Las Fallas son una fiesta única, de una espectacularidad que admite pocas comparaciones en nuestro país. Representan a la perfección aquella ufana exuberancia valenciana, múltiple y calidoscópica, que resuena con las bandas de música y florece con una pirotecnia multicolor. Aun así, tienen una naturaleza dual, puesto que son a la vez el refugio de un humor sin pizca de gracia, del ataque político e ideológico que sobrepasa los umbrales de la sátira y se adentra en el territorio del mal gusto y la persecución personal. También han sido la zona de recreo de la incultura más hiriente, aquella que incubaba el autoodio para inocularlo entre buñuelos y cajas de trons de bac. Pero ahora, sobre todo, el futuro de las Fallas pasa por el humo, ese humo negro de una densidad maligna y blanda que exhalan en la cremà los ninots de corcho blanco.
En las Fallas de septiembre de 2021 se produjo una conjunción astral cuyos efectos nadie supo predecir: el sol no se había escondido del todo cuando se quemaron las fallas infantiles, más pronto que de costumbre por el toque de queda impuesto por la COVID-19. Atardecer y ceniza venenosa, pues. Chimeneas de una negrura impoluta se ensartaban por todas partes, repujando símbolos de toxicidad vaporosa en el aire de una ciudad que se atragantaba con la combustión siempre copiosa de los monumentos falleros. Siempre había estado ahí, el veneno gaseoso, pero nunca se había visto con tanta claridad. Las redes sociales se llenaron de testimonios gráficos y mucha gente empezó a cuestionárselo: ¿de verdad hay que construir la fiesta con materiales tóxicos? ¿Es imprescindible engalanarla con el colofón del humo cancerígeno como una inevitabilidad logística o pseudohistórica? No, por supuesto.
«Ese humo extremadamente tóxico es una vergüenza y un estigma para una fiesta que ostenta la distinción de Patrimonio de la Humanidad»
Si queremos que las Fallas no solo pervivan en el siglo XXI, sino que puedan participar de la escritura de este futuro compartido por el que luchamos, tienen que ser capaces de reformular su relación con la salud de la ciudadanía en tres ejes fundamentales.
En primer lugar, hay que abordar de forma valiente la contaminación acústica. La evidencia científica que relaciona distintos trastornos de salud y enfermedades crónicas con niveles elevados de ruido (o incluso moderados) es creciente y cada vez más sólida. La pirotecnia y la música son partes fundamentales de la fiesta, pero no tienen por qué serlo de la vida de la inmensa mayoría de la ciudad durante más de dos semanas. Y hay que hacer mención de los perros y gatos, que sufren con severidad y dolor un ambiente extremadamente estresante.
En segundo lugar, las Fallas son una herramienta potentísima para repensar el espacio público de una ciudad. ¡Qué gozada ver las calles cortadas y poder andar sin vehículos, redescubriendo la ciudad a ritmo de peatón! Sin embargo, se han usado como un arma arrojadiza y una excusa para apropiarse de un espacio público que nos pertenece a todas y todos. ¿Y si las convertimos en un ariete para redefinir cuál es el espacio humano en la ciudad? Seguro que saldremos ganando.
Por último, y tal como comenzaba este artículo, hay que desterrar el azabache como símbolo oficial de la fiesta y en particular de la cremà. Ese humo extremadamente tóxico, producto de la combustión incompleta de los materiales plásticos de las Fallas, es una vergüenza y un estigma para una fiesta que ostenta la distinción de Patrimonio de la Humanidad. La alternativa no es fácil, dado que no hay otro material tan barato y maleable. Pero existen iniciativas de fallas experimentales y a la vez tradicionales: ¡qué innovación tan bonita, volver a las esencias! La solución no es tanto optar por la madera, el cartón o la paja del arroz, caminos convergentes, sino volver a una dimensión humana del monumento. Deshacerse de una hipertrofia asfixiante y celebrar una fiesta para la ciudad, que no la oculte, que no haga enfermar a sus habitantes, que sepa estar más allá de una imposible carrera hacia delante.