La instrumentalización de los animales en la ciencia
Los hombres nos hemos servido desde siempre del resto de los animales como instrumentos para satisfacer nuestras más diversas necesidades, tales como las de alimentarnos, vestirnos, vivir conforme a nuestras eventuales creencias religiosas o incluso expresarnos artísticamente, por poner solo algunos ejemplos.
El mundo de la ciencia no representa una excepción. También los científicos han utilizado profusamente animales, principalmente para realizar experimentos con ellos. Experimentar con animales consiste en provocarles una alteración en su cuerpo o en su entorno y observar empíricamente cuáles son las consecuencias del cambio con una finalidad cognoscitiva, para adquirir conocimientos, a los que luego normalmente se les pueden dar diversas aplicaciones, algunas muy útiles.
«En ámbitos como la medicina y la farmacología, los experimentos con animales tienen una enorme relevancia, hasta el punto de que en ocasiones su realización viene impuesta por el ordenamiento jurídico»
En ciertos ámbitos, como la medicina y la farmacología, estos experimentos tienen una enorme relevancia, hasta el punto de que en ocasiones su realización viene no ya permitida, sino impuesta por el ordenamiento jurídico (son los llamados «ensayos reglamentarios»). Para comercializar un medicamento, por ejemplo, es requisito imprescindible que antes se haya ensayado clínicamente con personas. Y los correspondientes ensayos clínicos solo pueden ser autorizados cuando se disponga de suficientes datos científicos y, en particular, ensayos farmacológicos y toxicológicos en animales que garanticen que los riesgos que implican en las personas en que se realicen son admisibles (artículo 3.3.a del Real Decreto 223/2004, de 6 de febrero).
Los animales han sido instrumentalizados no solo en la esfera de la investigación, sino también en la de la educación, principalmente en las facultades de biología y veterinaria. El objetivo principal aquí no es investigar y descubrir nuevos conocimientos científicos, sino transmitir los ya existentes a los estudiantes, así como instruirlos en el manejo de ciertas técnicas, consideradas necesarias para el ejercicio de determinadas profesiones. Ni que decir tiene que muchas de esas actividades humanas pueden causar dolor, sufrimiento, angustia y daños de diversa consideración a los animales empleados en ellas.
La utilidad de los experimentos con animales
Desde las propias filas de los científicos se ha cuestionado la utilidad de tales ensayos argumentando que los resultados obtenidos en ellos no pueden ser extrapolados al hombre, por la sencilla razón de que los animales empleados no son humanos. Unos y otros constituyen organismos distintos, que pueden reaccionar de manera muy diferente frente a los mismos estímulos. No existe a priori garantía alguna de que los efectos en la conducta o en el cuerpo humano vayan a ser equivalentes a los observados en otros seres vivos en el curso de un experimento artificial realizado en un laboratorio.
Es cierto que los ensayos con animales no proporcionan información absolutamente fiable acerca de cuáles serían las consecuencias si dichos experimentos se realizaran con personas. Lo cual justifica que seamos cautos y críticos a la hora de evaluar esa información, pero no significa que tales ensayos carezcan de cualquier utilidad. Los hombres no somos absolutamente distintos respecto de otros animales. Al contrario, tenemos muchas características en común, especialmente con algunos de ellos, lo que hace que muchas de las observaciones efectuadas en relación con los mismos puedan ser consideradas al menos como indicativas de los efectos que en los seres humanos tendrían los correspondientes estímulos.
Las razones éticas para oponerse a la experimentación con animales
Se ha cuestionado la realización de ciertas actividades que infligen sufrimiento a los animales invocando razones instrumentales de tipo antropocéntrico. Se ha argumentado, así, que maltratarlos sería reprobable en la medida en que ello produce un pernicioso efecto educativo que propicia comportamientos o actitudes que pueden redundar en perjuicios para las personas. Esta idea la encontramos ya en Tomás de Aquino: «Si alguien se acostumbrara a ser cruel con los animales fácilmente lo será luego con sus semejantes.» Se ha señalado, por ejemplo, que la experimentación con animales puede incrementar, en los médicos que la llevan a cabo, la insensibilidad ante el dolor de sus pacientes humanos. Cabría replicar, no obstante, que estos eventuales efectos secundarios de los ensayos con animales quedan normalmente compensados por los beneficios para el bienestar humano que de los mismos se derivan.
La moderna oposición a la experimentación con animales, con todo, no tiene tanto que ver con argumentos de tipo científico o con razones antropocéntricas como las que acaban de exponerse, sino más bien con la creciente preocupación que una parte cada vez más importante de la sociedad muestra por el bienestar animal, considerado no como un instrumento para la consecución de fines humanos sino como algo intrínsecamente valioso, digno de consideración y de respeto por sí mismo.
«Resulta difícil encontrar algún parámetro no arbitrario que permita ponderar y comparar bienes aparentemente incomparables, como el bienestar de las personas y el del resto de animales»
Esta creciente preocupación ha sido alimentada por varias concepciones filosóficas que han tratado de justificar racionalmente ese valor intrínseco del bienestar animal, que ciertamente supone un cambio de enorme calado en el pensamiento occidental, tradicionalmente antropocéntrico. Los argumentos esgrimidos son principalmente dos. El primero es de tipo utilitarista. Si el principio ético fundamental es maximizar el bienestar (o, dicho de otra manera, minimizar el sufrimiento) del mayor número posible de individuos, también los animales merecen la consideración de tales a estos efectos, por cuanto también ellos son capaces de sentir y expresar bienestar (o dolor). El segundo argumento es complementario del anterior: el mero hecho de la pertenencia a una especie u otra no constituye una razón que justifique una diferencia de trato a los efectos de merecer protección contra el sufrimiento; no hay una razón suficiente por la cual nuestros deberes éticos para con otros seres vivos sintientes se hagan depender de la especie a la que estos pertenecen; el «especismo» sería una forma de discriminación tan injustificable como las basadas en el sexo, la raza o la religión.
El límite de la libertad científica y educativa
La creciente preocupación social ha encontrado reflejo en numerosas normas jurídicas internacionales, comunitarias, estatales, autonómicas e incluso locales en virtud de las cuales se regulan diversas actividades humanas donde está en juego el bienestar de los animales. Por descontado que este cuerpo normativo no les garantiza ni de lejos una protección jurídica equiparable a la dispensada a los seres humanos, pero sí al menos trata de ahorrarles ciertos padecimientos, a costa de limitar de manera más o menos intensa diversas libertades, y de dificultar o incluso impedir la satisfacción de ciertos intereses humanos.
Una de estas actividades, probablemente la más polémica y la más intensamente regulada de todas ellas, es la utilización de animales con fines científicos y educativos. La reciente Directiva comunitaria 2010/63/UE, de 22 de septiembre de 2010, puede servir para ilustrar los principios inspiradores y el alcance de las regulaciones establecidas en este ámbito. Esta norma constituye una manifestación más de la tendencia que se viene observando claramente durante las últimas décadas a elevar el nivel de protección jurídica del bienestar animal.
Sus disposiciones se inspiran en los denominados principios de reemplazo, reducción y refinamiento. Es decir, hay que tratar de: reemplazar la utilización de animales vivos para fines científicos y educativos por otros medios alternativos igualmente útiles para lograr esos fines; reducir hasta donde sea factible el número de animales vivos utilizados, mientras no sea posible el reemplazo total; y refinar los procedimientos, técnicas y métodos empleados, con el objetivo de causar el menor sufrimiento posible a dichos animales.
Estos criterios constituyen el corolario del principio subyacente según el cual debe protegerse el bienestar de los animales en la mayor medida posible, habida cuenta de las limitaciones fácticas y jurídicas existentes. Obsérvese que este es un mandato que no tiene carácter absoluto, sino que encuentra límites derivados de la necesidad de proteger otros intereses o bienes que –se estima– tienen en principio mayor valor, como la protección de la salud humana y del medio ambiente.
Nótese que, paradójicamente, esta regulación es hasta cierto punto incoherente con las teorías filosóficas que han impulsado el «movimiento de liberación animal» y que han propiciado el surgimiento de este, en la medida en que aquí el legislador sigue incurriendo en un evidente especismo, al otorgar un valor mucho mayor al bienestar de los seres humanos que al del resto de los animales. También parece caer ocasionalmente en una suerte de antropomorfismo, al proteger en mayor grado a aquellos animales que guardan mayor semejanza con el hombre, tales como los primates no humanos y los simios antropoides. Da la impresión de que el objetivo principal y directo del legislador no es tanto salvaguardar el bienestar animal, en cuanto que bien intrínsecamente valioso, como proteger las convicciones y los sentimientos de muchas personas, según los cuales hay que evitar ciertos padecimientos a determinados animales.
Las abundantes disposiciones reguladoras de la utilización de animales con fines científicos y educativos plantean relevantes problemas jurídicos. Se suscita, por ejemplo, la cuestión de su compatibilidad con el derecho fundamental a la libertad científica establecido en el artículo 20.1.b de la Constitución española vigente, pues, según ha declarado reiteradamente nuestro Tribunal Constitucional, los derechos fundamentales solo pueden ser limitados para salvaguardar un fin de rango constitucional, y lo cierto es que el bienestar de los animales carece del mismo.
El Tribunal Constitucional también ha dejado sentado que las restricciones de los derechos fundamentales deben ser proporcionadas: los beneficios deben superar a los costes. Algunas disposiciones legales imponen también la necesidad de efectuar semejante análisis coste-beneficio, si bien en sentido inverso, para precisar la licitud de ciertos procedimientos científicos o educativos que ocasionan sufrimiento a los animales. El problema es que, en cualquiera de los dos casos, no parece nada sencillo llevar a cabo dicho análisis. Resulta difícil encontrar algún parámetro no arbitrario que permita ponderar y comparar bienes aparentemente incomparables, como el bienestar de las personas y el de los restantes animales.
La objeción de conciencia
Otra cuestión de interés y sumamente controvertida, que ya ha comenzado a plantearse en la práctica, es la de si los estudiantes tienen derecho a objetar, por razones de conciencia, la realización de prácticas obligatorias o exámenes que conllevan dolor o padecimiento para los animales.
«No existe a priori garantía alguna de que los efectos en la conducta o en el cuerpo humano vayan a ser equivalentes a los observados en otros seres vivos durante un experimento»
La Constitución española ha establecido expresamente el derecho de objeción de conciencia solo respecto del servicio militar obligatorio (artículo 30.2). Pero no es irrazonable entender que las libertades ideológica, religiosa y de culto reconocidas en su artículo 16.1, que permiten a los ciudadanos actuar con arreglo a sus propias convicciones y mantenerlas frente a terceros con plena inmunidad de coacción frente al Estado, comprenden también, en principio, el derecho de toda persona a ser eximida del cumplimiento de otros deberes, aunque tal derecho no haya sido previsto por la ley, y sin perjuicio de que el mismo pueda y deba ser limitado en la medida proporcionada para satisfacer algún fin legítimo.
La jurisprudencia del Tribunal Constitucional no es del todo clara en este punto. En alguna sentencia se admite que del artículo 16.1 citado se deriva directamente un derecho de objeción de conciencia, exigible aun en los casos en los que el legislador no lo haya contemplado (53/1985 de 11 de abril, relativa al aborto), mientras que en otras parece negarse la existencia de semejante derecho (160 y 161/1987, de 27 de octubre). Esta última es también la postura mantenida por el Tribunal Supremo, por ejemplo, en relación con la asignatura de Educación para la ciudadanía.
Sea como fuere, convendría que el legislador tuviera en cuenta este nuevo problema y tratara de resolverlo ponderando adecuadamente todos los intereses en juego. En un mundo tan especializado y plural como el nuestro, a lo mejor no resulta absolutamente necesario que todos los biólogos y los veterinarios, sin excepción alguna, posean ciertas habilidades prácticas, a costa de violentar la conciencia de un número significativo de ellos.
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