Entrevista a Luis González Reyes
«El capitalismo verde es un oxímoron que no puede existir»
Doctor en Química y educador ecosocial
El nombre de Luis González Reyes (Madrid, 1974) suena habitualmente en campos tan diversos como el ecologismo, la economía o la pedagogía. Miembro de Ecologistas en Acción, donde fue coordinador confederal durante nueve años, extiende su compromiso a otras experiencias insertas en la economía feminista, ecológica y solidaria como Entrepatios, El Arenero y Las Carolinas –proyectos dedicados a la vivienda, crianza y alimentación, respectivamente. Entre las diferentes publicaciones de las que es coautor, destaca el libro En la espiral de la energía (Libros en acción, 2014) que ha sido una referencia constante para los movimientos en defensa de una transición energética justa y sostenible.
Doctor en Química, desarrolla su actividad profesional colaborando con proyectos que promueven el cambio social y ecológico, como socio de la cooperativa Garúa y como responsable de educación ecosocial en la Fundación Hogar del Empleado (FUHEM). Conversamos con él en el marco de las III Jornadas de Educación Ecosocial «Construimos futuros ecosociales posibles y deseables», celebradas el pasado 21 de octubre en Valencia, para hablar del cambio educativo que se promueve y de las propuestas recogidas en el libro Decrecimiento: Del qué al cómo (Icaria, 2023), publicado junto a Adrián Almazán y con prólogo de Yayo Herrero.
¿Cómo definiría la educación ecosocial y en qué contexto surge este enfoque?
La educación ecosocial es la que capacita al alumnado para que se convierta en un agente activo para la construcción de sociedades democráticas, justas y sostenibles. El trabajo desde lo ecosocial cobra una especial importancia en el momento actual de fuertes crisis ambientales y sociales. Cuando pensamos en la educación, muchas veces creemos que es un servicio a las personas que tiene que valer para mejorar su vida. Pero a la vez también lo es para las sociedades, para la mejora colectiva. Ambos elementos solo se pueden enlazar a través de la mirada ecosocial. Solo vamos a tener vidas individuales dignas de manera universal si tenemos sociedades que sean justas, sostenibles y democráticas.
¿Cómo se puede llevar a la realidad de los centros educativos este planteamiento?
Necesitamos transformar lo que sucede en los tiempos extraescolares. Por ejemplo, en el comedor –un espacio habitualmente fuera de la lógica educativa– podemos introducir productos de temporada, de producción ecológica local y reducir la proteína animal, a la vez que explicamos las razones para este cambio. También necesitamos cambiar la propia infraestructura de los centros, porque no es lo mismo tener un patio diseñado para que los chicos –me refiero a los de género masculino– jueguen al fútbol a un espacio polifuncional que puedan aprovechar las personas de distintos géneros y capacidades. En tercer lugar, necesitamos cambiar el conjunto de la comunidad educativa. Cuando trabajamos grupos interactivos en los que las familias entran dentro del aula para participar del proceso educativo, estamos haciendo un trabajo de integración que sirve para la articulación de esa comunidad educativa. De alguna manera, es cambiar nuestra mirada hacia la educación, para que no solamente nos sirva para aprender matemáticas –que hay que aprenderlas– sino para que a la vez aprendamos justicia, sostenibilidad y democracia.
En los centros educativos que han adoptado este enfoque, la educación ecosocial empieza a atesorar un cierto recorrido. ¿Qué valoración hacéis del trabajo de estos últimos años?
Cuando empezamos, nadábamos en un gran océano en el que había unas poquitas islas, pocas experiencias y, en general, bastante desconectadas. En los últimos años la transformación ha sido muy importante. De pronto, nos encontramos con un montón de centros educativos que están haciendo cosas muy interesantes, materiales didácticos que parten realmente de la perspectiva ecosocial y gente que los pone en marcha. Así que, aunque las islas no han dejado de serlo, cada vez se parecen más a archipiélagos con niveles de conexión mucho mayores. Creo que estamos en un momento previo a un posible salto de escala en el que la educación ecosocial se convierta en una realidad bien acogida por una parte muy importante del profesorado.
Más allá de la cuestión educativa, ha hecho referencia a un escenario de crisis ambientales y sociales. En su último libro se plantean una serie de propuestas de transformación que respondan a este escenario desde la perspectiva del decrecimiento. ¿En qué se concretan?
Planteamos cómo avanzar hacia una sociedad que use menos materiales y energía, articulada partir de lo local –a nivel económico, cultural y político– y que, por lo tanto, sea una sociedad altamente diversificada. Una sociedad cuya producción esté también inserta en el funcionamiento de los ecosistemas, lo cual ya sería un primer avance. A esto habría que añadirle que una sociedad decrecentista sería una sociedad en la que tuviésemos repartida la riqueza y el poder; es decir, una sociedad en la que rompamos esta tremenda desigualdad que tenemos.
El término decrecimiento se asocia habitualmente –en especial por parte de sus detractores– como un sacrificio, cuando no directamente un retroceso social. Pero, ¿cree que sería posible, por el contrario, una reducción del consumo que no implique una pérdida de lo que llamamos calidad de vida?
¿Qué elementos consideramos determinantes para la calidad de vida? Podríamos recoger varios, pero yo voy a centrarme en dos. El primero es que necesitamos unos consumos energéticos y materiales mínimos para tener una alimentación saludable, un cobijo que nos resguarde y para poder relacionarnos con el resto de personas, entre otras muchas cosas. No vamos a vivir del aire y esto nos lleva a replantearnos cómo vamos a garantizar esos insumos energéticos y materiales. Por ejemplo, podemos alimentarnos con un modelo agroindustrial que está destrozando el entorno, o podemos pensar en un modelo alimentario basado en la agroecología, la permacultura o los bosques comestibles. Son miradas totalmente diferentes pero que sirven de alguna manera para obtener el mismo elemento. En la propuesta decrecentista, esas bases mínimas de consumo material y energético las podemos garantizar. Pero esto no es lo único que necesita el ser humano. Algunas de nuestras necesidades básicas son el afecto o el entendimiento. Esto lo hacemos con otras personas, no entendemos el mundo en solitario sino construyendo conocimiento de forma colectiva. Necesitamos también protección, en tanto seres vulnerables que somos. Nos necesitamos los unos a las otros. Gran parte de esta socialización en nuestra sociedad está rota. Tenemos sociedades atomizadas en las cuales, en lugar de conseguir relaciones de apoyo mutuo, muchas veces lo que conseguimos son relaciones de depredación mutua, o por lo menos se nos incentiva a ellas. La propuesta decrecentista generaría una capacidad de satisfacer nuestras necesidades de socialización mucho mejor que lo que estamos viviendo. Así que para nada es una ruptura con la calidad de vida o una pérdida de ella, sino una resignificación para conseguir calidades de vida mucho mayores que las actuales.
¿Cuáles serían, por tanto, las diferencias en la manera de producir de una sociedad decrecentista?
En el libro proponemos varias líneas con esta idea fuerza. Una primera es trascender del capitalismo hacia otros modelos sociales. Ahora mismo las personas, para satisfacer nuestras necesidades, requerimos del mercado, donde compramos los bienes y servicios. Para comprarlos necesitamos dinero y para obtenerlo tenemos que encontrar un empleo que mantendremos si la actividad económica de esa empresa va bien. En general depende de que el conjunto del sistema funcione bien, en un entorno altamente competitivo que requiere de ese crecimiento infinito. Esto nos está llevando al desastre social y ambiental. Necesitamos romper con esto y recuperar nuestra autonomía. No depender del mercado para satisfacer nuestras necesidades, sino satisfacerlas en comunidad, no en solitario porque tampoco podríamos. Y una segunda línea de transformación es que necesitamos que nuestra economía funcione acoplada a los ecosistemas. Esta no puede ser una economía basada en el sector terciario ni secundario, sino en el primario, porque es la única que realmente puede funcionar armónicamente con los ecosistemas. Y hacerlo, además, enfocada bajo el paradigma agroecológico, que es como funcionan los sistemas naturales. Esto es acoplar nuestra vida a los sistemas naturales.
Este cambio que se propone en el libro parte de un análisis del marco cultural en que nos movemos. ¿Cuáles son las principales críticas que hacen?
Nuestro marco cultural se caracteriza por elementos como la competitividad y el individualismo. Y, ¿por qué? Esto no es porque los seres humanos seamos intrínsecamente individualistas o competitivos. Podemos, a la vez, ser altruistas, solidarios… esto también es parte de lo que somos. ¿Qué hace que en algunas ocasiones seamos individualistas y otras solidarios? Nuestra tesis es que esto viene configurado, en gran parte, por el entorno; si tenemos entornos que gratifican ese individualismo, vamos a conformar sociedades individualistas, pero si tenemos entornos donde se gratifique la solidaridad, conformaremos sociedades mayoritariamente solidarias. Nuestras sociedades ahora mismo gratifican, y mucho, la competitividad y el individualismo, porque es la única forma en la que, dentro de este mercado hipercompetitivo, somos capaces de mantener un nivel de ingreso mínimo que nos permite satisfacer nuestras necesidades. Necesitamos otras formas de vivir para tener otras formas de pensar. Tenemos que cambiar nuestras cotidianidades, nuestros hábitos, nuestros entornos. No es la opinión pública lo que cambia a las sociedades, sino más bien son las prácticas públicas las que lo hacen.
¿A que se refieren en el libro cuando hablan de «construir comunalismos»?
La construcción de comunalismos pasa por que las personas nos autoorganicemos, porque nadie nos va a hacer los deberes. Nuestra vida es nuestra y tenemos que tomar el poder sobre ella. Este poder empieza por ser capaces de satisfacer nuestras propias necesidades de manera autónoma coordinados con otras personas. Así, construir comunalismos significa hacer huertos en los barrios que nos permitan cultivar alimentos, que nos sostengan y que creen comunidad. Significa establecer comunidades energéticas en las cuales recuperemos la autonomía sobre la energía. Significa que nos hagamos cargo de nuestros procesos educativos, y que a la hora de pensar quién determina el currículo, nos organicemos con las familias para convertir los centros en comunidades de aprendizaje. En definitiva, significa organizarnos en sociedad para satisfacer nuestras necesidades de manera autónoma, justa y en paz con el planeta.
En vez de abordar esta transformación profunda de la sociedad, ¿no sería más sencillo llevar a cabo un programa de reformas, una especie de Green New Deal, que permitiera avanzar hacia un capitalismo más verde?
Creo que esta propuesta en 1970 tenía más solidez que en 2023 porque realmente no estábamos chocando con los límites ambientales ni en un periodo de continuas excepcionalidades. Teníamos tiempo para ir haciendo esas pequeñas reformas que nos abriesen el campo a cambios más radicales, pero esto ya no está sucediendo. Desde nuestro punto de vista, el capitalismo puede ser más o menos predador, pero no puede dejar de serlo. Puede avanzar hacia unos ritmos de degradación ambiental y social más rápidos o más lentos, no todos los formatos del capitalismo son iguales, pero no hay un capitalismo justo y sostenible. Y no lo hay por su propia esencia. El capitalismo necesita reproducir continuamente el capital en un entorno altamente competitivo y esto obliga a un continuo crecimiento en la actividad económica. Como este crecimiento no se da sin consumo material y energético, esto conlleva una degradación ambiental. Si además esto viene apareado de una presión constante para rebajar las condiciones laborales que permita mantener esa competitividad, lo que tenemos son procesos de degradación social y aumento de las desigualdades. Y estos solo se han revertido parcialmente en algunos momentos históricos fruto de luchas sociales. Por tanto, el capitalismo verde es un oxímoron que no puede existir.