Belleza y elección de pareja

Lo que la biología evolutiva nos enseña 

https://doi.org/10.7203/metode.13.24205

Tendemos a considerar la belleza como el producto destilado de nuestra educación, la quintaesencia de nuestro refinamiento cultural. Además, a menudo destacamos el relativismo de la belleza. Por este motivo, muchos encuentran chocante que la percepción de la belleza, especialmente la belleza humana, tenga una clara explicación biológica, en gran medida independiente de nuestra educación y de nuestra cultura, y les sorprende descubrir que las características que definen la belleza no solo tienen sentido biológico, sino que además son universales, comunes a todos los miembros de nuestra especie.

Palabras clave: belleza, elección de pareja, evolución, psicología evolucionista, selección sexual.

La belleza se manifiesta de muy diversas maneras: la belleza de un paisaje, de una pieza musical, o de un teorema matemático. Pero hay un tipo de belleza sobre el que se ha escrito y discutido más que sobre cualquier otro. Se trata de la belleza humana, de la belleza de Homo sapiens, de nuestra propia belleza. A menudo se habla metafóricamente de la belleza interior de las personas, pero la que más nos preocupa y nos interesa es, sin duda, la belleza exterior: la que se refiere a nuestro cuerpo, y especialmente a nuestro rostro, y que en mayor o menor medida determina la percepción que otros tienen de nosotros. En los Estados Unidos, el gasto anual en productos de belleza supera al dedicado a educación o servicios sociales. Hace unos años, en Brasil el número de vendedoras de Avon duplicaba al de soldados en servicio activo (Etcoff, 1999). Tradicionalmente, la belleza se ha analizado desde el punto de vista del arte, de la filosofía, de la sociología, de la cultura… pero raramente se ha analizado desde una perspectiva biológica. En lo que a la belleza se refiere, algunos consideran que la biología ocupa una posición muy baja en la jerarquía explicativa. Más bien al contrario, la biología evolutiva nos proporciona algunas de las herramientas más potentes para intentar comprender la belleza. Los condicionantes socioculturales son sin duda importantes para entender nuestra percepción de la belleza, pero también lo es la biología evolutiva, y más concretamente la teoría de la selección sexual que formuló Charles Darwin hace más de 150 años. Muchos de los caracteres que consideramos bellos en la especie humana y en otros animales han evolucionado como señales sexuales diseñadas para hacer a sus portadores irresistibles frente a una posible pareja sexual. La selección sexual nos permite, por tanto, explicar la existencia de muchos caracteres que consideramos bellos en la naturaleza: el aroma y el colorido de las flores, el plumaje y el canto de un pájaro, las exhibiciones que utilizan muchos animales como preludio al apareamiento, e incluso, según algunos autores, la música, la poesía, y el humor en nuestra especie (Miller, 2000).

La percepción de la belleza

Existen dos malentendidos muy extendidos en torno a la belleza. El primero es que la belleza es una cualidad intrínseca de los objetos que consideramos bellos. Un problema similar plantea la definición del color. Para la percepción del color son indispensables dos elementos: un objeto que emita, refleje o transmita luz de una determinada longitud de onda, y un sistema visual (el del organismo que percibe dicho objeto). El color, por tanto, no es una variable física, como el peso o la altura, sino psicofísica. La luz que emite, refleja o transmite un objeto es, en principio, invariante, pero dado que los sistemas visuales difieren unos de otros, no podemos asumir que nuestra percepción del color sea la misma que la de otros individuos, ni siquiera de nuestra misma especie. El problema, evidentemente, se agrava cuando comparamos nuestra percepción del color con la de otras especies con sistemas visuales muy distintos al nuestro.

Como el color, la percepción de la belleza exige la participación de dos elementos: un objeto con unas determinadas características y alguien capaz de percibirlas. El proverbio inglés dice que la belleza está en el ojo del que la contempla, es decir, que la percepción de la belleza es subjetiva: lo que a unos les parece bello, a otros puede parecerles que no lo es. Esa persona que a nosotros nos parece irresistiblemente atractiva puede no despertar la misma admiración en otros. Pero si eso es cierto en el caso de la percepción humana de la belleza, aún lo es más cuando comparamos distintas especies. Nuestra idea de belleza no tiene por qué coincidir con la de un mono aullador, con la de un pájaro carpintero o con la de una hormiga. En realidad, la belleza está en el ojo de cada especie.

El otro malentendido es que la percepción de la belleza es exclusivamente producto del aprendizaje, de la socialización y de la cultura. Según esta interpretación, los cánones de belleza serían –como la moda– caprichosos, variables y estrictamente ligados a un determinado contexto sociocultural. Esos cánones podrían variar mucho en el espacio y en el tiempo y, por tanto, una persona que nosotros consideramos atractiva podría no serlo en otro tiempo o en otro lugar del mundo. Pero el ojo del proverbio inglés (aunque sería más correcto hablar del cerebro que analiza e interpreta la información que le proporciona dicho ojo) ha sido diseñado por la selección natural. Ese es el motivo por el que, a pesar de las diferencias que indudablemente impone la cultura, en esencia muchos de los criterios que nos llevan a percibir a una determinada persona como bella son universales. En el siglo XIX, el poeta Charles Baudelaire afirmaba que la belleza está compuesta por un «elemento eterno invariable» y un «elemento relativo y circunstancial»; este último dependiente de «la época, sus modas, sus morales, sus emociones». No se trata de buscar una dicotomía simplista del tipo «biología frente a cultura», sino de reconocer la importancia de la biología para entender el «elemento eterno invariable» de la belleza al que se refería Baudelaire. Los cánones de belleza no son meras invenciones culturales, como conducir por la derecha o la semana de siete días (Grammer et al., 2003; Symons, 1995).

Por ejemplo, una característica que hace a las mujeres atractivas a los hombres es que estas posean una cintura relativamente estrecha. Los hombres tienen las caderas proporcionalmente más estrechas que las mujeres y en ellos el cociente entre el perímetro de la cintura y el perímetro de las caderas se sitúa en torno a 0,9. En las mujeres, ese cociente es más variable; cuando se aproxima a 0,7 da lugar a la típica silueta en forma de reloj de arena. Numerosos estudios han demostrado que los hombres encuentran especialmente atractivas a las mujeres que tienen un valor del cociente cintura-cadera en torno a 0,7 (Singh, 1993). La preferencia por las cinturas relativamente estrechas se manifiesta por igual en hombres de sociedades industriales y preindustriales, y es independiente de que las mujeres estén más o menos gruesas o delgadas: las mujeres con un valor de 0,7 son más atractivas en cualquier categoría de peso (no obstante, estudios recientes destacan que otras variables, como el índice de masa corporal, también afectan al atractivo de las mujeres) (Singh et al., 2010; Singh y Singh, 2011). El hecho de que hombres pertenecientes a diferentes culturas y grupos étnicos coincidan en su valoración de lo que consideran atractivo en una mujer es uno de los principales argumentos a favor de la importancia de los factores biológicos en relación con la belleza.

¿Es posible que la preferencia por las cinturas estrechas sea una veleidad exclusiva de los tiempos actuales? Para contestar a esta pregunta, en un estudio reciente se midió el cociente cintura-cadera de mujeres consideradas bellas (como Venus/Afrodita) representadas en pinturas y esculturas desde el 500 a. C. hasta la actualidad (Bovet y Raymond, 2015). Para obtener datos sobre símbolos de belleza más modernos, los autores midieron también el cociente cintura-cadera de las modelos fotografiadas en las páginas centrales de la revista Playboy y de las ganadoras de los principales concursos internacionales de belleza entre 1921 y 2014. La idea subyacente es que tanto las obras de arte como las modelos deberían ajustarse al ideal de belleza de cada época y, por tanto, permitirían valorar hasta qué punto ese ideal ha ido cambiado con el paso del tiempo. Los resultados del estudio son reveladores: aunque los autores detectaron pequeñas fluctuaciones en el cociente cintura-cadera considerado ideal (por ejemplo, una ligera disminución desde el siglo XV hasta la actualidad), los valores se han mantenido aproximadamente constantes en torno a 0,7 durante los últimos 2.500 años.

Independientemente del peso, las mujeres con un cociente entre el perímetro de la cintura y la cadera de 0,7 son consideradas más atractivas que aquellas con un cociente mayor. En los hombres, este mismo cociente se suele situar en torno a 0,9. Estas proporciones las podemos ver reflejadas en las esculturas griegas de la época helenística, como por ejemplo en la Venus de Milo de Alejandro de Antioquía o el Apolo de Belvedere de Leocares./ Fotos: Livio Andronico 2013 CC BY-SA 4.0

Los que defienden que los cánones de belleza cambian con el tiempo suelen utilizar el ejemplo de las pinturas de Rubens para apoyar la idea de que, a diferencia de lo que sucede en la actualidad, durante los siglos XVI y XVII los europeos consideraban atractivas a las mujeres con sobrepeso. Sin embargo, hay estudios que demuestran que la preferencia por las mujeres corpulentas era una peculiaridad de Rubens no compartida por otros pintores del barroco. Si las pinturas de Rubens representasen el ideal de belleza femenino de su época, podríamos esperar que otros pintores del periodo barroco también hubiesen elegido mujeres con sobrepeso como modelos. En realidad, la mayoría de los pintores del barroco representaban en sus obras mujeres muy próximas al ideal actual de belleza femenina (Cloud y Perilloux, 2014). Además, la literatura de esa misma época coincide en describir las cinturas femeninas estrechas como hermosas y atractivas (Singh et al., 2007).

Darwin, Wallace y la selección sexual

La explicación biológica de la belleza tiene su origen, como casi todas las ideas importantes en biología, en el trabajo de Charles Darwin. Su segundo libro más conocido, después de El origen de las especies, fue El origen del hombre, una obra en dos volúmenes publicada en 1871. En ella, Darwin presentó una extensión de su teoría de la selección natural: la selección sexual. Mediante esta nueva teoría, Darwin pretendía explicar la evolución de caracteres, como la cornamenta de un ciervo o la cola del macho del pavo real, que no solo no parecen proporcionar ningún beneficio a sus portadores, sino que en muchos casos constituyen un claro estorbo a su supervivencia. Estos caracteres están presentes en muchos animales con reproducción sexual, especialmente en los machos, y su mera existencia supone un desafío a la teoría de la selección natural, que no debería permitir la evolución de caracteres que comprometen la supervivencia, ya que despilfarra tiempo y energía, y hacen a sus portadores más visibles a los ojos de los depredadores. La respuesta de Darwin a esta paradoja fue sorprendentemente sencilla, aunque tardó más de un siglo en ganar una aceptación generalizada por parte de la comunidad científica: esos caracteres evolucionan porque proporcionan a sus portadores una ventaja en la adquisición de parejas sexuales. Un tipo de caracteres, los armamentos, han sido seleccionados porque permiten a los machos competir con otros machos por las hembras o por los recursos necesarios para atraerlas (un territorio, una madriguera, etc.). En este apartado se incluyen las zarpas, las astas, los cuernos y los colmillos que poseen los machos de muchas especies animales. Otros caracteres, los ornamentos, también evolucionan en el contexto de la competencia entre machos, pero, en este caso, la competencia es indirecta: en lugar de pelear unos contra otros, los machos se exhiben ante las hembras intentando ser ellos –y no otros– los elegidos (Darwin, 1871). El ejemplo paradigmático de ornamento es la cola del pavo real.

Resulta fácil entender por qué la selección debería favorecer a los machos con los armamentos más eficaces, pero ¿qué ventajas obtienen las hembras al elegir machos más ornamentados? La respuesta a esta pregunta enfrentó a Charles Darwin y a Alfred R. Wallace, los codescubridores de la selección natural. Mientras que Wallace creía ver utilidad en los ornamentos de los machos desde el punto de vista de la selección natural (y por tanto dudaba de la necesidad de invocar a la selección sexual para explicarlos), Darwin apeló al gusto estético de las hembras para explicar sus preferencias. La idea de que las hembras de todo tipo de animales tengan capacidad de elegir y que sus gustos estéticos puedan servir como motor de la evolución de los ornamentos de los machos fue una de las más controvertidas en la obra de Darwin. Curiosamente, la teoría actual de la selección sexual incorpora elementos de las ideas de Wallace y de Darwin: las hembras eligen aquellos machos que son capaces de proporcionarles recursos materiales (alimento, protección, un lugar adecuado para poner los huevos o cuidar a sus crías), o que son portadores de genes que incrementan la probabilidad de que sus descendientes sobrevivan y consigan, a su vez, aparearse y tener descendencia, o que simplemente los hacen atractivos a las hembras. Como muchas de esas cualidades masculinas no son directamente observables, las hembras recurren a indicadores que sí son capaces de detectar y comparar (olores, colores, sonidos, movimientos). Esos indicadores son los ornamentos. Estos, por tanto, permiten a las hembras identificar a los machos de mayor calidad, con los que, llegado el caso, se aparearán y tendrán descendencia. El que los ornamentos de otras especies, como el canto o el plumaje de muchas aves, nos resulten atractivos sugiere que la selección ha operado sobre principios generales de diseño compartidos por todos o por la mayoría de los animales (por ejemplo, la conspicuidad o la simetría).

«La selección natural nos ha dotado de los mecanismos psicológicos necesarios para tomar decisiones con valor adaptativo»

Tal como la presentó Darwin, la teoría de la selección sexual explicaba las consecuencias de la selectividad de las hembras, pero no las causas evolutivas de esa selectividad. Darwin no consiguió explicar de manera satisfactoria por qué en la mayoría de las especies son los machos los que compiten por el acceso a las hembras, los que poseen los armamentos y los ornamentos, mientras que las hembras se muestran discretas, selectivas, exigentes y escrupulosas ante los avances de sus pretendientes (por supuesto, hay muchos matices y no pocas excepciones, pero estas también encuentran explicación a la luz de la teoría darwiniana). La clave la proporcionó un siglo más tarde el biólogo norteamericano Robert Trivers cuando aún era un estudiante en la Universidad de Harvard. Todas las diferencias entre machos y hembras pueden en último término trazarse a una diferencia esencial –primigenia– entre los sexos: en la mayoría de las especies con reproducción sexual, las hembras invierten en cuidados parentales más que los machos (Trivers, 1972). El pavo real es un claro ejemplo de una especie en la que los machos contribuyen a la reproducción únicamente con un puñado de espermatozoides. El macho y la hembra interactúan brevemente durante la cópula, y a partir de ese momento toda la responsabilidad del cuidado de la prole recae exclusivamente sobre la hembra. En otras especies, las diferencias en cuidados parentales entre machos y hembras no son tan grandes, y en algunos casos excepcionales, son los machos los que más invierten.

Las diferencias en cuidados parentales se traducen en una asimetría en el éxito reproductivo potencial de machos y de hembras. Esto significa que, en la mayoría de las especies, el número máximo de descendientes que potencialmente puede engendrar un macho es mucho mayor que el de una hembra, y por eso las hembras se convierten en un recurso limitado por el que compiten los machos. Pensemos en nuestra propia especie: en las cuarenta semanas que dura el embarazo de la mujer, un hombre podría, al menos en teoría, tener descendencia con decenas de mujeres distintas. No en vano, el número máximo de descendientes atribuidos a un solo hombre (los 888 hijos de Moulay Ismail, sultán de Marruecos) es un orden de magnitud superior al de una mujer (los 69 hijos que tuvo –fruto de 27 embarazos– Valentina Vassilyev, una campesina rusa).

Una consecuencia habitual de la selección sexual en animales y plantas es el dimorfismo sexual. Nuestra especie muestra un dimorfismo sexual moderado en el tamaño corporal: por término medio los hombres adultos son un 7 % más altos que las mujeres adultas (Font y Carazo, 2021). Esto sugiere que la especie humana no es inmune a la selección sexual, aunque presenta ciertas peculiaridades. De entrada, muchos hombres dedican tiempo y energía a los cuidados parentales. Es cierto que hay mucha variabilidad: algunos hombres apenas participan en el cuidado de su descendencia, mientras que otros son padres atentos y dedicados. Pero la contribución media de los hombres a los cuidados parentales es muy superior a la de cualquier macho de pavo real. No obstante, el pavo real es un caso extremo: en la mayoría de las especies de aves, tanto machos como hembras contribuyen al cuidado de las crías. De ahí que algunos autores afirmen que los humanos somos mamíferos con los cuidados parentales típicos de muchas aves.

Otra característica que los humanos tenemos en común con muchas aves es la formación de vínculos de pareja más o menos estables o cerrados. La combinación de vínculos de pareja y cuidados biparentales es probablemente la responsable de que en nuestra especie la elección de pareja sea mutua: tanto los hombres como las mujeres manifiestan claras preferencias por parejas con determinadas características relacionadas con su físico o con su comportamiento (Stewart-Williams y Thomas, 2013). En la mayoría de las especies, los machos compiten entre sí y las hembras eligen pareja; en consecuencia, son los machos los que poseen los armamentos y los ornamentos. En nuestra especie, los dos sexos son selectivos y compiten con miembros de su propio sexo por el acceso a las mejores parejas. Tanto hombres como mujeres poseemos ornamentos que nos hacen atractivos a los ojos del otro sexo.

Para la biología evolutiva, las diferencias ligadas al sexo no resultan en absoluto sorprendentes. A menudo, lo que beneficia a un sexo no es necesariamente lo que beneficia al otro. Cuando se da esa circunstancia, la selección puede favorecer la aparición de caracteres distintos en machos y en hembras. Uno de los resultados más llamativos de la psicología evolucionista1, una disciplina emergente que estudia el comportamiento humano utilizando una aproximación evolutiva, es que hombres y mujeres diferimos en el tipo de características que más valoramos en una pareja potencial. Al menos cuando se trata de establecer una relación a largo plazo, tanto hombres como mujeres buscamos una pareja que sea inteligente, divertida, que nos quiera y que se preocupe por nuestro bienestar y el de nuestra descendencia común. Otros caracteres, como el atractivo físico, también son importantes, pero –y ahí está lo interesante– hombres y mujeres no les conceden la misma prioridad: los hombres valoran mucho más que las mujeres el aspecto físico –la belleza– de una pareja potencial (Buss, 2016). Esto no quiere decir que las mujeres no valoren la belleza de sus parejas o que los hombres basen sus preferencias únicamente en el aspecto físico. Pero, por término medio, los hombres prestan más atención al atractivo físico de sus parejas que las mujeres. Las preferencias de personas gays y lesbianas coinciden con las típicas de su sexo biológico. Los hombres gays dan tanta importancia al aspecto físico de sus parejas como cualquier hombre heterosexual, mientras que las mujeres lesbianas tienen el mismo tipo de preferencias que las heterosexuales (Kenrick et al., 1995).

Estética evolutiva

¿Qué caracteres son los que hacen atractiva a una mujer? La evidencia disponible sugiere que los caracteres responsables de que encontremos atractiva a una mujer son comunes a diferentes culturas y grupos étnicos (Coetzee et al., 2014; Cunningham et al., 1995; Langlois et al., 2000). Los hombres encuentran atractivas a las mujeres con labios carnosos, piel uniforme y libre de imperfecciones, ojos claros, pelo largo y lustroso, pechos turgentes, simetría facial y corporal, piernas largas y, por supuesto, una relación cintura‐cadera próxima a 0,7. ¿Por qué precisamente estos caracteres y no otros? La respuesta de la psicología evolucionista es contundente: porque, en general, esos caracteres son indicadores de salud, fertilidad y calidad genética. A lo largo de nuestra historia evolutiva, aquellos de nuestros antepasados que se aparearon con mujeres con esos caracteres tuvieron, por término medio, mayor éxito reproductivo que los que se aparearon con mujeres con otros caracteres alternativos. Los caracteres que las hacen atractivas a los ojos de los hombres son, en términos estadísticos, buenos indicadores de la calidad y cantidad de descendencia que las mujeres pueden dar a sus parejas (Cloud y Perilloux, 2014). Otros caracteres, como los codos o la longitud del antebrazo, no lo son.

Tanto la fertilidad como el potencial reproductivo (el número de descendientes que probablemente tendrá durante el resto de su vida) de una mujer están estrechamente ligados a su edad, y ambos declinan rápidamente a partir de los veinte años. Además, la mayoría de las mujeres alcanzan la menopausia entre los 45 y 55 años. Ese es el motivo por el que un hombre que desee tener mucha descendencia haría bien en elegir una pareja joven, incluso si es mucho más joven que él. Algunos de los caracteres que hacen a las mujeres atractivas, como un cociente cintura-cadera de 0,7, permiten a los hombres identificar parejas jóvenes y, por tanto, fértiles y con gran potencial reproductivo, sin necesidad de consultar su partida de nacimiento. La fertilidad en los hombres no está tan estrechamente ligada a la edad, y por eso las mujeres no valoran tanto como los hombres la juventud de sus parejas; de hecho, muchas mujeres prefieren una pareja de mayor edad que ellas mismas. Pero la menopausia no es un fenómeno universal. En los chimpancés, por ejemplo, hasta las hembras de más edad son capaces de procrear. En consonancia, los machos de chimpancé no prefieren aparearse con las hembras jóvenes (Muller et al., 2006). En realidad, nuestra preferencia por hembras jóvenes es una rareza entre los primates.

Evidentemente, cuando nos sentimos atraídos por alguien es porque nos gusta, porque nos excita, porque su presencia activa en nosotros determinados circuitos neurales y secreciones hormonales. No es porque hayamos llegado a la conclusión, fruto de un cuidadoso estudio biométrico, de que emparejarnos con esa persona incrementará nuestro éxito reproductivo. No obstante, las relaciones entre individuos de distinto sexo tienen una elevada probabilidad de tener consecuencias desde el punto de vista reproductivo. Y es sobre esas consecuencias sobre las que actúa la selección. No hace falta entender la lógica evolutiva de nuestras preferencias sexuales para que estas hagan su trabajo. La selección natural nos ha dotado de los mecanismos psicológicos necesarios para tomar decisiones con valor adaptativo, no para entender por qué esas decisiones tienen consecuencias adaptativas.

Las preferencias sexuales de todo tipo de animales nos aproximan a su idea particular de belleza. Esas preferencias no son, en general, producto del aprendizaje o de la cultura. Son producto de la selección natural. Siempre habrá alguien dispuesto a descartar una explicación evolutiva argumentando que nuestras preferencias sexuales son la consecuencia lógica del aprendizaje y de la cultura. Pero sería muy extraño que nuestra especie fuese, de todas las que pueblan la Tierra, la única cuyo comportamiento no se hubiese visto afectado por el proceso evolutivo y por la selección sexual. De hecho, hay estudios que demuestran que, cuando se les da a elegir, los niños y niñas de pocos meses de edad exhiben ya una clara preferencia por los mismos rostros que los adultos consideramos atractivos, antes de que el aprendizaje, la socialización o la cultura pudieran haber tenido ningún efecto (Langlois et al., 1991). El hecho de que nuestras preferencias por parejas con determinadas características sean relativamente constantes en el espacio y en el tiempo y se ajusten a las predicciones de la selección sexual refuerza la idea de que los cánones de belleza no son una mera invención cultural. Los cánones de belleza son parte de la naturaleza humana.

Notas

1.  El término evolucionista es preferible a evolutiva para evitar la confusión con la psicología evolutiva que, sorprendentemente, no estudia la evolución, sino el desarrollo del comportamiento. (Volver al texto)

Referencias

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© Mètode 2022 - 115. Belleza y naturaleza - Volumen 4 (2022)

Catedrático del Departamento de Zoología de la Universitat de València (UV) y director del Laboratorio de Etología (e3) del Instituto Cavanilles de Biodiversidad y Biología Evolutiva (UV) (España). Es etólogo (Universidad de Tennessee, Knoxville, EE. UU.), y su investigación aborda diversos temas relacionados con el comportamiento animal, especialmente el comportamiento y la comunicación en lagartos. 

Neuropsicólogo. Graduado en Psicología y Máster en Psicología General Sanitaria por la Universitat de València (UV), y Máster en Psicología Clínica por ISEP. Actualmente trabaja en la implantación de un proyecto de ayuda a pacientes de ictus y sus familias en la Fundación JIMB (Valencia, España).