A los técnicos se les forma para proyectar y resolver. A los científicos se les forma para entender cosas que solo se miran. Estas actitudes, llevadas al extremo, se convierten en enfermizas. El caso es que ambas se dan demasiado. Algunos académicos «de ciencias» viven en permanente cruzada contra los disparates de la técnica proyectadora –y realizadora–, que anatematizan desde un cómodo distanciamiento estéril. Me parece una posición aún más triste que la del técnico chapucero que hace imparablemente sin preguntarse dónde ni por qué.
La ciencia es hija de un método que mide y compara. Sin medidas, el pensamiento se convierte en impreciso. La analogía poética, maravillosa y en mi opinión imprescindible para sentir, no acaba de servir para comprender. Cuando menos para comprender según qué. De aquí viene la diferencia entre pensar y especular. Los científicos naturalistas destacamos en este defecto. El historiador de la ciencia Josep M. Camarasa –que tiene formación de ecólogo– sostiene que la ecología es una ciencia romántica. Quiere decir que ha obviado el pensamiento generado por los físicos del siglo XX. No pone muchos números a nada. Y la ecología, todavía. Son sobre todo los cultivadores de las disciplinas naturalistas más tradicionales los que menos practican la digitalización. Propenden a calificar de criterio experto no cuantificable cosas que no pasan de apriorismos subjetivos.
«Los evaluadores ambientales no disponen de termómetros. Ponen la mano en la frente de la criatura pachucha y fruncen el ceño»
Tal como la bondad o el amor, ¿cómo se cuantifica el paisaje? Con convenciones. Los fenómenos lineales y discretos se cuantifican solos, en eso estamos todos de acuerdo. Hay tantos miligramos de colesterol en la sangre, no hablemos más. Ahora bien, el estado de salud, que es el paisaje del organismo, no es lineal ni discreto. Por eso pide criterio experto y convención evaluadora. Responde a una complejísima ecuación de enésimo grado, quizá inalcanzable en la práctica, pero siempre reducible a un modelo aproximativo que nos ayude a hacernos una idea bastante ajustada.
La temperatura no tiene existencia física. Por convención, Celsius estableció que el agua se congelaba a nivel 0 y hervía a nivel 100. Hubo que inventar el termómetro también. Antes de Celsius (o de Réaumur, o de Fahrenheit) y antes de inventar y construir termómetros, la temperatura era un concepto etéreo, una sensación no mensurable. En qué momento tenemos fiebre o en qué momento el nivel febril es alarmante no lo dice el termómetro, es algo que determina el criterio experto. El termómetro no indica la fiebre. Y menos aún el momento en el que la fiebre denuncia un estado patológico inquietante. Ni tampoco la manera de combatirlo. Eso lo hacen los médicos con su buen criterio y capacidad de discernimiento. Pero primero deben saber si estamos a 36,8 o a 37,4 grados. Los evaluadores ambientales, de momento, no disponen de termómetros. Ponen la mano en la frente de la criatura pachucha y fruncen el ceño.
No todos y no siempre. Algunos se esfuerzan en parametrizar, cuantificar y ponderar. Las evaluaciones son entonces comparables con las de los otros y consigo mismas. La comparabilidad de los resultados es una característica fundamental del método científico. No perseguirla equivale a situarse fuera de ella. Objetar que el ambiente es un fenómeno complejo no es excusa. No vale decir que habría que considerar un número demasiado grande de parámetros o que las relaciones entre ellos no son fácilmente modelizables. ¿Cuántas operaciones por segundo puede hacer un ordenador medio? El tema es sentir o no la irrefrenable pulsión científica de ver en la dificultad un reto. Un reto razonablemente abordable, hoy en día. Seguramente con el concurso de otros expertos con quien habrá que trabajar en equipo. Eso también es una característica de la ciencia moderna.