Hay, de hecho, dos cosas: ciencia y opinión. La primera genera conocimiento, la segunda ignorancia.
Hipócrates (circa 395 aC)
Si no conocen la peripecia personal y profesional de Edzard Ernst, que él mismo relata en menos de 200 páginas, les aseguro que es realmente fascinante. Es la inquietante historia de alguien que se embarcó en la búsqueda de la verdad y que en el camino encontró más problemas de los que nunca pudo imaginar. Siguiendo la tradición familiar, Ernst se formó como médico en Alemania, su país natal, y después de recalar en varios hospitales y centros de investigación en Londres, Múnich y Viena en 1993 obtuvo una cátedra en la Universidad de Exeter, la primera en el Reino Unido dedicada al estudio de la medicina alternativa. Según estipulaba su contrato, el nuevo catedrático tendría que averiguar, utilizando el método científico, qué terapias funcionan y cuáles no, y determinar los posibles efectos perjudiciales de distintas terapias alternativas.
En cuestión de pocos meses, el trabajo de Ernst y de sus colaboradores empezó a dar frutos en forma de publicaciones en revistas médicas. Parte de sus trabajos estaban basados en ensayos clínicos con pacientes. Estos representan un desafío porque requieren un diseño experimental riguroso que permita llegar a conclusiones válidas. Su primer trabajo consistió en evaluar una de las terapias alternativas más extendidas en el Reino Unido: la imposición de manos. En un principio, Ernst pensó en comparar los efectos sobre un grupo de pacientes con dolor crónico de cinco sanadores profesionales y cinco imitadores. Estos últimos eran actores entrenados para imitar las rutinas de los sanadores, pero, presumiblemente, incapaces de proporcionar a los pacientes ningún tipo de «energía sanadora». Los cinco sanadores protestaron porque decían que gracias al entrenamiento recibido los actores podrían llegar a emitir energía sanadora, con lo que la ausencia de diferencias entre los dos grupos no significaría que la imposición de manos no fuese eficaz. Finalmente, Ernst y sus colaboradores realizaron el experimento comparando cuatro grupos de pacientes. Dos grupos eran tratados por sanadores profesionales o por actores. El tratamiento que recibieron los otros dos grupos de pacientes consistió en colocar un cubículo junto a su cama: en unos casos un sanador profesional se ocultaba dentro del cubículo y en otros el cubículo estaba vacío. Tras unas semanas de tratamiento algunos pacientes experimentaron una considerable mejoría, llegando incluso a abandonar la silla de ruedas en la que habían acudido a las primeras sesiones de terapia. Sin embargo, los resultados demostraban claramente que no había diferencias entre los cuatro grupos. Esto significaba que la mejoría de los pacientes se debía exclusivamente al efecto placebo. La otra conclusión ineludible era que la imposición de manos no tenía ningún efecto real más allá del placebo. Algunos de los sanadores que participaron en el estudio suplicaron a Ernst que no publicase sus resultados. Hacerlo, decían, perjudicaría a muchos pacientes que dejarían de utilizar un tratamiento (la imposición de manos) que tenía claros beneficios. Sin embargo, Ernst los publicó convencido de que el deber de un médico es proporcionar a sus pacientes el mejor tratamiento posible, no un mero placebo.
Muchas de las publicaciones de Ernst y su equipo no eran ensayos clínicos sino revisiones: metaestudios en los que recopilaban toda la información disponible acerca de distintas terapias alternativas para intentar evaluar qué eficacia, qué riesgos y qué coste económico tenían. Una y otra vez el resultado obtenido fue el mismo: las terapias alternativas no son eficaces más allá de un posible efecto placebo. Algunos defienden las terapias alternativas argumentando que, aunque no sean eficaces, tampoco son perjudiciales. Sin embargo, los datos demuestran que algunas terapias alternativas tienen efectos perjudiciales. Un estudio de Ernst demostró que la manipulación espinal, un tipo de terapia quiropráctica, puede producir derrames cerebrales e incluso la muerte. Además, las bondades de una terapia no deberían juzgarse solo por la ausencia de efectos adversos. La bondad de una terapia debería de valorarse por la relación entre sus efectos negativos y positivos. Como las terapias alternativas no tienen efectos positivos conocidos (más allá del placebo) cualquier efecto negativo, por leve que sea, debería desaconsejar usarla. El balance en contra de las terapias alternativas es todavía más negativo si consideramos que muchos pacientes que recurren a ellas dejan de recibir tratamientos convencionales (basados en la evidencia) que verdaderamente podrían curarles.
No resulta sorprendente que, conforme crecía su reputación internacional y su lista de publicaciones, Ernst y sus colaboradores se convirtiesen en el enemigo a batir para los defensores de la medicina alternativa. Ernst se enfrentó a lo largo de su carrera a muchos y poderosos adversarios, pero nunca imaginó que el ataque más peligroso –el que tendría consecuencias fatales para su carrera– procedería de la casa real británica. El príncipe Carlos es un defensor acérrimo de la medicina alternativa y en varias ocasiones ha intentado forzar la incorporación de terapias alternativas al sistema de salud británico. Tras varias y sonadas escaramuzas con su alteza, los fondos que permitían a Ernst investigar empezaron a sufrir recortes hasta que finalmente la Universidad de Exeter decidió desmantelar el grupo de investigación y forzar a nuestro héroe a aceptar la jubilación anticipada.
La medicina alternativa, como dice Ernst, no existe; simplemente hay tratamientos que funcionan y tratamientos que no funcionan. Los tratamientos que funcionan acabarán, más tarde o más temprano, formando parte del arsenal terapéutico de la medicina convencional. Los que no funcionan son simplemente superchería, charlatanería, pseudociencia. Por cierto, ¿hasta cuándo va a permitir la Universitat de València que se impartan clases de medicina alternativa en sus aulas?