa, no sólo como un magnífico botánico y defensor de la flora y la vegetación de su nativa región de Valencia, que entiende tan bien, sino también como hombre de principios humanos excepcionales y amigo auténtico y leal durante más de treinta años. Tanto en Madrid como, después, en Valencia hemos colaborado estrechamente en varias cuestiones; hemos hecho muchas excursiones al campo juntos, cada uno hemos dado clase a los estudiantes del otro, y hemos pasado más de un día entero discutiendo los problemas de la botánica y buscando soluciones. Me complace dedicarle esta breve memoria, a él y a nuestra prolongada amistad.

1. Macauley escribió que “durante los meses de verano que pasé en la Península apenas encontré viajeros compatriotas, y vi solo un coche británico, y eso fue al final”. Nosotros tuvimos la misma experiencia. (Volver al texto)

2. Viajar con grandes cantidades de prensas y otro material a menudo creaba problemas en España en aquella época, entre ellos la desconfianza de los funcionarios de transporte sobre la razón por la que alguien podía viajar con grandes cantidades de periódicos viejos o el recelo de las autoridades aduaneras, que nos confiscaron todas las cajas de material de recolección en Irún porque no teníamos permiso para llevarlo. Finalmente la aduana las vendió al Jardín Botánico de Madrid, que, de esta manera, adquirió una cantidad considerable de bienes pertenecientes al Museo Británico (Historia Natural), que nos había dejado las cajas de recolección. (Volver al texto)

Bibliografía
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© Mètode 2004 - 41. Disponible solo en versión digital. Ciencia animada - Primavera 2004

Profesor emérito de la Universidad de Reading (Reino Unido).