Entrevista a Jim Bennet
«Los conservadores de museos aún ven a los historiadores como parásitos»
Director del Museo de Historia de la Ciencia de Oxford
Jim Bennett (Belfast, 1947) es hoy en día una referencia insoslayable en el campo de la museología de la ciencia. Bennett representa la confluencia de dos tradiciones habitualmente divorciadas, la de los historiadores de la ciencia –se trata de un autor con contribuciones de relieve en la historia de las matemáticas– y la de los gestores de las colecciones y museos científicos. La tarea más conspicua de nuestro personaje ha ido, precisamente, por el camino del acercamiento de las dos tradiciones.
Cuando se ve por primera vez a Jim Bennett –alto, delgado, cabello rizado moderadamente largo y absolutamente de la tonalidad del armiño invernal– no hay duda: “Genuine English scholar”. Ciertamente, el profesor Bennett se formó en Cambridge, donde hizo su tesis bajo la dirección de Michael Hoskin, y donde recibió la influencia de historiadores de la ciencia que marcaron toda una época. También en Cambridge llevó a cabo importantes tareas profesionales referidas a la museología, concretamente ocupó el cargo de conservador en el Wipple Museum of the History of Science. Pero hoy en día está en la otra gran ciudad universitaria inglesa: efectivamente, es director del Museum of History of Science de Oxford, el célebre Ashmolean Museum. Siendo miembro de la comunidad académica de Oxford y habiendo pasado un puñado de años a la orilla del Cam, parece inevitable hacer la apreciación antes indicada, aunque no sea inglés, sino irlandés de Belfast.
La formación académica de un historiador de la ciencia suele ser sorprendente, por aquello de la inexistencia de programas de licenciatura específicos. ¿Qué carrera hizo usted en Cambridge?
Llegué a Cambridge pensando hacerme físico, y fui admitido efectivamente en estos estudios. Recuerdo que en primer curso tuve que estudiar, claro, asignaturas como física general, química o matemáticas. Ahora bien, en Cambridge, cuanto antes te especializas, mejor. Tienes muchas posibilidades, un abanico realmente muy amplio; en eso hay mucha generosidad. Pero como has de elegir pronto un tema de estudio, te encuentras obligado a ser consciente de tu elección desde un primer momento. En principio, y a pesar de no haber sido muy brillante en mis estudios de física, pensaba en especialidades típicas, como la óptica; pero no tardé en darme cuenta de que no era eso lo que deseaba.
Y en este punto, optó por la historia de la ciencia…
En efecto, encuentro más interesantes otras cuestiones alrededor de la física, otros aspectos… Y así, en segundo curso tomé la decisión de apartarme de la línea de especialización tomada. En este curso, me había llamado mucho la atención la cuestión de los procedimientos en ciencia. Entonces, comencé a asistir a las clases del profesor Hoskin, continuadas por las de otros historiadores y filósofos. Y empecé a disfrutar. Aquello era un mundo nuevo que se me estaba ofreciendo, el mundo de la historia y de la filosofía de la ciencia. Fue una liberación personal. Mi di cuenta de que era posible hacer un acercamiento crítico a la ciencia. Evidentemente, eso resultaba muy aliviador respecto a mis primeras intenciones al llegar.
«Vivo en dos mundos, simultáneamente, y puedo apreciar que los historiadores de la ciencia no conocen realmente las labores propias de los conservadores de museos»
Para quien conoce la nómina de especialistas en historia de la ciencia que estaban entonces en Cambridge, es fácil imaginar un ambiente así de sugerente…
Ciertamente, el departamento funcionaba con el espíritu del apoyo mutuo. Era muy pequeño, quizá no pasaba de veinte estudiantes. Eso permitía poco menos que hacer clases particulares y direcciones de tesis personalizadas, lo que resultaba emocionante y aterrador al mismo tiempo.
Su tesis, que generó posteriormente un libro bastante celebrado, estuvo dedicada a la contribución matemática del gran arquitecto inglés del siglo XVII Christopher Wren, autor, entre otras obras, de la catedral londinense de San Pablo. ¿Qué razones le impulsaron a escoger este tema?
Después de tomar la decisión definitiva de hacer el doctorado en historia de la ciencia, el profesor Hoskin me sugirió el tema. Y era un buen tema. Me permitía estudiar históricamente una vertiente práctica de las matemáticas en la época, su aplicación en la arquitectura; y eso me abría la posibilidad de analizar cómo sentía Wren su actividad de arquitecto. Y no sólo desde un punto de vista filosófico, sino también desde el técnico y artístico: para entender a Wren, se tenía que evaluar su trabajo como la plasmación arquitectónica de la ciencia matemática. Con estas premisas, era como podría llegar a entender qué era lo que hacía Wren. Al fin y al cabo, y eso es lo más importante, mis estudios sobre Wren, teniendo en cuenta la configuración de sus habilidades técnicas y matemáticas en la práctica, me han permitido entender de una manera alternativa otras cuestiones relacionadas con la ciencia.
Centrémosnos más en la cuestión de las colecciones. Después de su tesis, empezó su dedicación profesional al tema…
En realidad, primero tuve que ejercer durante un año como profesor de historia de la ciencia en Aberdeen. Era un departamento muy pequeño, pero fue una buena experiencia. Al año siguiente, tuve que pasar a ejercer de archivero en la Royal Society, en Londres. Fue un tarea dura, de revisión y catalogación de un gran fondo documental. El acercamiento al mundo de los museos vino justo después de eso. Tuve que aceptar un cargo en el museo marítimo de Greenwich. Fue una buena elección. Nunca había imaginado que podría optar a un lugar así; pensaba que era necesaria una formación específica de conservador, además de demostrar una pericia y una experiencia profesional sobre el tema. Todo eso lo conseguí durante el día a día.
Así pues, podemos considerarlo un conservador de museos –entenderemos de ahora en adelante el término según una concepción amplia de gestor museístico– autodidacta.
Sí, evidentemente. Y esta situación me hizo conocer el mundo de la gestión de los museos de una manera muy viva. Como conservador, necesitaba saber del mundo del almacén, de los subastadores, de los coleccionistas… Y no sólo como proveedores, también como público. Si quieres disfrutar de un mínimo de crédito en el mundo académico de los conservadores, has de llegar a un cierto dominio en estas cuestiones. De todas formas, yo tampoco dejé de ser un historiador de la ciencia. De esta manera, viví y vivo en dos mundos, simultáneamente, y puedo apreciar que los historiadores de la ciencia no conocen realmente las labores propias de los conservadores de museos. Dos mundos separados, con una separación, además, institucionalizada.
La pregunta que teníamos preparada parece ahora trivial. Con todo, la formularemos. Conservadores y historiadores de la ciencia: ¿una o dos comunidades?
Dos comunidades, sin duda. Pero puedo añadir al respecto cosas que encuentro interesantes. La dualidad de comunidades continúa siendo un problema. Durante muchos años, los conservadores de objetos científicos planteaban quejas sobre su relación poco fluida con los historiadores de la ciencia. Los historiadores no hacían demasiado caso; estaban muy ocupados, trabajando con ganas, publicando mucho y tratando de inserir los mencionados objetos en el desarrollo de la historia de la ciencia. Y ahora, las dos comunidades continúan tan separadas… Parece que los conservadores aún no han superado ver a los historiadores como una especie de liendres. Y a pesar de todo, pienso que resulta, en parte, lógico e incluso justo. Funciones básicas del conservador, como la gestión de colecciones, la creación de pautas de exposición o la generación de nuevas experiencias no han tenido el impacto esperado en la difusión de la historia de la ciencia. Los museos son cada vez más atractivos, y se muestran también más orientados hacia la formación científica de los visitantes, pero de una manera demasiado tradicional. La ciencia no se presenta desde un punto de vista crítico –el típico de la historia de la ciencia–, quizá también porque los conservadores han estado demasiado ocupados y no han podido plantearse esta vertiente crítica, aunque hayan tenido oportunidades de planteársela. Las responsabilidades, por tanto, son compartidas.
«Es importante que los científicos tomen conciencia que el museo es el lugar donde ha de llegar un instrumento científico fuera de uso»
¿Cómo hacer entender a la comunidad científica la importancia museística y historiográfica, por ejemplo, de los instrumentos obsoletos, considerados vulgares y feos, que se acumulan en los almacenes de los centros de investigación?
Es difícil convencer a los científicos de la importancia de los instrumentos, de que pueden interesar a otras personas y que lo mejor que pueden hacer es cederlos a un museo. Los conservadores deberían establecer comunicación con los científicos. Los instrumentos representan una imagen de la práctica científica, y es necesario preservar este registro del quehacer cotidiano, importante para la historia de la ciencia. Cuando los centros de investigación se deshacen de un objeto, tal vez se está perdiendo una parte de esta historia. Por eso es importante que los científicos tomen conciencia que el museo es el lugar donde ha de llegar un instrumento científico fuera de uso. No es importante que no sea un objeto “magnífico”; el interés de la historia se centra, ya lo hemos dicho, en la actividad del día a día. Además, ¿quién puede saber de antemano si tal objeto será o no valioso en el futuro?
Estamos de acuerdo. Ahora bien, no podemos dejar de lado el problema de la preservación de los instrumentos. Un problema que podríamos calificar de logístico, pero que resulta muy grave porque los espacios son reducidos en los centros de investigación y en los propios museos. Parece imposible conservar todos los instrumentos.
Hay que establecer, sin duda, unas pautas o normas respecto a qué hay que conservar. ¿Lo conservamos todo? ¿También los objetos que no se pueden almacenar por su tamaño? Este dilema se puede resolver, a mi parecer, tratando de hacer ver a los científicos la finalidad concreta de cada museo. Es cierto que los laboratorios cada vez tienen más objetos y acaba por faltar el espacio. Conservar muchos instrumentos es también un grave problema cuando se plantea un traslado. Por eso resulta necesario habilitar sitios, los museos, donde se centralice la recogida del material en desuso, donde se hagan las labores de catalogación y, eventualmente, se proceda a exponerlo. Para hacer todo eso, hay que implicar la comunidad científica y requerir su colaboración.
Los instrumentos son importantes para la historia de la ciencia, pero los museos han de enlazarlos con el público.
La misión del museo es exponer con sabiduría el objeto y comunicar qué uso se hizo de él. No se puede permitir que se convierta en una caja negra, en una entidad aburrida. Esta capacidad la tiene que mostrar cualquier conservador.
A pesar de todo, parece que los objetos no encuentren lugar cuando, siguiendo ciertas modas bastante extendidas, las salas de exposición de los museos se transforman en escenarios de diseño que representan la ciencia contemporánea.
Cuando pasa eso, y las salas preexistentes exhibían objetos, se producen importantes controversias. Pienso que actuando así los museos no cumplen con su deber. Parece que los conservadores encuentran muchas dificultades para interesar al público por la explicación de los instrumentos. Cambiar el tipo de exposición y retirar las colecciones les proporciona cierta sensación de control: pueden rehacer completamente una sala y transformarla en un entorno didáctico atractivo, sin ninguna restricción. Como si construyendo un espacio así pudieran dejar de lado el compromiso entre conservar y exponer. Hay una obligación con el público que se tiene que cumplir: se ha reunido una colección y se tiene que exhibir. ¿Para qué, si no, se reúnen y conservan las colecciones? ¿Qué clase de museo nos queda cuando retiramos de las salas las colecciones y se substituyen por “espacios didácticos”? Esta manera de actuar pone en cuestión la misma razón de ser del museo. No encuentro mucho sentido al afán, por parte de los gestores, de controlar todas las experiencias que tienen lugar en el museo. De hecho creo que resulta positivo que el visitante se encare directamente con el instrumento o objeto científico; opino que debemos confiar más en la capacidad estimulante del propio objeto. De la interacción entre el visitante y el objeto pueden resultar multitud de reacciones; el acercamiento al objeto es personal, y se puede apreciar de mil maneras y satisfacer las expectativas más variadas. En este caso, el museo solamente debe aportar un ambiente y un apoyo razonables –pensamos en las etiquetas– a la exposición del objeto.
«Resulta necesario habilitar sitios, los museos, donde se centralice la recogida del material en desuso, donde se hagan las labores de catalogación y, eventualmente, se proceda a exponerlo»
¿Tiene sentido la reivindicación de una función cultural autónoma para los museos de ciencia, en oposición a otro tipo de museos?
Si bien es cierto que los museos de ciencia desarrollan una función particular, yo pienso que deberían de permanecer integrados en la comunidad museística general. Se puede aprender mucho de los otros tipos de museos: desde cómo hacer la exposición hasta las técnicas didácticas. Los museos de ciencia deben ser autónomos, pero sin imponer ninguna limitación en su relación con los otros museos. Tienen una responsabilidad especial, es cierto, por el hecho de que la ciencia conlleva una experiencia particular: comenzamos a conocerla en la escuela y podemos continuar aprendiéndola hasta acabar los estudios en la universidad. Este hecho obliga a proporcionar al público una forma de contacto diferente con la ciencia, y eso es una labor específica del museo.
¿En qué sentido habla usted de un contacto diferente?
Creo que es posible captar el interés de la gente por la ciencia fuera de la estricta investigación científica, sin la necesidad de tomar la gente como sujeto pasivo y totalmente receptivo. La persona que se acerca con gusto a la ciencia no muestra forzosamente deseos de convertirse en un científico. La fórmula más natural de acercar la ciencia al público es mediante la historia. Enseñar a la gente cómo se ha desarrollado la ciencia en el pasado, haciéndole notar aspectos que no le resulten indiferentes, com por ejemplo las circunstancias económicas, políticas y sociales concretas, permite evitar confrontarla unilateralmente con la naturaleza y el estado actual de la investigación científica.
Precisamente entre muchos de los científicos que hoy llevan adelante la investigación científica en España se ha extendido una percepción de ausencia de pasado, de ser pioneros. Eso deriva probablemente del retraso en la normalización de la práctica científica en nuestro país, que a su vez ha dificultado la consolidación de un espacio cultural para la ciencia. La situación en el mundo británico –imaginamos– debe ser diferente…
No imaginen tanto. La ciencia británica tiene también dificultades para popularizarse. No resulta muy chic, a diferencia del acercamiento a la cultura artística. Las cosas, pues, no me parecen de todo diferentes a como las señalan ustedes en el caso de España. Es verdad que en algunos sectores se detecta cierta proximidad a la ciencia, quizá allá ciencia y cultura se asocian con más facilidad, pero el funcionamiento en el ámbito político creo que es parecido, aunque los retos no lo sean. En cuanto a la actitud de los investigadores, creo que sería saludable considerarse, sencillamente, una generación más en el curso de la investigación científica. Ya fuera del ámbito científico, he podido observar que, en algunas exposiciones sobre ciencia, la gente interpretaba la historia de la ciencia no como una parte de su propio pasado, sino como algo relativo a un mundo diferente del nuestro. De hecho, el público británico continúa interpretando la investigación científica como una aventura, pero no la integra ni la relaciona, ni tan sólo con la propia naturaleza. Todo esto no parece correlacionado con circunstancias económicas ni culturales particularmente adversas, y me hace pensar qué positiva sería la integración en el sistema educativo del conocimiento del pasado y de su continuidad en el presente.