El comercio de especies silvestres arroja un caudal económico a escala mundial que oscila entre los cuatro y los diecisiete billones de euros al año. De esta industria forma parte el comercio local y el internacional, tanto el regulado como el proveniente del tráfico ilegal de especies. Además de animales, también incluye plantas y hongos. Por ejemplo, se estima que entre el año 2000 y 2005 se comercializaron a escala internacional alrededor de 370 millones de orquídeas y 88 millones de cactus. En cuanto a los animales, más de 15.000 especies de vertebrados (alrededor del 20 % de las especies descritas) están categorizadas para su uso y comercio: los anfibios y reptiles principalmente como mascotas; las aves como mascotas y para productos de diferente índole; los mamíferos para productos, y los peces mayoritariamente como alimento para el ser humano. Se estima que esta industria podría estar provocando hasta un detrimento del 60 % en la abundancia poblacional de algunas de las especies comercializadas,
aunque se ha sugerido que este dato se podría incrementar de conocerse fehacientemente el impacto en grupos y especies poco estudiados. Como resultado, multitud de poblaciones y especies se ven abocadas al colapso.
La pandemia provocada por la COVID-19, en la que se relaciona el surgimiento del virus con mercados de fauna salvaje en China, llevó a diferentes organizaciones a pedir la prohibición del comercio de especies silvestres. Como respuesta, algunas instituciones alertaban de que esta medida destruiría el comercio local y afectaría así a millones de familias cuyos únicos recursos provienen de esta industria. Además, impulsaría el comercio ilegal y dinamitaría dinámicas locales de sostenibilidad del medio ambiente como fuente de explotación.
La complejidad que subyace a la regulación del comercio de especies silvestres no debería ser sino una invitación a la autorreflexión personal. Los guacamayos de la imagen los fotografié durante mi estancia en la estación biológica Fauna Forever en Tambopata, Perú. La sensación al observar a estos animales en libertad, en el silencio de la lejanía y como apoderados de su entorno, fue muy diferente a cuando volví a ver a esta especie unos meses más tarde, ya en España. Una persona recorría el centro neurálgico de Granada con dos guacamayos a sus hombros: eran sus mascotas. Lejos de escandalizarse, la bulliciosa marabunta de gente se acercaba para elogiar tal hazaña.
Quizás la fotografía sea una de las mejores herramientas que tenemos para entender la posición real que debe ocupar la fauna y la flora en su entorno; quizás una de las mejores vías para vislumbrar lo que podemos perder si no repensamos nuestra forma de relacionarnos con el mundo natural, por ejemplo, a través de su comercio.