La desaparición de Oliver Sacks, el 30 de agosto del 2015, puso punto final a una época. Su adiós definitivo se vivió como la pérdida de una gran figura, el truncamiento de una voz de inmensa penetración e influencia en el mundo de hoy. El lamento por el silencio del neurólogo-poeta fue unánime y sincero en todo el mundo. Desde todas las tribunas, de las más populares a las más altas y elitistas, se saludó con tristeza el final de su frondoso e inspirador itinerario por la frontera entre la clínica y la narración poética. No fueron pocos los que pensaron que la Academia sueca había tenido un descuido: que el Nobel de Literatura lo tenía merecido y que en Estocolmo no habían reaccionado a tiempo. Sacks fue un hito en eso que se ha bautizado como «neurocultura»: un artesano ingenioso a la hora de construir fusiones apasionantes de sabidurías humanistas y científicas, en forma de relatos sobre las sutilezas y los enigmas del pensamiento. Su huella será perdurable.
«Oliver Sacks fue un hito en eso que se ha bautizado como “neurocultura”»
La despedida del New York Times decía que «las cualidades que distinguían a Oliver Sacks como un escritor brillante eran las mismas que lo convertían en el médico ideal: sutileza en la observación y devoción por el detalle, enormes reservas de simpatía y una comprensión intuitiva de los enigmas del cerebro humano y de las desafiantes y complejas interacciones entre el cuerpo y la mente». Lo catalogaba, además, como «un humanista ferviente y capaz de saltar entre disciplinas alejadas tanto cuando escribía sobre sus pacientes como cuando lo hacía sobre su devoción por la química o sobre las virtudes de la música, para contribuir a separar las maravillosas interconexiones de los fenómenos vitales; los lazos entre la ciencia y el arte, la fisiología y la psicología, así como la belleza del mundo natural y la magia de la imaginación humana».
Eso fue Sacks: un prolífico y seductor médico escritor. Un neurólogo fabulador. Un poderoso recreador de la antigua tradición de los relatos basados en curiosidades clínicas o en excepcionalidades del ingenio que él supo convertir en crónicas tiernas, absorbentes y repletas de chispas intuitivas y a menudo inspiradoras. Son incontables los neurosicólogos y neurobiólogos que han confesado que encontraron, en sus cuentos, un caudal motivador para emprender carreras dedicadas a la clínica mental o a la investigación sobre el cerebro. Sacks no fue, sin embargo, ni un ensayista profundo en el vibrante campo del pensamiento anclado en la neurociencia ni tampoco un divulgador de la investigación de frontera, que son dos medallas adicionales que también se le han adjudicado.
El ensayo filosófico de base neurocientífica tiene contribuciones múltiples y muy relevantes en nuestra época: Edelman, Dehaene, Pfaff, Damasio, Pinker, Churchland, Searle, Crick, Dennet, Le Doux, Koch, Llinás, Gazzaniga, Fuster, Changeux, Kandel, Ramachandran, Frith, Fehr, Kahneman, Greene, Thagard y otros. Es un campo fértil en el que Sacks no participó a pesar de liderar, con diferencia, la lista de los libros de neurocultura más vendidos y encabezar el Olimpo de los autores insignes. Él cultivó la plasmación de historias clínicas en docenas y docenas de cuentos por donde desfilan una multitud de pacientes con síntomas misteriosos e inverosímiles, investigando en el inmenso y siempre cambiante reservorio de las anomalías y las singularidades de la mente. Destacó como cronista y seguidor habilísimo de una sólida tradición de la neurología clínica, con practicantes notables en el siglo xix, sobre todo, y a la que su maestro más venerado, Alexánder Luria, hizo contribuciones decisivas. Pero así como Luria se adentró en la descripción minuciosa y el seguimiento sistemático de algunos casos excepcionales para convertirlos en ventanas para las indagaciones fructíferas, Sacks prefirió, casi siempre, el mosaico. Se abonó a la multiplicidad calidoscópica del retrato breve, al goteo de fragmentos vitales pescados en la feria de rarezas de la clínica neural. La de su trinchera como facultativo, la de los colegas próximos y la accesible en las publicaciones médicas. Dentro de esta tradición, algunas novelas de Ian McEwen (Enduring Love, Saturday) quizá casen mejor con la vanguardia investigadora, como fuentes de diseminación, que la acumulación vibrante pero acaparadora de minucias que Sacks usaba para instruir y entretener.
«Sacks cultivó la plasmación de historias clínicas en docenas y docenas de cuentos por donde desfilan una multitud de pacientes con síntomas misteriosos e inverosímiles»
Las grandes revistas de medicina clínica mantienen, con buen criterio, la descripción de casos únicos y singulares como herramientas para el desafío instructivo. Son anomalías espontáneas, «experimentos» de la naturaleza, extraños senderos de la biología descarriada. Este es el territorio Sacks: su atajo preferido hacia los rincones de la mente. Lo es también el de la neurología tradicional. Recuerda la firme valía educadora y la perpetua fuente de novedades que aportará siempre la clínica. Las fronteras de la investigación, las líneas de avance rupturista y resolutivo sobre los trenzados del cerebro y las propiedades de las cogitaciones y los sentimientos están, sin embargo, en otras partes: en multitud de laboratorios, ordinariamente, donde se somete la naturaleza a condiciones restrictivas sin tener que esperar a sus caprichos, excepcionalidades y accidentes. De aquí que Sacks, que cultivó el encanto perenne por la singularidad clínica, hurgase poco en la frontera de su campo. Acotaciones precisas y breves, de vez en cuando, para vestir y redondear sus casos.
Eso lo acerca al trabajo de los naturalistas. A la descripción cuidada y detallista de especímenes que siempre proveerá sorpresas a pesar de la abundancia, la variedad y la sofisticación de los registros censados. Los admiraba mucho, de hecho, a los naturalistas y pregonaba sus bondades inalterables para continuar atrapando conocimiento sobre el cerebro humano. Observación y registro minucioso, detección infatigable de especificidades sintomáticas en los fenómenos motores, sensoriales, cognitivos y afectivos. Este era su mundo. Es el primer estadio, el obligatorio, de hecho, en el trabajo de ir fijando sabidurías. Es también, quizá, el más tentador y goloso para la crónica. Queda lejos, sin embargo, de la frontera exigente y de las sinuosas y a menudo ariscas grietas del progreso sustantivo.