Los niños de Balmis

La expedición que llevó a América la vacuna de la viruela

Balmis

La memoria es un ejercicio necesario y olvidar es peligroso. Memoria de lo que hemos dejado atrás y de cómo se logró. Solo una enfermedad ha sido erradicada del planeta gracias a las vacunas, la viruela, para la que ya no se necesita vacunación. Hay otras a punto de erradicarse, pero para conseguirlo debemos seguir luchando. Y el mayor peligro es que perdamos el miedo y dejemos de hacerlo. Ese convencimiento me llevó a escribir Los niños de la viruela (Anaya, 2017), novela que recoge uno de los más grandes hitos de la medicina, abanderado por la corte española y liderado por el doctor alicantino Francisco Xavier Balmis.

«Junto a las muertes que causaba, las secuelas de la viruela también eran terribles e iban desde las marcas en la piel a la ceguera»

Los niños de la inclusa

Se llamaba Jacinto. El 6 de junio de 1797 su madre lo abandonó en el torno de la inclusa del Gran Hospital Real de Santiago de Compostela, situado en la mismísima Praza do Obradoiro, al lado de la catedral que durante siglos ha sido reclamo de peregrinos de todo el mundo. Precisamente en una visita de los Reyes Católicos a Santiago, los monarcas ordenaron la construcción del hospital justo al lado del templo para atender a los cientos de peregrinos que llegaban enfermos. Así se construyó el magnífico edificio que, como muchos en la época, albergaba también una inclusa y una sala de partos «secreta».

Balmis

Nadie puede negar la importancia trascendental de este viaje que no solo llevó la vacuna a América, Filipinas e incluso China, sino que instauró la vacunación como un método posible y viable de prevención. A la izquierda, ilustración con pústulas de la viruela incluida en el Tratado histórico y práctico de la vacuna, traducido por Balmis del original en francés Traité historique et pratique de la vaccine (1801), de Jacques-Louis Moreau de la Sarthe. / Wellcome Images

Jacinto, «medianamente gordo», fue abandonado en el torno entre las nueve y las diez de la noche, como reza el Libro Reservado de Expósitos: «embuelto en un brullo de baieta azul vieja y un orillo de Segovia también viejo y negro, y en la mano derecha atada al puño una especie de zintica azul». El presbítero don Jacinto de Ponte y Andrade lo bautizó poniéndole su nombre. El lazo que el niño lucía en su muñeca no era un adorno, era una señal de pedida por la que su madre lo reclamaría algún día, seguramente cuando las cosas fuesen mejor. Muchos otros bebés la llevaban. Cintas, notas, marcas de cualquier tipo para reclamar al hijo abandonado, pero muy pocos volvían con sus padres. La escasez de recursos o nuevos hijos ante la falta de anticonceptivos eran los principales motivos por los que los huérfanos lo eran para siempre. Jacinto también. Se lo llevó a lactar un ama de cría, mujeres que hacían esa labor por dinero amamantándolos en sus casas hasta los dos o tres años. Pero solo el 50 % de los niños abandonados cumplía dos años y el 70 % no llegaban a los diez.

Jacinto sobrevivió, pero nunca volvió con sus padres. Una nota final en su ficha de registro dice «este niño fue escogido, en virtud de Orden de S. M., para transportar la vacuna de las viruelas a la América, siendo remitido a este fin desde esta Real Casa a La Coruña, en 8 de noviembre de 1803». Pocos días después, el 30 de noviembre, partiría del puerto de La Coruña formando parte de los 22 niños expósitos de la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna dirigida por el alicantino Francisco Xavier Balmis.

«La merma de los impuestos por las muertes masivas y el padecimiento de la enfermedad por parte de la infanta María Luisa tuvieron su peso en la sensibilidad de carlos iv»

La viruela era un viejo y temido mal de este planeta. La momia de Tutankamón ya la evidencia y Mozart la padeció, como tantos otros. Está producida por el virus Variola con dos variantes: Variola major (mucho más grave, con distintas formas clínicas y que puede llegar al 30 % de letalidad) y Variola minor (menos grave). Junto a las muertes que causaba, las secuelas de la viruela también eran terribles e iban desde las marcas en la piel a la ceguera.

Repasar la historia de la vacuna de la viruela asombra. Es sorprendente cómo aquellos médicos escasos de medios, sin conocer los virus y sin tecnología, tenían una de las más perfectas armas de trabajo: la observación. Fue el médico inglés Edward Jenner quien observó que las mujeres que ordeñaban vacas se contagiaban de la viruela del animal, mucho más benigna, y luego nunca contraían la humana. No conocía el virus de la viruela bovina que la provocaba ni sabía que era próximo al humano, pero la observación sirvió. Por supuesto, los reacios y contrarios a la vacuna no se hicieron esperar. ¡Introducir una enfermedad animal en un humano! Pensaban que era una idea descabellada y se llevaban, indignados, las manos a la cabeza. Pero la ciencia es terca y se empeñó en demostrar que la vacuna funcionaba.

Sorprende también cómo, pese a la oposición de la Iglesia y de muchos médicos, la vacuna corrió por Europa como la pólvora: Edward Jenner vacunaba en Inglaterra, James Bryce en Edimburgo, Gregor Uberlacher en Viena, Francesc Piguillem en Barcelona, etc. Pero frente a los conocidos vacunadores hubo otros olvidados. Antonio Posse y Roybanes era un modesto médico del Hospital de la Caridad de La Coruña. Un hombre entregado a su trabajo, ilustrado y enormemente avanzado a su época y, por supuesto, un vacunador convencido. Tanto que, en 1801, muy pocos años después de su descubrimiento, vacunaba al ser que más quería para protegerlo: su nieto de cinco meses de edad. El doctor Posse y Roybanes es uno de los grandes olvidados y por eso quise recuperar su figura como uno de los protagonistas de Los niños de la viruela.

Apremiados por la petición desde América, la expedición se preparó en un tiempo récord de solo siete meses a pesar de que las decisiones fueron muchas: la ruta, el personal, el presupuesto, el cargamento necesario, e incluso el método para transportar la vacuna en un viaje tan largo, tedioso y peligroso. En la imagen, la corbeta María Pita zarpando del puerto de La Coruña (1803). / Grabado de Francisco Pérez (BNE)

América se muere

En 1803 Carlos IV recibe la petición de las colonias de Ultramar de que envíe la vacuna de la viruela. El mal que fue llevado al nuevo continente por los europeos se hace allí fuerte sin inmunidad alguna en la población y mata a millones de personas. La situación era tan grave que Carlos IV decide formar la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna, que consiste no solo en llevar la prevención, sino lo más importante, formar juntas de vacunación en los nuevos territorios. Es decir, enseñarles a vacunar y establecer la vacuna como método de prevención y salud pública. Todo sufragado por la Real Corona Española. La merma de los impuestos por las muertes masivas y el padecimiento de la enfermedad por parte de la infanta María Luisa, hija de Carlos IV, tuvieron su peso en la sensibilidad del rey, a buen seguro.

El tema financiero no es de despreciar, sobre todo si pensamos en cómo se haría hoy. ¿Sufragaría un país gratuitamente una prevención o una cura? ¿Tendríamos de por medio una patente, un laboratorio o una multinacional? Casi mejor que no nos contestemos y volvamos al siglo xix. Apremiados por la petición desde América, la expedición se preparó en un tiempo récord de solo siete meses.

Un director para la aventura: Francisco Xavier Balmis

Las decisiones fueron muchas: la ruta, el personal, el presupuesto, el cargamento necesario, e incluso el método para transportar la vacuna en un viaje tan largo, tedioso y peligroso. Pronto Francisco Xavier Balmis pareció la persona más idónea para situarse al frente de la aventura acompañado de un segundo excepcional, el joven cirujano barcelonés Josep Salvany. El tiempo demostró el acierto de ambos nombramientos. Balmis, de carácter temperamental y cierto mal genio, fue sin embargo un meticuloso estratega de la operación. Y el joven doctor Salvany llegó a dar su vida por la encomienda. Tras el regreso de Balmis a España en 1806, Salvany siguió vacunando en territorios de América del Sur, pese a su escasa salud y a la cadena de desgracias que sufrió, desde perder la visión de un ojo a padecer enfermedades como la malaria y la difteria, pasando por un terrible naufragio. Murió en 1810 en Cochabamba, vacunando en tierras de lo que hoy es Bolivia, cuando tenía 33 años.

«En 1803 Carlos IV recibe la petición de las colonias de Ultramar de que envíe la vacuna de la viruela»

Pero tal vez la gran decisión fue cómo llevar la vacuna, que ya había viajado a América empapada en hilas entre dos cristales, pero así se corrompía con facilidad y no era un método seguro. Enseguida se descartó la posibilidad de llevar vacas enfermas y surgió la idea de trasladar el virus in vivo mediante una cadena humana de vacunaciones brazo a brazo. Se haría de dos en dos, por si en alguno no prendiese. Los dos primeros se vacunarían y a los diez días, cuando surgieran las ampollas, se rasparía de ellas un poco de líquido que después, mediante una leve incisión cutánea, se inocularía en el brazo de otra persona. Y así cada diez días, siempre brazo a brazo, siempre sin perder la cadena. Tal vez era una locura creer que serían capaces de mantener esa cadena durante años, pero la realidad es que lo hicieron. En ocasiones llegando a utilizar soldados, voluntarios e incluso tres esclavas.

Situándonos en la época, había un nuevo problema. Las enfermedades de la piel eran muy comunes, algunas incluso podían parecer falsas viruelas en su estado incipiente. El miedo a la transmisión de otras enfermedades fue también decisivo para que los elegidos fueran niños, y por su situación social, niños expósitos. Aquellos que llenaban a rebosar los hospicios sufragados por la caridad.

Balmis necesitaba que alguien atendiera a los niños en el barco. Esa persona se materializó en la rectora de la inclusa del Hospital de la Caridad de La Coruña: Isabel Zendal. Su figura fue decisiva en la travesía y llegó a empeñar su salud en el cuidado día y noche de los niños. En la imagen, fotograma de la película 22 ángeles (2016), dirigida por Miguel Bardem. / RTVE / Four Luck Banana / Sunrise Picture

Los niños y la rectora: los nuevos datos

Balmis estimó que precisaba veintidós niños para llegar a América con seguridad. Los quiso de siete a nueve años y así salió de Madrid a La Coruña con los primeros de la cadena de la vacuna. El meticuloso estratega había valorado todo menos lo complicado que era viajar con niños que se escapaban, se mezclaban entre ellos y no querían vacunarse. Al llegar a La Coruña decidió rebajar la edad de todos los que pudiera a partir de los tres años. Y decidió también que necesitaba a alguien que los cuidara en el barco. Esa persona se materializó en la rectora de la inclusa del Hospital de la Caridad de la ciudad: Isabel Zendal.

Si antes situábamos al doctor Posse y Roybanes como uno de los grandes olvidados, lo mismo sucede con Isabel Zendal, otra de las protagonistas de la aventura, pese a haber sido reconocida por la Organización Mundial de la Salud como la primera mujer enfermera en misión internacional. Dos periodistas e investigadores, Antonio López y Joaquín Pedrido, son los grandes recuperadores de la memoria de la rectora y de los niños gallegos. Ambos bucearon en los archivos hasta dar con datos que reconstruyeron la figura de Isabel, y su apellido. Era tal la situación de olvido que se llegaron a manejar treinta nombres diferentes de la rectora. Eso ha llevado a que su calle en La Coruña sea para Isabel López Gandalla. De igual manera figura con extraño apellido en el Premio Nacional de Enfermería de México que la honra y que se llama Isabel Cendala Gómez. Hay que decir que Balmis contribuyó a la confusión atribuyéndole en sus escritos distintas variantes de su apellido. Pero lo importante es que, gracias a la investigación de estos dos periodistas, ya sabemos su nombre, así como que tenía un hijo de soltera, Benito Vélez, uno de los embarcados. Durante años el niño figuró como hijo adoptivo y posiblemente esa fue una de las razones por las que la rectora aceptó el viaje: intentar tener una nueva vida con su honor intacto.

«surgió la idea de trasladar el virus ‘in vivo’ mediante una cadena humana de vacunaciones brazo a brazo»

Isabel Zendal fue decisiva en la travesía y llegó a empeñar su salud en el cuidado día y noche de los niños, como Balmis dejó escrito. López y Pedrido también encontraron los registros de los huérfanos gallegos en los Libros Reservados de Expósitos de Santiago y La Coruña, y aportaron nueva información sobre su edad y procedencia. De lo penoso y duro que fue aquel viaje, y los posteriores que se hicieron por América, ha quedado constancia histórica, aunque queda mucho por saber. Por ejemplo, Isabel Zendal se quedó en Puebla (México) con su hijo, pero su tumba sigue desaparecida. De los veintidós huérfanos, cuatro eran de Madrid; trece, del hospicio de La Coruña y cinco, de la inclusa de Santiago. Seis de los coruñeses tenían solo tres años de edad. Hay constancia de las quejas de Balmis porque no se les dio en adopción como les prometieran. Los más pequeños lo consiguieron, los mayores fueron a las escuelas patrióticas, pero a todos se les perdió la pista.

Recientemente, la Organización Mundial de la Salud ha alertado del aumento de los casos de sarampión en Europa. En el pasado mes de abril una joven portuguesa de diecisiete años falleció a causa del sarampión y de sus comunes complicaciones. Ni ella ni sus hermanas habían sido vacunadas ya que sus padres eran antivacunas. / El País / El Mundo / ABC

Devolver la memoria para seguir avanzando

Nadie puede negar la importancia trascendental de este viaje que no solo llevó la vacuna a América, Filipinas e incluso China, sino que instauró la vacunación como un método posible y viable de prevención. Los humanos no somos una especie de gran memoria. No hablo de capacidad sino de intención, de interés. Tenemos una clara tendencia al olvido. Ese olvido es más rápido y eficaz sobre las cosas malas o que nos disgustan. En cuanto las superamos, pasan a la trastienda. Pero recordar es útil y, sobre todo, inteligente. Hemos perdido el temor a algunas enfermedades como la viruela, el sarampión y la poliomielitis, entre otras dolencias, que han desaparecido de nuestras vidas y por tanto de nuestros miedos.

Hagamos una prueba. Salgamos a la calle y preguntemos a cualquiera si el sarampión puede matar a un niño. Seguramente todos o casi todos respondan sorprendidos que no. Nadie conoce a ningún niño que haya muerto de sarampión. Es cierto, y es una feliz noticia para nosotros. Pero es falso que esté erradicada. De hecho, es una terrible enfermedad para otros países del mundo donde el sarampión mató en 2015 a 134.200 personas. La diferencia entre nuestra realidad y la de ellos es la vacuna. En 1980, antes de que se extendiera su uso, el sarampión producía 2,6 millones de muertes al año. Cuando yo era niña la gente todavía temía al sarampión. Mi madre me mandó a dormir con un niño vecino lleno de manchas rojas para que me contagiara de pequeña. En mi caso nunca lo padecí, los lloros me libraron de dormir con aquel niño y todo se limitó a una tarde de juego obligatorio en la que no me infecté.

Hoy no tememos al sarampión. Y esa falta de memoria trae consecuencias. En el pasado mes de abril, una joven portuguesa de diecisiete años falleció a causa del sarampión y de sus comunes complicaciones. Ni ella ni sus hermanas habían sido vacunadas ya que sus padres eran antivacunas. Inmediatamente, la opinión pública del país vecino se encolerizó contra aquellos progenitores y el presidente del Colegio de Pediatría de la Orden de Médicos portugueses, José López dos Santos, declaró que los padres que decidan no vacunar a sus hijos tienen que ser responsabilizados de sus muertes. «Este es un claro caso de negligencia y el Estado o el Ministerio Público tiene que investigar a los padres y procesarlos por haber cometido un acto criminal», sentenció. Lo cierto es que en nuestro edificio, en nuestro barrio o en el colegio de nuestros hijos ya nadie padece sarampión. Pero el virus existe y solo la vacunación masiva nos ampara, igual que puede dejar de hacerlo si no se realiza.

En el caso de la poliomielitis, la enfermedad se ha limitado a unos pocos países en los que el Fondo de Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF), el primer comprador mundial de vacunas, ha logrado con gran esfuerzo y vacunaciones masivas un retroceso impresionante de la enfermedad. En los próximos años la polio será la segunda enfermedad en desaparecer gracias a la vacunación. La primera y única por el momento es la viruela.

«enfermedades como la viruela o el sarampión han desaparecido de nuestras vidas y de nuestros miedos»

En 1980 la Organización Mundial de la Salud declaró la Tierra libre de viruela. Y ese éxito, como hemos visto, tiene en buena medida nombres concretos que no suelen figurar en los libros de texto. El 14 de febrero de 2017, a raíz de la publicación simultánea del libro Os nenos da varíola (Galaxia) en su original en gallego, junto con las traducciones Los niños de la viruela (Anaya) en castellano y L’expedició del doctor Balmis (Bromera) en catalán, se colocó en la pared de la antigua inclusa del Hospital Real de Santiago una placa conmemorativa en recuerdo de los cinco niños de Balmis que salieron de allí. Uno de ellos era Jacinto, que se fue a América con seis años. Un sencillo pero emotivo acto en la habitación donde vivían y que hoy, curiosamente, es la lujosa sala de lecturas del Parador dos Reis Católicos, de cinco estrellas. La memoria no está en los nombres de las calles, las estatuas o los monolitos, la memoria está en las personas, en las emociones y los sentimientos. Recordar a todas esas personas, adultos y niños, vivir y sentir su historia, es devolverles algo de lo que nos han dado.

Con todo ese esfuerzo hemos erradicado la viruela del mundo. Con muchos otros esfuerzos que continúan, estamos cercando la poliomielitis. Seguiremos avanzando, si tenemos memoria y seguimos luchando, todos.

1.«Embuelto en un brullo de baieta azul vieja y un orillo de Segovia también viejo y negro, y en la mano derecha atada al puño una especie de zintica azul». (Tornar al text)

© Mètode 2017 - 95. El engaño de la pseudociencia - Otoño 2017

Escritora y periodista. Actualmente presenta el programa A Revista Fin de Semana en la Televisión de Galicia.

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