Hace poco más de ocho años, la revista Mètode dedicaba un dossier al paisaje, que coordiné yo mismo. Era el verano de 2008 y casi una década después parece que el concepto de paisaje ha empezado a arraigar, si bien tímidamente, en algunos sectores de la sociedad. Este efecto ha sido fruto de una especie de conjunción astral: por una parte, el trabajo constante de divulgación y sensibilización por parte de entidades e instituciones, como el Observatorio del Paisaje de Cataluña; por otra, la coyuntura económica que nos ha tocado vivir. El año 2008 estallaba la burbuja inmobiliaria y con ella se cerraba una etapa de riqueza especulativa, basada en la depredación territorial y el consumo desmesurado de suelo. Este tsunami arrastró dinero público y privado, ayuntamientos pequeños y grandes conurbaciones, empresarios y particulares. Se materializó en forma de zonas residenciales, polígonos industriales, o bajo la imagen de grandes infraestructuras viarias. El territorio, bajo los efectos del agente urbanizador, quedó hecho añicos, como si se tratara de un mosaico de Gaudí. ¿Quién no se apuntaba a esta marea, que llevaba asociados conceptos como progreso, riqueza o dinamismo? Nadie quería quedar excluido de aquella vía malentendida de ámbito europeo.
La epidemia provocó un incremento de la dispersión urbanística y, lo que es peor, un cambio en los usos del suelo y la mentalidad de la población. El campo fue abandonándose con la esperanza de la recalificación del suelo para la construcción de algún posible PAI. Y el efecto visual de todo aquello tuvo sus frutos: el terrain vague cubrió parte del territorio, paradójicamente algunas de las zonas más fértiles, como l’Horta de Valencia. El paisaje rural se convirtió, bajo este fenómeno, en un paisaje de márgenes, intersticial, aislado en pequeños oasis inconexos, entre polígonos industriales e infraestructuras viarias. Un paisaje cuyo relato o bien se perdió, o bien se vio puesto patas arriba.
Afortunadamente, la crisis económica y del sector de la construcción frustraron esta transformación que había alcanzado una inercia de dimensiones imparables, con la corrupción moral que llevaba asociada. Así pues, con la crisis aparecieron los paisajes del día después, aquella ruinas modernas, inacabadas, sin voz ni voto. Enfrente a esta situación y ante la imposibilidad de volver a un ritmo de depredación como el previo a 2008, las administraciones (algunas, solo) han empezado a entender que el paisaje es un activo y tiene un valor. Un activo económico para el sector del turismo, un activo que hace falta preservar por el valor natural y cultural que posee; y que puede convertirse en una fuente de subsistencia para las comarcas interiores y de montaña que sufren, además, el inevitable despoblamiento y la falta de relieve generacional.
Hoy la conciencia del paisaje va asociada a la emergencia de una mirada respetuosa, tanto por parte de los lugareños como por los forasteros. Mantener los paisajes vivos y con calidad aporta bienestar y se convierte en un inestimable recurso económico. A diferencia de matar a la gallina de los huevos de oro, se trata, ahora, de restaurar paisajes, de ponerlos al día, de devolverles su discurso. Un paisaje coherente, ordenado y querido habla por sí mismo y su apreciación se vuelve de repente algo universal. El turismo también lo ha entendido y ha explorado nuevas vías, como el ecoturismo o el turismo activo, ambos de bajo impacto. Es el nuevo rumbo, inevitable y civilizado. Es mejor no mirar hacia atrás…