La biología evolutiva nos está permitiendo empezar a entender qué nos hace humanos, o a explicar la biodiversidad de este planeta azul que llamamos casa, pero no sabe qué hacer con las abuelas menopáusicas. Más de cinco décadas de investigación nos han proporcionado un contexto teórico coherente para entender por qué envejecemos (sintetizando hasta casi el absurdo: porque es la mejor estrategia para maximizar nuestro éxito reproductivo; véase «Natural-mente» del número 84 de Mètode), pero hay tres especies de vertebrados que parecen desafiar este principio evolutivo. En las orcas, el calderón de aleta corta y la especie humana, las hembras viven mucho más allá de su menopausia, y disfrutan de una larga etapa de su vida en la que no son capaces de reproducirse (los machos, no).
En muchas otras especies existen individuos que viven un tiempo tras haber perdido la capacidad para reproducirse, pero estos tiempos son insignificantes dada su esperanza de vida, se suelen dar en solo unos pocos individuos de la población o son fruto de la vida en cautividad. Al fin y al cabo, ¿por qué un organismo habría de sobrevivir más allá de su capacidad de reproducirse? La lógica evolutiva dicta que haría mucho mejor en invertir esos preciosos recursos que su cuerpo «malgasta» en sobrevivir tras la menopausia en lo que ocupa frenéticamente a la mayoría de los jóvenes, humanos y no humanos por igual, de este planeta: en reproducirse más y, a ser posible, mejor.
«La evolución podría favorecer la existencia de una larga vida postmenopáusica en las hembras de determinadas especies, como la humana»
Hay una vieja hipótesis que intenta explicar desde hace décadas este enigma gerontológico, y ahora por fin sabemos, gracias a investigaciones recientes de científicos de la Universidad de Exeter, que no anda desencaminada. Según esta idea, la evolución podría favorecer la existencia de una larga vida postmenopáusica en las hembras de determinadas especies, como la humana, porque en estas las madres y abuelas menopáusicas podrían contribuir de forma crucial a la supervivencia de su descendencia tras el destete. En humanos, existen pruebas circunstanciales para apoyar esta hipótesis (tal y como bien sospechamos hordas de jóvenes padres abuelo-dependientes), pero la ausencia en la actualidad de poblaciones humanas «naturales» hace muy difícil aportar pruebas concluyentes. Sin embargo, tras años estudiando el comportamiento social de las orcas, el grupo del doctor Darren Croft parece haber demostrado esta hipótesis.
En estos cetáceos –en los que las manadas están compuestas casi exclusivamente por abuelas, madres y su descendencia–, la muerte de la hembra más vieja del grupo afecta dramáticamente a la mortandad de su descendencia adulta (de más de treinta años de edad), ya que la multiplica entre 2,7 y 8,3 veces. Como los primeros humanos, las orcas dependen de fuentes de alimento (fundamentalmente cardúmenes de salmones) cuya disponibilidad varía drásticamente en el tiempo y en el espacio debido a factores externos como El Niño o la pesca humana. En estas circunstancias, las hembras más longevas de una manada van acumulando, con el paso de los años, información vital sobre cuándo, dónde y cómo encontrar y cazar salmones. De hecho, son las hembras menopáusicas más viejas las que guían a la manada en su búsqueda de bancos de salmón y durante la caza, un liderazgo que se hace especialmente importante en años de escasez. Curtidas en mil batallas, estas viejas madres y abuelas actúan como repositorios de información ecológica, como oráculos sobre los que descansa la supervivencia de toda la manada y, por tanto, de su familia. Todo esto, pues, para explicar algo que, en el fondo, todos sabíamos ya: que, por supuesto, las abuelas existen por y para la familia.