Entre necesidad y excesos

Una perspectiva socioantropológica de la alimentación

Necessity and Excess. A socio-anthropological perspective of nutrition. Here the author conceives the consumption of food from the socio-anthropological viewpoint; i.e. the potential destruction of foodstuffs through their more or less prolonged use, and always with a socio-cultural purpose. In late modernity, and particularly in the so-called First World, eating habits (like consumption in general) has become a way to look for safety, well-being, freedom and identity. This consumption is also object of social control by peer groups, family, Administrations, private companies, medical staff and the media. Moreover, eating can be a source of satisfaction, dissatisfaction and social condemnation. This is clearly illustrated by over-eating (in particular obesity) commonly understood in the context of excessive eating and/or life styles. Then, there is the other side of the coin concerning human nutrition, where one can find an important lack of food, not only, but particularly in societies occupying the outer perimeter of the world economy.

«La delgadez no es una gran desventaja para los hombres: no tienen menos vigor, y están más ágiles […]. Pero es una desgracia temible para las mujeres; porque para ellas la belleza es más que la vida, y la belleza consiste sobre todo en las curvas redondeadas y en la curvatura graciosa de las líneas.» Brillat-Savarin.

La alimentación contribuye a satisfacer las necesidades energéticas y de mantenimiento del organismo humano, a través de los nutrientes. Esta función se diferencia de otras que radican en cómo los humanos conceptuamos qué, cómo, con quién, dónde, cuánto y cuándo comemos. Para entender la alimentación humana –y sus dos extremos, hambre y obesidad– es necesario un enfoque que no parta estrictamente del ser humano a escala biológica ni de las propiedades nutritivas de los alimentos, sino también de cualidades de orden social y material que pasan por la selección cultural de recursos, técnicas y categorías de individuos. Esa es justamente nuestra propuesta.

Hacia una visión socioantropológica de la obesidadt

La Encuesta Nacional de Salud de 2001 muestra que, en España, el 13,65% de la población mayor de 20 años padecía obesidad. En 1997, era el 13% y en 1993, el 9,4%. Ello revela un ascenso progresivo del número de personas obesas. Un estudio elaborado en 2004 por el Colectivo IOE ofrecía datos en esa línea, aunque indicaba una estabilización de la cifra en 2003. Para las autoridades sanitarias esas cifras caracterizan un problema de salud que urge resolver y prevenir. Pero, ¿cuáles podrían ser sus causas?

Un exceso acusado de masa corporal puede darse en sujetos con una tendencia genética a que su metabolismo lo desarrolle. Pero ésta puede actuar de forma más o menos acusada o incluso puede llegar o no a declararse según ciertos factores socioculturales. Dos de ellos suelen ser reconocidos públicamente como causas de obesidad: el sedentarismo y los malos hábitos alimentarios. El tercer factor lo hallamos en la interacción y relación de la persona definida como obesa (o propensa a serlo) con otros agentes.

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Población obesa en España. Las estadísticas muestran un aumento progresivo de la obesidad en los países desarrollados. Es el caso de España, como se puede observar en el gráfico, donde este aumento de las tasas de obesidad ha tenido más incidencia en las mujeres. / Font: INE.

En las sociedades modernas es característica la capacidad de disponer, de forma estable, de abundantes alimentos con un derroche relativamente escaso de energía humana. Los procesos de mecanización, la implantación de las nuevas tecnologías y el desarrollo de los medios de transporte han contribuido decisivamente a ello. Ese sedentarismo se suma a un gran consumo de proteínas de origen animal y azúcares simples y a la escasa ingesta de fibra e hidratos de carbono complejos para producir sobrepeso y, en última instancia, obesidad. Los humanos tenemos una predisposición innata a los sabores dulces y a aquellos alimentos que producen mayor sensación de saciedad, lo que explica nuestra especial valoración de carnes y azúcares (Harris, 1989; Contreras, 2002). En los países del llamado Tercer Mundo, a mayor nivel de renta se da más consumo de carnes. En Jamaica, por ejemplo, el 25% más pobre de la población obtiene la mayor parte de proteínas de la harina de trigo, mientras que el 25% más rico lo hace de pollo y vacuno. En los países del llamado Primer Mundo, el consumo de carnes grasas y azúcares se ha extendido en toda la escala social con la popularización de los establecimientos de fast food que responden, además, a las expectativas de consumidores para quienes el hedonismo se ha convertido en valor esencial y fuente básica de identidad. En el terreno de la alimentación, ello se refleja en la búsqueda del goce y la gratificación fugaz e inmediata. Pero al mismo tiempo, esos sujetos tratan de construir una imagen gratificante de sí mismos siguiendo un ideal estético. Al sedentarismo y al consumo de grasas y azúcares hay que sumar, entonces, la imagen que esos mismos sujetos consumidores tienen de las grasas y de la gordura.

«La publicidad usa un discurso médico-nutricional que sanciona con terminología nutricional y figuras facultativas el consumo de ciertos alimentos»

En las sociedades modernas se ha desarrollado cierta conciencia nutricional, de modo que hay una mínima noción de una relación entre alimentación y salud. A principios del siglo XIX, entre médicos y compañías de seguros, empezó a proliferar el uso de estándares de peso como indicador de salud, con lo que se comenzó a considerar el sobrepeso un factor de riesgo. La publicidad ha acabado añadiéndose a ello. El marketing alimentario aspira a presentar los productos como solución a cualquier necesidad y/o deseo, sea de salud o estética, entre otras. Particularmente delgadez, juventud y ejercicio físico han devenido algo admirable y saludable, mientras calorías y grasas han sido definidas como enemigo público. Aunque las grasas se asocian al sabor de los alimentos, son condenadas socialmente (en particular las saturadas).

Grupos de iguales, familia, administraciones, empresas privadas, estamento médico y medios de comunicación socializan al sujeto en el consumo y también en esa imagen de las grasas y de las personas «gordas». Todos ellos pueden contribuir a la definición de la obesidad como problema y al mismo tiempo agudizar sus consecuencias. De un lado, establecen cierta condena moral de la gordura, al caracterizarla como desviación social. Por otra parte, los especialistas médicos acaban colaborando de forma contundente en una condena ya no de las grasas, sino de la gordura, al indicar que el peso puede ser síntoma de riesgos para la salud. El proceso de medicalización de las sociedades modernas (aquel con el que el discurso médico se ha erigido en uno de los que disfrutan de mayor legitimidad social) hace que se puedan legitimar científicamente las dietas y regímenes de pérdida de peso e incluso el consumo de ciertos productos como algo independiente de riesgos reales (Poulain, 2002). Así, la publicidad usa un discurso médico-nutricional que sanciona con terminología nutricional y figuras facultativas el consumo de ciertos alimentos. Es el caso, por ejemplo, de la nueva generación de productos lácteos cuyas propiedades se equiparan a las de un medicamento.

«En las sociedades modernas es característica la capacidad de disponer, de forma estable, de abundantes alimentos con un derroche relativamente escaso de energía human»

Socialmente la persona «gorda» suele ser definida en las sociedades modernas como bondadosa, contenta, agradable y graciosa, pero en ocasiones también como tonta, sucia y avara. Podemos encontrar numerosos ejemplos cinematográficos o televisivos contemporáneos que ilustran algunos de estos valores en sus caracterizaciones de lo que podríamos considerar contrahéroes, en unos casos, o villanos, en otros. Es el caso de Oliver Hardy, Rousanne Barr o algunos personajes que actrices y actores como Robert de Niro, Charlize Theron o René Zellweger han interpretado después de tener que engordar. Paradójicamente esos papeles contrastan con unos intérpretes a cuyo éxito contribuye el mérito reconocido de haber tenido que engordar para después volver a adelgazar y quedar como eran, con cuerpos signo de glamour. Y es que en las sociedades modernas las hechuras esbeltas y delgadas son el modelo ideal. Cuando alguien es definido como «gordo», puede incluso identificarse con el papel social que se le atribuye, por ejemplo, comportándose como el gracioso del grupo de iguales. Pero la imagen de la obesidad puede llegar a dificultar la movilidad social y laboral.

El ideal estético de delgadez del Primer Mundo resulta contradictorio con la popularización del sedentarismo y el consumo de grasas y azúcar, que está causando el aumento de la obesidad. / M. Lorenzo

Comer puede ser fuente de placer sensitivo y seguridad. Probablemente por ello es una posible respuesta a situaciones de ansiedad. En el caso de las personas obesas o con sobrepeso, se puede comer compulsivamente para tratar de recuperar la autoestima, con la consecuencia paradójica de contribuir al aumento de masa corporal y, con ello, a la propia discriminación como persona «gorda».

Pero la definición de la obesidad y el sobrepeso como un problema no es universal. En las sociedades tribales, dedicadas a una economía de subsistencia, se desarrollaba una gran actividad física y se alternaban períodos de suficiente consumo con otros de escasez. Algo parecido ha sucedido en las sociedades occidentales premodernas. No es extraño que en esos contextos la robustez e incluso cierto nivel de obesidad fueran percibidas como algo positivo e incluso admirable. Entre los banyankole del África de Este, por ejemplo, cuando una muchacha se empieza a preparar para el matrimonio, tiene que quedarse en su casa y beber grandes cantidades de leche cada día, hasta engordar tanto que anadea al andar. Con ello se intenta que consiga una imagen bella, acorde con los estándares corporales del grupo. Otro caso son los jaina digambara del norte de la India, cuyas nueras deben ser engordadas por sus suegras como muestra de trato afectuoso y, al mismo tiempo, de la opulencia de la familia. Parece ser que algunas poblaciones tribales incluso han desarrollado una predisposición genética al almacenamiento de calorías en tejidos grasos. En un contexto de escasez potencial de energía, el valor energético de éstas sería especialmente útil.

Por otra parte, cuando se ha padecido hambre o en una sociedad donde es más posible padecerla, el sobrepeso tiene más valor. Así, en países del Tercer Mundo hay mayor índice de obesos entre las clases altas que en las sociedades del Primer Mundo, que más bien valoran la delgadez y la esbeltez. Asimismo, en la Edad Media, entre la aristocracia la gordura aparentaba riqueza. En España, por ejemplo, la obesidad es mayor en las generaciones que experimentaron las carencias alimentarias de la posguerra que en sus descendientes, que han ido mostrando pautas más propias de otros países del mundo desarrollado.

Además de problemas de salud, la imagen de la obesidad puede llegar a dificultar la movilidad social y laboral. Esta imagen no ha sido igual en todas las épocas ni es la misma en todas las sociedades. / M. Lorenzo

La otra cara de la moneda: las carencias alimentarias

En un mundo donde se produce lo suficiente, gran parte de sus habitantes consumen mucho menos de lo necesario, incluso desde un punto de vista biológico. Las ciencias sociales han manejado varias teorías para plantear posibles razones de este problema. Se ha hablado de causas endógenas (desigualdades sociales internas, regímenes políticos, guerras, falta de infraestructuras), exógenas (calamidades naturales) y estructurales globales (relativas a un sistema capitalista que conlleva desigual distribución de recursos). Todas ellas constituyen condiciones para hacer del hambre una realidad objetiva, es decir, percibida como real por académicos, técnicos o políticos. Pero el hambre se construye también a partir del punto de vista de aquellas personas que en principio la padecen. Los haysa de Nigeria, por ejemplo, definen el hambre como su estado normal, mientras los kalauna de Melanesia la ven como una señal de que todo va mal. En el Sudán, «comer» se usa para significar diversos placeres y «hambre» para casi todas las clases de sufrimiento. En cambio la noción de hambruna recibe distintos nombres según si se trata de situaciones más o menos críticas o las juzgadas como las peores (aquellas que provocan indigencia). No existe término para las hambrunas que matan. Esto último puede resultar de no asumir condiciones objetivas o de definir causas que no tendrían que ver con la falta de alimentación (Contreras y Gracia, 2005).

«La definición de la obesidad y el sobrepeso como un problema no es universal. Cuando se ha sufrido hambre o se vive en una sociedad donde es más posible padecerla, el sobrepeso tiene más valor»

A veces la propia definición del hambre por parte de quienes la sienten pone de manifiesto su interiorización de valores, creencias y conocimientos propios de sujetos e instancias que les dominan. En el nordeste de Brasil, por ejemplo, el monocultivo y producción capitalista de azúcar reemplazaron desde el siglo xviii a la diversificada agricultura de subsistencia, lo que desembocó en relaciones de desigualdad y en el surgimiento y extensión de la pobreza. Desde entonces la población marginal pasa hambre, pero ésta no es simplemente una carencia de nutrientes, sino que quienes la experimentan tienen de ella un concepto cultural que la convierte en una realidad compartida. Es un hecho crónico que han asumido, reproduciéndola primero en relatos y canciones populares y trasladándola después al plano de la enfermedad.

Algunas poblaciones tribales incluso han desarrollado una predisposición genética al almacenamiento de calorías en tejidos grasos.
Fotografía extraída de Ember, C., Ember, M. y P. Peregrine, 2004. Antropología. Prentice Hall. Madrid. p. 581.

Para la población marginal del nordeste brasileño, el hambre es asociada con los nervos, una patología que, como tal, es tratada con medicamentos y no con comida. Incorporando la noción que del hambre tienen los que la padecen, podemos descubrir que puede ser resultado de la interiorización de un sistema de relaciones de poder en el que los hambrientos son explotados por otros. Las personas hambrientas del nordeste brasileño se ven a sí mismas como nerviosas antes que como hambrientas, lo que equivale a decir que se definen más como débiles que como explotadas. Cuando el hambre, y con ella la explotación y la extrema pobreza, deviene crónica, somatizarla como enfermedad permite imaginar que se vive un estado de emergencia puntual que puede ser resuelto o al menos atenuado. Acudir al lenguaje de la enfermedad permite mantener dignidad en situación de hambre, blandiendo control y coraje mental en un estado de flaqueza y deterioro físico. Cuando protestas y movilizaciones sociales han resultado infructuosas, es como ocupar (y acabar asumiendo) un lugar en relaciones de poder profundamente desiguales, sin caer en la absoluta impotencia (Scheper-Hugues, 1997). Entonces la medicina no elimina, pero mitiga la necesidad extrema de nutrición, pero también de supervivencia y existencia social, que representa el hambre.

«Los Haysa de Nigeria definen el hambre como su estado normal, mientras que los Kalauna de Melanesia lo ven como una señal de que todo va mal»

Obesidad y hambre son los dos extremos que definen el abanico de la alimentación humana. La primera se puede entender como la combinación de un estilo de vida sedentario, del consumo de grasas y de las consecuencias de la estigmatización de la gordura y las grasas con el ensalzamiento de la esbeltez en las sociedades modernas. El hambre, por su parte, resulta de causas que la convierten en un problema por resolver, pero en cuyo análisis debe tenerse en cuenta la definición que de ella hacen los sujetos que tratan de sobrevivir mientras la padecen.

REFERENCIAS

Colectivo Ioé, 2004. Salud y estilos de vida en España. Un análisis de los cambios ocurridos en la última década. Fundación de las Cajas de Ahorros Confederadas para la Investigación Económica y Social. Madrid.
Contreras, J., 2002. «La obesidad: una perspectiva sociocultural». Nutrición y Obesidad, 5 (6): 257-86.
Contreras, J. & M. Gracia, 2005. Alimentación y cultura. Perspectivas antropológicas. Ariel. Barcelona.
Espeitx, E., 2005. «La construcción del cuerpo a través de la alimentación: la salud y la imagen corporal», In Méndez Díaz, C. (ed). ¿Cómo comemos? Cambios en los comportamientos alimentarios de los españoles. Fundamentos. Madrid.
Gracia, M., 2002. «Consumo alimentario, marketing y cultura». In Luna, M. (ed). La ciudad en el tercer milenio. Publicaciones de la UCAM. Múrcia.
Harris, M. (1989). Bueno para comer. Enigmas de alimentación y cultura. Alianza. Madrid.
Poulain, J. P., 2002. Sociologies de l'alimentation. PUF. París.
Powdemaker, H., 1997[1959]. «An Anthropological Approach to the Problem of Obesity». In Counihan, C. & P. Van Esterik (eds). Food and culture. A reader. Routledge. Londres.
Scheper-Hugues, N., 1997. La muerte sin llanto. Violencia y vida cotidiana en Brasil. Ariel. Barcelona.

© Mètode 2006 - 51. Gordos y flacos - Disponible solo en versión digital. Otoño 2006

Profesor contratado Dr. interino. Departamento de Sociología y Antropología Social, Universitat de València.