Entrevista a Jean-Pierre Bourguignon
«Europa está en peligro de perder toda una generación de investigadores científicos»
Matemático y expresidente del European Research Council
Jean-Pierre Bourguignon nació en Lyon dos años después del final de la Segunda Guerra Mundial. Su familia era de origen humilde: su padre no pudo acabar la educación primaria porque tenía que trabajar en una granja, aunque finalmente pudo obtener el certificado de estudios a pesar de no ir a clase el último año. Fue por eso que animó tanto a sus hijos a estudiar: Jean-Pierre Bourguignon y su hermana se convirtieron, los dos, en buenos profesores de matemáticas. Este inicio vital no exento de dificultades es el punto de arranque de una trayectoria investigadora y divulgadora apasionante. Desde muy joven, Bourguignon fue integrante del Centre National de la Recherche Scientifique (CNRS). También ha sido profesor de la École Polytechnique (1986-2012) y director del reconocido Institut des Hautes Études Scientifiques (1994-2013). Ha presidido la Sociedad Francesa de Matemáticas (1990-1992) y la Sociedad Europea de Matemáticas (1995-1998). Los últimos siete años (2014-2021) ha presidido el prestigioso European Research Council, cuyo objetivo es fomentar y financiar la investigación de alta calidad en Europa. Doctor honoris causa por varias universidades del mundo, ha recibido numerosos premios y reconocimientos. De visita a Barcelona para pronunciar una conferencia en el Institut d’Estudis Catalans, recibe a la revista Mètode en la Casa de Convalescència para hablar de su carrera y también para hacer una advertencia: la situación generada por la pandemia de la COVID-19, sumada al cambio de paradigma tecnológico en las grandes empresas, está conduciendo a Europa a una tormenta perfecta en el campo de la investigación: se dibuja la amenaza de que se pierda toda una generación de investigadores científicos.
¿Cómo nació su interés por la ciencia y en especial por las matemáticas?
En el instituto, tuve el mismo profesor de matemáticas durante cinco años seguidos. Era muy buen profesor, el señor Lametre. Hacía que los estudiantes que sacaban buenas notas ayudaran a los que tenían dificultades. Aquello me preparó para ser profesor: para explicar algo a otra persona lo tienes que entender más a fondo que cuando te lo explicas a ti mismo. Entonces no me interesaban especialmente las matemáticas. Me resultaban fáciles, pero me gustaba más leer literatura o filosofía. El hombre que realmente me suscitó la atracción hacia las matemáticas fue el profesor del último curso de bachillerato. Era un profesor muy malo. Evidentemente explicaba cosas muy interesantes, pero nadie de clase entendía nada de lo que decía. Yo encontré que aquello era un reto para mí y me dije: «Quiero entenderlo». De ese modo aprendí a trabajar solo. Era algo que no había hecho nunca. Antes, hacía los ejercicios que me pedían, sacaba buenas notas y ya está. En cambio, trabajando para mí mismo, de entrada, no tuve buenos resultados. Aquel profesor pedía ejercicios muy difíciles y todos en clase sacábamos malas notas. La sorpresa, sin embargo, llegó cuando entré en el curso de preparación para la universidad. Yo pensaba que sería de los estudiantes de la media, porque había muy buenos alumnos, pero me di cuenta de que era el primero en matemáticas, y todo por aquel profesor con el que había aprendido a trabajar por mí mismo. Ahí fue donde me di cuenta de que me podía dedicar a las matemáticas.
Justo a continuación entró en la École Polytechnique y allí vivió el estallido de mayo del 68. ¿Cómo afectaron las protestas a su formación?
Ya antes de las protestas, mi promoción en la École Polytechnique no estaba nada satisfecha con la docencia. Un compañero y yo éramos los representantes del cuerpo de alumnos y, cuando vimos que algunos profesores no tenían el nivel adecuado, organizamos unos cursos paralelos donde dábamos clases. Si el profesor de mecánica era un desastre, buscábamos todos los libros de mecánica en la biblioteca –en inglés, en ruso, en alemán, en francés– y, con un pequeño grupo, ordenábamos la información para explicar lo que el profesor no dejaba claro. Eso fue una oportunidad fantástica para después poder formarme de cara a la investigación. Para protestar por la calidad de los profesores, también convencimos a todos los alumnos de la promoción de que se quedaran en la escuela un fin de semana entero. Sabíamos que sería un golpe de efecto, porque la École no estaba preparada para alimentar a tanta gente. Después, cuando estalló el mayo del 68, aprovechamos los disturbios de fuera para forzar a la escuela a cambiar. Nos dimos cuenta de que la École Polytechnique tenía un problema estructural y pasó algo que hoy parecería una locura: mi compañero y yo fuimos nombrados adjuntos al nuevo director –un gran ingeniero– para transformar la enseñanza del centro y nos convertimos en profesores con solo 21 años. Fue un momento muy especial.
¿Cómo decidió ir a los Estados Unidos para continuar su carrera en el ámbito de las matemáticas?
Al acabar en la École Polytechnique publiqué un trabajo de investigación y el Centre National de la Recherche Scientifique (CNRS) me contrató. Tenía 21 años, algo que hoy sería totalmente impensable. Tenía la ventaja de que, aunque el sueldo era bajo, ya tenía trabajo y, por tanto, podía mirar el futuro con cierta estabilidad. Pero lo que realmente fue un punto de inflexión para mi carrera, como dices, fue la invitación de ir a los Estados Unidos en 1972. Un matemático americano, Jim Simons, vino a escucharme a un seminario en París en junio de aquel año y al día siguiente ya tenía un fax en mi mesa de la oficina en el que me ofrecía una plaza de profesor en América, y eso que todavía no tenía el doctorado. Estuve en los Estados Unidos un año y después, cuando volví a Francia, defendí mi thèse d’état [el equivalente de la tesis doctoral en aquel momento en Francia] y volví a trabajar en el CNRS.
En el instituto, tuve el mismo profesor de matemáticas durante cinco años seguidos. Era muy buen profesor, el señor Lametre. Hacía que los estudiantes que sacaban buenas notas ayudaran a los que tenían dificultades. Aquello me preparó para ser profesor: para explicar algo a otra persona lo tienes que entender más a fondo que cuando te lo explicas a ti mismo. Entonces no me interesaban especialmente las matemáticas. Me resultaban fáciles, pero me gustaba más leer literatura o filosofía. El hombre que realmente me suscitó la atracción hacia las matemáticas fue el profesor del último curso de bachillerato. Era un profesor muy malo. Evidentemente explicaba cosas muy interesantes, pero nadie de clase entendía nada de lo que decía. Yo encontré que aquello era un reto para mí y me dije: «Quiero entenderlo». De ese modo aprendí a trabajar solo. Era algo que no había hecho nunca. Antes, hacía los ejercicios que me pedían, sacaba buenas notas y ya está. En cambio, trabajando para mí mismo, de entrada, no tuve buenos resultados. Aquel profesor pedía ejercicios muy difíciles y todos en clase sacábamos malas notas. La sorpresa, sin embargo, llegó cuando entré en el curso de preparación para la universidad. Yo pensaba que sería de los estudiantes de la media, porque había muy buenos alumnos, pero me di cuenta de que era el primero en matemáticas, y todo por aquel profesor con el que había aprendido a trabajar por mí mismo. Ahí fue donde me di cuenta de que me podía dedicar a las matemáticas.
¿Cuál fue el tema de su doctorado?
La geometría diferencial. En aquel momento, en la teoría física se estaba poniendo de moda encontrar, en un espacio determinado, todas las formas posibles de introducir métricas. Yo abordé ese tema, pero desde un punto de vista matemático.
Además de la investigación, también se ha dedicado a fondo a la divulgación científica. ¿De qué trabajos está más satisfecho en este ámbito?
De una serie de entrevistas a matemáticos para la Gazette des Mathématiciens, la revista de la Sociedad Francesa de Matemáticas. También de la codirección de varias películas como por ejemplo Tambour, que dis-tu? (1985). Fue la primera que hicimos y trataba de la geometría del sonido producido por un tambor –existe un famoso teorema que dice que si conoces todas las notas que produce un tambor puedes predecir su forma–. Otro de los films que hicimos, The new shepherd’s lamp (1995), trataba sobre el impacto de las matemáticas en la astronomía. También me ha hecho muy feliz una exposición sobre las matemáticas que comisarié para la Fundación Cartier para el arte contemporáneo. La muestra se titula Mathematics: A beautiful elsewhere y, para llevarla a cabo, organizamos unos encuentros muy interesantes entre matemáticos y artistas. Entre ellos estaba, por ejemplo, Patti Smith. Fue una experiencia extraordinaria.
Las conversaciones entre matemáticos y artistas debían de ser apasionantes…
Todos los que reunimos para aquellos encuentros, tanto matemáticos como artistas, eran personas excepcionales y quedaron fascinadas las unas de las otras. Demostraron un vivo interés y mucha curiosidad por el trabajo de los otros participantes.
Los últimos siete años ha sido el presidente del European Research Council (ERC), cuyo objetivo es financiar a los investigadores atendiendo tan solo a la calidad de sus proyectos. ¿Cuál considera que ha sido el éxito más significativo durante estos siete años?
Hemos financiado miles de proyectos y resulta casi imposible señalar solo uno. Pero quizás el más espectacular, viniendo como venimos de la pandemia, no tanto por el resultado científico en sí, sino por el impacto extraordinario en la sociedad, es el de Uğur Şahin, el oncólogo fundador de BioNTech, que recibió financiación del ERC para estudiar las vacunas de ARNm. Su propuesta de investigación, claro, no tenía nada que ver con la COVID-19; él estaba estudiando tratamientos contra el cáncer basados en ARNm: tuvo que desarrollar un conocimiento profundo sobre el mecanismo por el cual funciona el ARNm y cómo se puede proteger para que entre en las células sin ser destruido. Es por eso que obtuvo, entre otras, nuestra financiación. Y cuando empezó la pandemia, Şahin decidió intentar ver si el conocimiento que había desarrollado se podía aplicar a la COVID-19 y eso condujo a la historia extraordinaria de la vacuna.
Hablando de la pandemia, por un lado, parece que la COVID-19 haya aumentado la conciencia de los políticos para fomentar la investigación médica, pero por otro, la pandemia ha tenido un efecto muy negativo en las condiciones laborales del personal investigador. ¿En qué punto estamos ahora?
En primer lugar, no tendríamos que olvidar lo que nos ha enseñado la pandemia. Haría falta que la población se diera cuenta de lo extraordinario que es que hayamos conseguido vacunas como las de Moderna o BioNTech, que han sido posibles gracias a la inversión hecha a largo plazo. Que se hayan desarrollado tan rápidamente, en menos de un año, tendría que considerarse un gran argumento a favor de la inversión en investigación. Ahora bien, desgraciadamente, mucha gente piensa: «Si tenemos un problema, destinamos dinero y ya está: obtenemos la solución». Pero las cosas no funcionan así. Hay mucha gente que lo considera normal, pero no es normal en absoluto. Que hayamos tenido las vacunas tan rápidamente es realmente extraordinario. Por desgracia, lo que habría tenido que ser una lección fantástica para la población, me temo que ya se ha olvidado. En cuanto a la otra parte de la pregunta, algo que me preocupa mucho y por lo que estoy luchando desde hace un año, es la necesidad de que midamos y evaluemos cuál ha sido el impacto real de la pandemia en la carrera de los investigadores jóvenes. Lo he ido repitiendo y no parece que me haya escuchado mucha gente, pero yo continúo insistiendo. He recibido mensajes de colegas de muchas disciplinas académicas diferentes y de varios lugares que me dicen: «Todos mis alumnos de doctorado se van. No se quedan en la universidad porque no ven perspectiva de hacer una investigación decente».
«Hay pocos políticos que entiendan bien el proceso por el que la investigación tiene un impacto tan grande en la sociedad»
Eso es muy preocupante.
Sí, porque quizás estamos a punto de perder la próxima generación de investigadores. Es un tema muy muy importante, al que considero que no se le está dando la atención adecuada. Porque, además, entra en juego otro gran factor que no se acaba de percibir: muchos consejeros delegados (CEO) de las grandes empresas saben que tienen que transformar el perfil de su personal para adaptarlo a la inteligencia artificial y a otras innovaciones, así como también al cambio climático. Sus ingenieros y trabajadores actuales son competentes, pero desde el punto de vista de las competencias del paradigma que ya estamos dejando atrás, y ahora tendrían que adquirir una formación totalmente nueva para hacer la transición, lo que implicaría diez años. Pero estas grandes empresas no se pueden permitir esperar diez años para cambiar el perfil de su personal. Entonces, ¿qué hacen? Han empezado a contratar masivamente graduados muy jóvenes, con nivel de máster, ni siquiera con nivel de doctorado. Y está claro, los sueldos que ofrecen estas empresas no tienen nada que ver con los sueldos de los profesores ayudantes en la universidad. Por tanto, con la combinación de estos dos factores, existe el peligro de que los graduados jóvenes y con talento no quieran hacer investigación en el sector público ni trabajar en la universidad.
Quizás los responsables públicos tendrían que hacer algo. A veces, usted ha dicho que tendría que haber científicos en los equipos de los presidentes y primeros ministros. ¿Eso ayudaría a paliar la situación que expone?
Para mí, el punto clave es que hay pocos políticos que entiendan bien el proceso por el que la investigación tiene un impacto tan grande en la sociedad. No es un proceso sencillo. Una de las grandes dificultades con los políticos, al menos en los países democráticos, es que, para el político, lo más importante son las próximas elecciones; necesitamos que los políticos se enfoquen en lo que tendrá un impacto más allá de los siguientes comicios. Este es el primer paso. El segundo es que sean capaces de compartir con otros políticos, incluso de sensibilidades diferentes, algunos objetivos comunes que vayan más allá del interés inmediato. De momento, pocos países están siguiendo este camino. Quizás la nueva coalición alemana va un poco en esta dirección. Los Verdes, la SPD y la FDP vienen de trayectorias diferentes y han conseguido ponerse de acuerdo en una política común. Esto me hace tener un poco de esperanza en que quizás algunos responsables políticos pueden intentar entender las implicaciones del cambio climático o cómo se implementará la inteligencia artificial y el resto de innovaciones. Son temas que, para tratarlos, te tienes que dar tiempo, no solo el tiempo que existe entre dos elecciones. Pienso que, en este proceso de conseguir que haya responsables que sean capaces de aceptar esta perspectiva, los científicos son clave. Porque tenemos que conseguir explicar a la población que hay que tomar decisiones inevitables. En muchos países la tendencia es decir: «Bien, todo lo que ha hecho el gobierno está mal y, si hay cambio de gobierno, yo haré exactamente lo contrario». Pues no es lo correcto, porque está claro que el gobierno puede haber cometido errores, pero no todo estará mal. Si realmente se quiere tener un impacto sobre el cambio climático, la única manera de hacerlo es introduciendo correcciones, pero serán correcciones, no cambiando de política de arriba abajo. La urgencia climática es tan grande que tenemos que tratar de tener un consenso político. Incluso cuando, de ahora en lo sucesivo, se saquen adelante medidas adecuadas, el resultado no se verá hasta después de mucho de tiempo. Y sobre todo hace falta consenso porque estas medidas serán impopulares, porque hará falta que todo el mundo cambie sus hábitos. La necesidad de esta pedagogía es muy urgente y pienso que los científicos tampoco han hecho los esfuerzos necesarios. Es necesario que hablen a fondo con los políticos de una forma muy abierta, no con la presión de las decisiones de lo que se tiene que hacer para mañana. Por tanto, solo si políticos y científicos se reúnen a menudo y hablan abiertamente, tendremos la oportunidad de cambiar la actitud de ambas partes.