When Science is Scary. Social Reaction to New Technologies
From the outset, almost all technological advances have, to a greater or lesser extent, stirred up suspicion – ranging from simple scepticism to total revulsion. However, the most notorious case is perhaps one of the most recent: the rejection aroused by genetically modified organisms (GMOs).
Este monográfico aborda un clásico. Un clásico de la divulgación científica y de la filosofía de la ciencia, pero también de la ciencia ficción: la percepción social de los peligros derivados de las actividades científicas. En estas páginas se hablará de energía nuclear, de robótica, de física de partículas e incluso de una disciplina casi neonata: de biología sintética. Un cóctel tecnológico formado por ramas de la ciencia que tienen en común tres características: la primera es la potencia. Sólo lo capaz de conseguir cosas remarcables nos puede dar miedo. La segunda, la novedad. Todas las ramas de la técnica que analizamos aquí tienen una historia relativamente reciente –una década en el caso de la biología sintética, o seis, en el caso de la energía nuclear civil–. Y la tercera, quizá el aspecto más importante para explicar el rechazo que despiertan, es la mezcla entre el carácter artificial y la percepción de una cierta ambigüedad –oscuridad– de sus resultados.
«Cuando se le piden predicciones con un margen de error cero, el científico honrado dirá que es imposible conocer todas las consecuencias de una nueva tecnología. Y eso se percibirá como una advertencia de catástrofe inminente»
Casi todos los avances tecnológicos han provocado, de entrada, una suspicacia más o menos intensa, desde el simple escepticismo hasta la repulsión más directa. Pero el caso más notorio es quizá uno más bien reciente: el rechazo que despiertan los organismos genéticamente modificados (OGM). Este tema se trató en un número anterior de Mètode (59), así que no nos extenderemos de nuevo en él. Sin embargo, en cualquier caso, el debate originado por la comercialización a gran escala de plantas modificadas genéticamente ha servido –y mucho– para prevenir a la comunidad científica y para permitirle prever cuál puede ser la reacción social frente a otras tecnologías emergentes si la difusión de información no se hace correctamente. Desgraciadamente, este error se ha dado en el caso de los OGM: no se han explicado bien.
Y de la misma manera que ocurrió con la biotecnología, cualquier otra rama de la ciencia que sea nueva y potente, si se percibe como poco clara, tiene el camino libre para producir un rechazo público ciertamente justificado.
Científicos y ecologistas
La pasada primavera de 2009 me enteré de una exposición de Greenpeace sobre los transgénicos instalada en la entrada del Jardín Botánico de la Universitat de València. Lo que se decía en ella no me dejó indiferente y lo comento en el recuadro adjunto, porque podemos aprender mucho del mensaje de los ecologistas más comprometidos con la lucha anti-OGM. No tanto por la información que nos dan sobre el peligro de las diferentes tecnologías (de hecho lo que hacen es divulgar, con una fidelidad discutible, resultados de experimentos científicos), sino por la interpretación que de estos resultados hacen. Quizá es muy duro decirlo así, pero el hecho es que, en todos los debates en los que participan científicos y ecologistas, los científicos nos comportamos como científicos y los ecologistas… como personas. Es decir, los ecologistas son próximos, cautelosos, se preocupan por el futuro, hacen preguntas que a menudo los científicos no pueden contestar. ¿Qué pasaría si…? ¿Y dentro de diez años? ¿Y dentro de mil años? ¿Se puede estar totalmente seguro de que no pasará nada? ¿Al cien por cien? En un debate televisado entre un científico competente y un ecologista inteligente, éste último arrasará, porque cuando se le piden predicciones con un margen de error igual a cero, el científico honrado dirá, probablemente, que es imposible conocer todas las consecuencias de una nueva tecnología y, sobre todo, que no se puede excluir que una tecnología tenga algún efecto nocivo para la salud humana. Y eso los televidentes lo percibirán sin duda –equivocadamente– como una advertencia de catástrofe inminente.
Pongamos un ejemplo concreto: ¿se puede excluir que comer yogur con miel aumente las posibilidades de sufrir –digamos– cáncer de piel? Pues, a priori no se puede excluir (en ciencia nada se puede excluir a priori!) y además no es fácil de demostrar que no sea así, porque los estudios médicos como los que se necesitarían para investigar la relación entre el yogur, la miel, el sol y el cáncer son muy complejos. Habría que elaborar un estudio epidemiológico, donde se estudiaría una gran muestra de individuos que comen yogur con miel y se compararía la proporción de los que han sufrido un melanoma con respecto a aquellos que también lo han padecido pero no toman yogur con miel. El problema es que a menudo las comparaciones de este tipo son muy malas estadísticamente, porque muchas veces lo que se estudia (yogur y miel, aquí) se asocia con otras características del estilo de vida que nos pueden hacer llegar a una conclusión falsa. Por ejemplo, es probable que si estudiamos con detalle mil personas que comen habitualmente yogur con miel, y las comparamos con mil que no lo hacen, constatemos que muchas de las primeras quizá tratan de hacer una vida un poco más sana y por eso comen más sano (y eso incluye poner miel al yogur en lugar de azúcar). Pero parece lógico pensar que, dentro de este esquema de vida sana, se incluya también el ejercicio físico al aire libre. Al sol. Y la exposición al sol aumenta, y mucho, las posibilidades de sufrir un cáncer de piel. De esta manera, podríamos concluir –erróneamente– que hay una relación entre el yogur con miel y el cáncer, cuando muy probablemente no es así.
Este ejemplo es inventado, pero los hay reales, y son mucho más llamativos. Hace pocos años, un trabajo publicado en una revista científica copó las portadas de muchos diarios con el siguiente titular: las mujeres que practican sexo oral a sus compañeros tienen menos probabilidades de sufrir cáncer. Obviamente este estudio, aparte de revelar que algunos científicos son francamente retorcidos escogiendo temas de investigación, dio lugar a muchas bromas. Pero el ejemplo es muy interesante. Y es que basta pensar un poco para ver algunas de las posibles causas que han dado lugar a una conclusión tan poco creíble: ¿no será que las mujeres que dicen practicar sexo oral (sea verdad o no) son más, digamos, modernas o vivas? ¿Y no será que quizá van más al ginecólogo que las que dicen que eso del sexo oral no, que nunca jamás? Porque si es así, es lógico que las primeras tengan una probabilidad un poco más baja de sufrir cáncer, porque el desarrollo de esta enfermedad, en buena medida, se puede prevenir con revisiones médicas periódicas e intervenciones profilácticas (eliminando pólipos precancerígenos, por ejemplo).
Con estos ejemplos no quiero decir que las relaciones causa-efecto sean imposibles de establecer para los científicos. En absoluto. Se sabe con total seguridad que el tabaco o el abuso de alcohol tienen efectos devastadores sobre la salud, como también se sabe que la exposición masiva a los rayos X es muy perjudicial (por desgracia mucha gente recibió dosis altísimas de radiación antes de que se descubrieran estos efectos negativos). Y con respecto al yogur, la miel y el sexo oral, lo que podemos decir es que de momento no tenemos pruebas que indiquen que son carcinogénicos, y por tanto lo más lógico es considerarlos no peligrosos en este sentido. Pero esta conclusión se puede alterar si, en un futuro, se descubren nuevas pruebas que pongan en duda esta afirmación. Así de voluble es la ciencia. Acepta una cosa hasta que no se demuestre lo contrario. Porque cuando se demuestra lo contrario, los científicos no deben tener ningún problema en modificar la teoría vigente.
«Las nuevas tecnologías se ven con recelo, quizá porque a la sociedad actual le cuesta aceptar el grado de incertidumbre con el que estamos acostumbrados a trabajar los científicos»
Eso, sin embargo, no nos debe hacer pensar que cualquier cosa que digan los científicos es una verdad transitoria y, por tanto, arbitraria. La ciencia se equivoca a menudo, cierto, pero acierta aún más a menudo. Usted, lector no estaría leyendo esto si no fuera por los avances científicos en medicina: antibióticos, vacunas, cirugía, drogas terapéuticas… ¿Cuál sería la esperanza de vida en Europa sin la ciencia? Sin embargo, a pesar de todo, las nuevas tecnologías se ven con recelo, quizá porque a la sociedad actual le cuesta aceptar el grado de incertidumbre con el que estamos acostumbrados a trabajar los científicos.
Ahora estoy acabando este artículo. He pasado un buen rato ante el ordenador. ¿Quiere decir eso que las radiaciones de la pantalla me han afectado de manera irreversible y que soy, sin saberlo, una víctima más de una tecnología cuyos efectos negativos no se han estudiado lo suficiente? Pues, por lo que sabemos, nada indica que la exposición a la pantalla de un ordenador, aparte de la fatiga visual y de postura que conlleva, sea particularmente nociva, y por tanto, probablemente, no me pasará nada. Probablemente.
El discurso catastrofista
Greenpeace. Su opinión es muy importante. No sólo por la influencia de esta ONG sobre las decisiones de los políticos, sino, muy particularmente, por el carácter representativo que lo que dice Greenpeace tiene sobre la opinión de la población general. Los miedos de los ecologistas son los miedos de la gente (o acaban siéndolo) y estos miedos son muy reales, y por lo tanto los debemos tener muy en cuenta. Pero el discurso catastrofista tampoco es forma de afrontar la evaluación de la seguridad de una determinada tecnología científica, sobre todo cuando se manipulan los resultados científicos y, más que informar, se desinforma. En la exposición que Greenpeace montó en 2009 en el Jardín Botánico de la Universitat de València sobre los transgénicos había una gran cantidad de afirmaciones discutibles: se hablaba de un estudio aislado que muestra los efectos nocivos en órganos internos de ratas alimentadas con el maíz transgénico MON863, pero no se habla de las revisiones de este estudio, hechas por la Unión Europea y el gobierno de Australia, por ejemplo, que afirman tajantemente que de este trabajo no se puede concluir que exista ningún riesgo asociado con la ingesta de este maíz. En otras palabras: el estudio citado se considera erróneo. Más medias verdades: la prohibición en el Estado español de la variedad Bt176 es muy cierta, pero no se hizo por los riesgos sobre la salud humana (de hecho, no se conoce ninguno) sino por una variabilidad en la expresión génica que no la hacía adecuada para el control de plagas. De las medias verdades pasamos a las hipótesis sin base que se formulan como si estuviesen demostradas: Greenpeace dice que uno de los riesgos de los transgénicos es que conllevan la aparición de nuevas sustancias tóxicas con efectos nocivos para el hígado y los riñones… pero si ningún estudio lo demuestra, eso no es más que una posibilidad teórica, y se debe considerar falso hasta que no se demuestre. Y no se ha demostrado, aunque muchos estudios se han centrado en este tema. Y finalmente, una última media verdad: la financiación de los estudios sobre los efectos de los OGM la hace la misma industria biotecnológica. Naturalmente. Pero no exclusivamente. Investigación independiente sobre los riesgos de los transgénicos, haberla hayla, y mucha… Dejamos para el lector crítico el análisis del resto de afirmaciones que se pueden leer en la foto de la página siguiente.