El último informe del Grupo 2 del IPCC publicado el día 28 de febrero de 2022 plantea con fuerza mensajes que informes previos ya habían señalado, pero que ahora, ocho años después del anterior informe, la comunidad científica ha podido cuantificar. Ya sabíamos que no todas las personas y países tienen la misma vulnerabilidad al cambio climático. En el informe de 2014 señalábamos que, ante un mismo fenómeno, diferentes grupos sociales, con diferentes capacidades de respuesta y adaptación, tenían diferentes vulnerabilidades. Hoy sabemos que por esta vulnerabilidad contextual en algunos países el riesgo de mortandad frente a inundaciones es 15 veces mayor que en otros. También sabemos que prácticamente la mitad de la población mundial, entre 3.300 y 3.600 millones de personas, se encuentra en contextos muy vulnerables al cambio climático.
Ya sabíamos también que el cambio climático es sobre todo un agravante de las pésimas condiciones de vida en que se encuentran millones de personas mundialmente, tanto en países desarrollados como en vías de desarrollo. Lo que el IPCC indica ahora además es que nuestra lucha contra los impactos del cambio climático debe ir acompañada de medidas que reduzcan la desigualdad y la pobreza. De nada servirá desarrollar estrategias de adaptación que no consideren este factor, pues es precisamente la desigualdad y la pobreza la que está limitando a muchas personas poder adaptarse. Así, por ejemplo, la falta de acceso a servicios universales de salud en algunos países eleva la mortalidad a las olas de calor de las personas en riesgo de exclusión. Garantizar este acceso universal es una medida frente a la desigualdad, pero a su vez implica introducir un enfoque de derechos humanos en las estrategias climáticas que reducen la vulnerabilidad de toda la población, independientemente de su estatus económico, de su clase, etnia, sexo, edad o discapacidad. No tener en cuenta las diferencias entre grupos sociales nos puede llevar además a desarrollar estrategias de maladaptación, es decir, estrategias que de forma no intencionada terminan incrementando la desigualdad entre actores, o tienen un impacto no deseado en el medio ambiente o limitan otras opciones futuras de desarrollo y adaptación.
Un ejemplo de maladaptación en el caso de España sería la irrigación, una de las medidas estrella para la adaptación al cambio climático ante futuras previsiones (y actuales) de escasez de agua. En Navarra, por ejemplo, la expansión de los regadíos ha supuesto un cambio en la estructura productiva, en la que los pequeños productores han terminado abandonando la actividad y alquilando o bien vendiendo sus tierras a los productores de mayor tamaño que podían hacer frente a la inversión requerida. Se han cambiado los mecanismos de gobernanza del agua (de estructuras comunales a ser gestionada por una empresa privada) y los productores que se han mantenido han cambiado los tipos de cultivos hacia aquellos que requieren menor mano de obra. Esta estrategia, en el sur de España, tiene otras implicaciones. Apostar por el regadío en una de las zonas de mayor vulnerabilidad al cambio climático y donde se estima que la escasez de agua será todavía mayor en los próximos años, tendría consecuencias ambientales desastrosas para las generaciones futuras y limitará sus propias opciones de adaptación. En este sentido el informe es claro, la vulnerabilidad humana y la vulnerabilidad de los ecosistemas es absolutamente interdependiente.
Pero el informe señala que no es suficiente con adaptarnos, es necesario además reducir de forma drásticas las emisiones, en lo que se denomina «desarrollo resiliente al clima», en el cual las estrategias deben ir encaminadas a reducir las emisiones, adaptarnos al cambio climático y favorecer la igualdad. La relación entre mitigación y adaptación es clara. Si no reducimos las emisiones, los impactos serán mucho más graves y las estrategias de adaptación desarrolladas ahora no servirán para tales impactos. La buena noticia es que existen estrategias que permiten abordar ambas. En el caso de la agricultura, manejos encaminados a incrementar la materia orgánica del suelo nos permiten capturar carbono por un lado, y desarrollar suelos más resilientes, menos sensibles a contextos de sequía e inundaciones. La agricultura campesina nos provee de diversas estrategias que incrementan la materia orgánica, no es necesario desarrollar nuevas tecnologías, sino dialogar con esos saberes tradicionales que durante décadas hemos despreciado. Esto se suma a otra conclusión del informe: En Europa la adaptación se basa sobre todo en soluciones tecnológicas, y la tecnología, si bien es importante, tiene un papel limitado. Son necesarias estrategias que aborden cambios culturales y de comportamiento, así como cambios institucionales y estrategias que conserven y regeneren la naturaleza.