En 1844 se publicó en el Reino Unido un libro sorprendente. Echando mano del gran caudal de conocimientos que la ciencia moderna comenzaba a generar, en aquel tratado escrito con una narrativa accesible a los no expertos se ofrecía una visión bastante coherente de cómo la materia se había organizado y había producido, a lo largo de vastos períodos de tiempo, las estrellas, los planetas, la vida en la Tierra, la evolución de las distintas especies animales y vegetales y la actividad mental. Se titulaba Vestiges of the natural history of creation y su autor permaneció anónimo durante cuarenta años. Hubo que aguardar a que Robert Chambers muriera para que los lectores de una obra que fue todo un best seller de la época conocieran qué mente había pergeñado semejante historia.
Chambers no era un científico –su principal dedicación era la edición de libros y de un periódico–, y es muy probable que su atrevimiento se debiera en parte a ese amateurismo que lo liberaba de la rigidez y los compartimentos estancos que se habían ido creando en la ciencia, dividida en disciplinas cada vez más especializadas. El libro tenía, por supuesto, algunos errores y, a falta de datos científicos, trataba algunos temas con cierta ligereza, lo cual generó críticas feroces por parte de la academia, incluido Thomas H. Huxley, que no desaprovechaba ninguna ocasión para afilar sus agudas garras. Sin embargo, al público le gustó, y mucho. Y también a algunos científicos y naturalistas, incluido Alfred Russel Wallace, que veía la obra como un interesante compendio que podía servir como acicate para la exploración científica.
Leídos en la actualidad, los Vestiges sorprenden por algunos brillantes destellos de clarividencia y por la habilidad con la que Chambers va hilando la historia del universo. Se explica la evolución cósmica a partir de formas simples de la materia, que se organizan guiadas por las leyes de la física; la formación del sistema solar debido a la agregación de la materia en torno a una estrella; la situación de la Tierra en el Cosmos («There is nothing at all singular or special in the astronomical situation of the earth»); la agitada vida geológica de nuestro planeta; la evolución biológica –sin llegar a discernir el concepto de selección natural, aunque anduvo cerca– y la idea de que el ser humano es una especie recién llegada a este mundo; la relación de la mente con el encéfalo y el hecho de que los fenómenos mentales son producto del encéfalo, por lo que deben estudiarse como cualquier otro fenómeno orgánico («The human constitution is merely a complicated but regular process in electrochemistry»).
«Leídos en la actualidad, los Vestiges sorprenden por la habilidad con la que Chambers va hilando la historia del universo»
Un año después de la publicación de los Vestiges, Alexander von Humboldt comenzaba la publicación de su obra magna Cosmos. El enfoque –y la magnitud– que Humboldt dio a su obra es distinto del de Chambers, pero la idea de fondo es la misma: ofrecer una historia universal tejida por el conocimiento científico. Sin embargo, estas obras aglutinadoras no dejaban de ser objetos extraños dentro de la extraordinaria explosión científica de los siglos XIX y XX, una explosión que generaba –y requería– personas expertas en campos cada vez más específicos. Hasta que a finales de los años ochenta del siglo pasado David Christian, un historiador de la Universidad Macquarie de Sydney, decidió armar un curso universitario sobre lo que él denominó big history. No todos los años surge una nueva disciplina académica. En este caso el terreno estaba bien abonado y a partir de ahí han florecido cursos sobre gran historia en un puñado de universidades del planeta. El objetivo no puede ser más fascinante: transitar desde el Big Bang hasta la mente de Beethoven sin abandonar nunca la cadena de conocimiento. En España hay un grupo pionero en la Universidad de Oviedo, impulsado por Olga García Moreno. Ya saben, próximamente en las mejores universidades: la gran historia.