De todos los colores

Conozco el valle de Àssua desde muy niña, y todavía, ha estado presente hasta hace poco en las palabras de mi madre como una fuente más cierta que la propia realidad. El tesoro más pequeño son las fresas, rojas y pequeñas, que maduran hacia mediados de junio, en los ribazos umbríos de los prados o de los caminos. Cuando nosotros éramos unos chiquillos, siempre nos las enseñaba para que cogiésemos. ¡Cuidado no las apretéis, que se desharían entre los dedos! También, más que ahora, encontrábamos claveles de pastor, de un rosa intenso. Su olor exquisito hacía sombra al de las clavellinas, un lujo que las mujeres plantaban en tiestos u ollas viejas para exponerlas en los balcones.

Ya debía ser más mayor, cuando descubrí la vidauba, enredadera de flores blancas y tallo fuerte. Explicaba mi madre que los mayores la utilizaban para ligar la hierba o los haces; en cambio, la canalla la arrancaban y la utilizaban para saltar. En el Pallars llamaban canalla a la chiquillería. La vidauba o clemátide era abundante y lo es aún. Entonces proporcionaba distracción sustituyendo la falta de una cuerda adecuada para jugar, ahora se considera broza, no es muy bien vista. La sabonera (‘jabonera’) era muy apreciada y, también, abundante. El perfume de sus flores rosa se añadía al don de poder usarla para lavar manos y cara. En cambio, la blanera, de flor amarilla, que mi madre llamaba gamó, tenía una utilidad que sobrepasaba el umbral de la inocencia, ya que, picándola encima del agua del río emborracha las truchas y así, gates, son fáciles de pescar. Incluso a mano.

Eran comunes y abundantes las malvas y el cascall (adormidera). Este se espiga y ya se cuidaban los mayores de que no la tocásemos. A menudo mi madre, cuando de pequeños nos mostrábamos contestatarios y no le hacíamos caso a la primera de cambio, nos llamaba «cascall», pero no teníamos ni idea de que era una planta con poder somnífero.

Papiro II, 2000. Punta de plata sobre papel, 21 x 28 cm. / © Nieves Torralba

En su casa tenían vacas, una yegua para el trabajo pesado y un burro, por el que ella siempre tuvo predilección, porque decía que era inteligente y fiel como ninguna otra bestia. En parte del establo, destinaban un corral para el cerdo, un espacio para gallinas y las jaulas de los conejos. El perro pastor y los gatos acostumbraban a rondar por la estancia del hogar en el suelo, la cocina. De muy mayor, mi madre hablaba de un tal Tuno, un perro que estimaba porque se había portado muy bien. Cuando iba sola con las vacas, los cuentos sobre serpientes y víboras le daban pavor y el perro era defensa y compañía. Después ella sabría que con aquellos reptiles, comparados con algunos humanos, no había por tanto.

La adolescencia breve de entonces estaba relacionada con la Fiesta Mayor. Las muchachas, en la misa mayor, llevaban la bandeja con trozos de torta y pequeños ramos de alhábega. Aprendían que el olor intenso de esta planta ahuyenta a los mosquitos y muchos hombres trabajaban en el campo sosteniendo el ramito sobre una oreja. Y que el romero era bueno para condimentar los platos de pollo, los primeros guisos. El tomillo, para las sopas de pan, con su chorrito de aceite de oliva. Para el dolor de estómago, té de roca.

Entonces, a aquella edad, ya eran expertos en setas. Desde chicos se solía ir a los prados y al bosque. Moixarrons y carreretes (‘carretillas’), primavera y otoño, a las manchas de hierba oscura o carreres. En los pinares o abetales, en otoño, los ceps (Boletus edulis), la pota de perdiu (Chroogomphus rutilus), la pota de rata, los rovellons (‘níscalos’), los rossinyols (‘cabrillas’) y otros. Cada año había una salida, que solían hacer un grupo de mujeres de pueblos vecinos, Altron y Sorre, quizá se les añadían de Surp o de Olp, ¡quién sabe ahora! Iban para coger las setas que pueden guardarse secas: ceps, rossinyols, carreretes, moixarrons. Como una bandada de golondrinas recorrían el término y volvían exhaustas, con los capazos y cestas llenos. Después, las escogerían, las limpiarían y las dejarían secar en los purgadores. Y, hala, a la cámara, con las manzanas de olor y los trastos.

En los valles pirenaicos reinan las ortigas; basta con descuidar un camino, una calle, para que se llene de estas plantas de hojas verdes, borde rizado y peludas, que llenan de ampollas la piel distraída.

De mayor, en Tremp, falto de prados, la madre admiraba el huerto de la dueña de la casa donde vivíamos de alquiler. Y ella le correspondía de vez en cuando con tomates de piel de satén y lechugas. O con un bello ramo de dalias y gladiolos.

© Mètode 2012 - 72. Botánica estimada - Invierno 2011/12