Cambio global y sostenibilidad

Globalizar la economía es mucho más que mundializar los mercados. Comencemos por aquí. La principal dificultad de la actual globalización económica es, a mi entender, que no existe. Seguramente debe ser muy osado afirmar esto. Suena a plato roto, a boutade para llamar la atención, ahora precisamente que las calles se llenan de manifestantes antiglobalización. Suene como suene, creo que no tenemos globalización de la economía mundial ni nada que se le parezca. En efecto, me resulta incomprensible que una miserable estrategia localista de mundialización de algunos mercados más o menos cautivos se denomine globalización. De hecho, creo que incluso mundialización es un término excesivo. La globalización, por fuerza, debe ser otra cosa.

¿Qué quiere decir «global»?

La exaltación del efecto invernadero como consecuencia de la combustión al por mayor de carbón y de hidrocarburos es un fenómeno global. En realidad, toda la atmósfera es un fenómeno global. Por eso, atmósfera y efecto invernadero constituyen un referente excelente a la hora de hablar de auténticas globalizaciones. A lo largo de millones de años, los gases desprendidos por la Tierra y retenidos gravitatoriamente han ido conformando, globalmente, esta membrana etérea que envuelve el planeta, una de sus singularidades más vistosas.

La atmósfera primitiva –ya entonces– era un vertedero, un espantoso lugar cargado de oxígeno, gas letal para los primigenios organismos anaerobios, que intentaban mantenerse alejados de él. Una amenaza para los anaerobios y una oportunidad para los aerobios, naturalmente, que encontraron la manera de hacer de la necesidad virtud. Al final, dióxido de carbono, oxígeno y vida llegaron a un compromiso que todavía dura, acentuado por los benéficos efectos filtradores de radiaciones y moduladores de los saltos térmicos dispensados por la burbuja gaseosa. Una burbuja nacida de las emanaciones y fijaciones globales, globalmente compartida y admirablemente regulada: a altitud constante, el aire tiene la misma composición en todo el planeta (contaminaciones a parte, por supuesto). La atmósfera está realmente globalizada.

Y nuestras emisiones gaseosas, también. En la vertical de cada país hay aumentos de CO2 de paternidad imposible de determinar. ¿De dónde procede cada molécula de los gases atmosféricos? No se puede saber porque el sistema está globalizado, se produce una libre circulación absoluta desde hace milenios. Y como el sistema está globalizado, también está globalizado el problema de nuestras emisiones excesivas. Una vez vertidos localmente los gases, se globalizan las consecuencias. ¿Y las responsabilidades? Las responsabilidades, según parece, ni se globalizan, ni se localizan: se disuelven…

Se disuelven, en efecto. Por eso los Estados Unidos se niegan, escandalosamente, a hacerse cargo de sus vertidos. Si las moléculas de CO2 llevasen banderitas, el mundo entero seria un volar constante de barras y estrellas… Recordémoslo: los Estados Unidos emiten el 36% del total mundial de gases invernadero (dióxido de carbono, metano y otros de menor importancia), en concreto 21 toneladas de CO2 por habitante y año. Según el Protocolo de Kioto –con el fin de que en el 2007 llegásemos a unos niveles de emisión global un 5,2% menores que en 1990 y así volviésemos poco a poco a la “normalidad”–, los Estados Unidos deberían reducir sus emisiones hasta situarlas un 7% por debajo de las de 1990. La realidad es que en el año 2000 emitieron un 11% más que en 1990…

¿De qué globalización hablamos, entonces? Brasil, un país que podemos considerar emergente y no demasiado atento a cuestiones ambientales, emite 1,6 toneladas de CO2 por habitante y año, es decir, se necesitan trece brasileños para emitir como un solo norteamericano. Pero brasileños y norteamericanos respiran de la misma atmósfera, bajo el mismo efecto invernadero en exaltación creciente. Por no hablar de ecuatorianos, albaneses o mauritanos. El problema sí que está globalizado; la responsabilidad de las actuaciones, no.

El modelo industrial convencional ha considerado que la atmósfera y los mares diluyen la contaminación. De manera que los residuos líquidos se vertían en corrientes de agua o directamente en los mares, mientras que los residuos gaseosos se emitían por chimeneas que, en algunos casos, superaban los cien metros de altura.
Foto: B. Borrell

Globalización más que ecología

Así que global de verdad sólo tenemos, de momento, el sistema planetario, el medio atmosférico, la biosfera en definitiva. La estrategia productiva de la sociedad industrial se ha basado tradicionalmente en el crecimiento de la facturación y en la externalización del máximo número posible de costes, los ambientales para empezar. Ahora la mundialización permite –nos permite– importar más recursos todavía que antes, exportar como nunca y externalizar todavía más conflictos que antes, todo ello a costa de comprometer más y más las posibilidades de una globalización auténtica.

Por eso la auténtica globalización plena es el objetivo final de la opción sostenibilista. La sostenibilidad es un proceso de internalización de parámetros, lo que, a la larga, no se puede conseguir si no es instaurando un sistema productivo y de distribución global. Otra cosa es que por todas partes se pueda encontrar de todo. Eso es la eficacia del comercio, no la mundialización de la economía. Y además no es nuevo. La Ruta de la Seda ya llevaba productos de un lado a otro del mundo, las caravanas de mercaderes hace siglos que atraviesan los desiertos y las compañías de Indias, inglesas u holandesas, siglos atrás, ya surcaban los océanos de punta a punta. Ahora ha crecido la intensidad del proceso, pero no ha variado demasiado su naturaleza, al fin y al cabo.

Naturalmente que hay diferencias y que, no sólo los productos valiosos, sino el más banal de los objetos cotidianos viene de quién sabe dónde, pero esto, en el fondo, no es cualitativamente nuevo. El cambio real está en las compañías que gobiernan estos procesos, en su estructura empresarial, en la procedencia de sus capitales y en sus estrategias de producción y de venta. El cambio consiste en la concentración local de poder de estas imponentes transnacionales y en la mejora de los procesos para imponer sus estrategias localistas. Internet funciona como un sistema global; las transnacionales, no.

El caso es que la idea de “desarrollo” ha permitido dividir falsamente la humanidad en dos grandes grupos: por un lado, los países industrializados o desarrollados y, por otro, los países no bien, escasamente o para nada industrializados, que son, según esta lógica, los subdesarrollados. Esto comporta que culturas milenarias, como las asiáticas, caigan en el descrédito subdesarrollado. De manera muy injusta, porque ciertamente son pobres, pero de ninguna manera subdesarrolladas. Así que industrializado, rico y occidental se convierten, subliminalmente, en términos correlativos de progreso y desarrollo, mientras que el inmenso bagaje cultural de una parte considerable de la humanidad –con expresa inclusión de mucha sabiduría empírica sobre el uso de los recursos naturales, por cierto– se ve arrinconado por la ventolera desarrollista, bastante a menudo operada por grandísimos bárbaros simplemente dotados de maquinaria potente o de resortes financieros decisivos.

En este contexto simplista e incluso perverso, la globalización neoliberal sería el nuevo evangelio al que se deberían doblegar los gentiles subdesarrollados. Nada nuevo, un vez más: los ricos del norte ya hace tiempo que enviamos misioneros a poner las ideas de los otros en orden. Solamente que ahora las iglesias matrices son sociedades mercantiles, más interesadas en tener clientes que conversiones. La vandalización ambiental que se deriva de esto es ciertamente enorme y conocida, desde los campos de petróleo nigerianos a las selvas tropicales, pasando por los vertederos y cementerios de residuos por todas partes, pero no tan brutal como la social. Por eso la indignación ecologista, que se está desplazando de las ballenas a las pateras, camina hacia una más amplia santa indignación civil. Dicho de otra manera: cuando en Frankfurt o en Filadelfia quieran pagar el periódico con francos ruandeses o con ringgits malayos, y cuando el precio del café o del cacao no se fije en la bolsa de productos de Chicago, la globalización de la economía comenzará a ser verdad.

Durante la década de 1950, el Gobierno de la URSS decidió crear una zona de regadío para cultivar algodón. Por eso utilizaron el agua de dos grandes ríos de Asia Central que desembocaban en el mar de Aral. En 1980, el agua aportada por los ríos a este mar se había reducido a la quinta parte y, en 1990, a la décima parte. En 1995, el nivel del mar de Aral se encontraba 15 metros por debajo del nivel de mediados del siglo xx, y su superficie se había reducido a menos de la mitad.
Imágenes cortesía de Earth Sciences and Image Analysis, NASA-Johnson Space Center. 17 mayo 2001. “Figure 4.2.”

El foro social mundial, un anuncio

El municipio de Porto Alegre me encargó un proyecto ambiental en la primavera de 1994, proyecto en el que estuve involucrado durante tres años. Fue entonces cuando conocí –poco, tengo que decir– a Olivio Dutra, Raul Pont y Tarso Genro, que para Europa y en aquella época sólo eran, o habían sido, unos desconocidos alcaldes de una casi ignorada ciudad de la otra punta del mundo. Cuando yo explicaba por aquí que en Porto Alegre los presupuestos municipales se redactaban, discutían y aprobaban en asambleas populares, la gente no se lo creía. Y cuando decía que el PT (Partido dos Trabalhadores) era una organización de izquierda marxista en el poder municipal y estatal –autonómico, diríamos nosotros– que subía de manera incontenible, ya todo el mundo me tomaba por loco. Olivio Dutra gobierna actualmente el estado de Rio Grande do Sul, Tarso Genro ocupa nuevamente la alcaldía de la ciudad y su compañero Luiz Inacio “Lula” da Silva es el nuevo presidente de Brasil.

No es extraño, entonces, que a François Hollande, primer secretario del PS francés, se lo comiera la envidia en Porto Alegre: “Si a nosotros nos aclamasen así…”, dijo cuando vió a Lula en olor de multitudes. No les aclaman así, y claro que no, y eso que entonces no podía ni imaginar el desastre electoral que sufriría el PS apenas tres meses más tarde… El caso es que, en Porto Alegre, Samir Amin, a sus reposados setenta años largos, no se privaba de colocar a Bush, Blair y Schroeder en el mismo bloque ideológico, obviamente el de la derecha o, como mucho, el del centro liberal, que son más o menos lo mismo, vistos desde el sur. Y es que el fondo del asunto está bastante claro: distintas alas de un pensamiento acomodaticio de derecha se han apoderado de la clase política occidental casi del todo, a la vista de lo cual, y después de unos años de desconcertada estupefacción, el mundo comienza a reaccionar y a mandarlos a paseo.

El Foro Social Mundial (FSM) es un toque de atención al respecto. La novedad absoluta es el estrecho maridaje de esta neoizquierda emergente –es decir, la izquierda de toda la vida puesta a la altura de las circunstancias– con una izquierda ecosocialista o, quizá mejor, una izquierda sostenibilista. Este “otro mundo posible” –por mejor, no simplemente por distinto– que reclama Porto Alegre es un mundo ajustado a los principios de la sostenibilidad económica, social y ambiental, es decir de la sostenibilidad tout court. El mismo FSM ha asumido estos principios en la última edición, la segunda, celebrada en el año 2002, porque la cuestión quedó en un segundo plano en la primera convocatoria, el año anterior. Ahora, este otro mundo posible que invoca el eslogan del FSM ya se basa en gran medida en los principios sostenibilistas que, tímidamente, comenzaron a aflorar en el Río del año 1992.

La vieja idea progresista de redistribuir con equidad se ve de esta manera redondeada con el principio de producir sólo lo que sea razonablemente necesario y con el menor número posible de externalizaciones distorsionadoras. Esto trastoca el modelo de una sociedad de consumidores que hacen funcionar la máquina económica –el ideal neoliberal, más o menos–, para ir al encuentro de un sistema productivo más sensato que se pone al servicio de la sociedad con el fin de satisfacer sus necesidades sin segarle la hierba bajo los pies. Si, como dicen los orientales, la felicidad es la ausencia de deseo, el modelo neoliberal falsamente globalizador debe ser la quintaesencia de la infelicidad, pues se basa en la constante renovación de deseos inalcanzables. En un mundo de recursos limitados, demografía globalmente creciente y expectativas personales en aumento, confundir la buena marcha económica con el crecimiento de la facturación es un error estratégico colosal. Por eso el modelo sostenibilista en un mundo de economía auténticamente globalizada es más que deseable: seguramente debe ser inevitable.

Sin embargo, es difícil pensar que la abigarrada gama de tipos, actitudes y proclamas que se expresó en Porto Alegre constituye una alternativa. No lo es. Es un anuncio. Es el anuncio de la alternativa. Ver a la socióloga Saskia Sasen, estudiosa de las ciudades globales, al lingüista Noam Chomsky, que viene a ser la izquierda de los Estados Unidos él solo, o al periodista Ignacio Ramonet, director de Le Monde Diplomatique, analizando el estado del arte delante de un atento auditorio de miles de personas de toda edad y condición, da que pensar. O también a José Saramago, Rigoberta Menchú, Adolfo Pérez Esquivel o el ya citado Samir Amin, para añadir sólo algunos de los muchos pensadores activamente presentes en el FSM de 2002. No puede ser que cincuenta mil personas, muchas de ellas cargadas de obligaciones y compromisos, se desplacen a Porto Alegre sin un motivo muy poderoso. El rescate de la equidad social y de la sensatez productiva global ciertamente lo es.

    Ahora bien, este anuncio no dará paso a la alternativa de verdad sin la oportuna concertación de muchas destrezas profesionales. Quiero decir que al acontecimiento debe seguir el proceso, la laboriosa secuencia de gestos creativos y productivos que presenta todo sistema que realmente funciona. Pero al servicio de las nuevas ideas sostenibilistas, naturalmente. Un profesor amigo, recién llegado de Harvard, me decía que sus estirados colegas se mostraban indiferentes tanto a Davos como a Porto Alegre: “quien sabe somos nosotros”, dice que le comentaban, engreídos, en la factoría de premios Nobel. Pues considero que no. El autismo tautológico de los agujeros negros del conocimiento no conduce para nada a la auténtica sabiduría, me parece. Justamente por eso en el mundo neoliberal falsamente globalizado y claramente insostenible sobran diestros –y siniestros…– y faltan sabios. Lo que necesitamos son sabios buenos y operativos. Doctos insensibles al servicio del mejor postor –que suele ser el peor– nos sobran. Creo yo.

Ramon Folch. Doctor en biología, socioecólogo, director d’ERF.
© Mètode 34, Verano 2002.

 

 

 

«La estrategia productiva de la sociedad industrial se ha basado tradicionalmente en el crecimiento de la facturación y en la externalización del máximo número posible de costes, los ambientales para empezar»

 

 

 

© Mètode 2013 - 34. Cambio global - Disponible sólo en versión digital. Verano 2002
Doctor en Biología, socioecólogo y presidente de ERF (Barcelona). Miembro emérito del Institut d’Estudis Catalans.