El rescate del citoplasma

Rescuing Cytoplasm. Where the Science and Politics of Women Overlap.
Women inside and outside science have played a key role in biological thought of the twentieth century. In a plural exchange, they have brought to light the androcentric bias that permeates it. This has had consequences for science itself and for society as a whole.

El peso de la tradición androcéntrica  en el pensamiento biológico

Es difícil imaginar los cambios que han tenido lugar en la ciencia del siglo xx sin tener en cuenta a las mujeres, tanto en la práctica científica como en la investigación feminista, ambas inseparables del movimiento político de las mujeres. De hecho, cabe decir que esa intersección ha provocado transformaciones en las instituciones, en las profesiones y en las propias disciplinas académicas. Transformaciones todas ellas poco estudiadas hasta el presente, lo que hace que pierdan visibilidad al quedar subsumidas en el discurso dominante.

Orientar el foco hacia esa inter­sección ilumina espacios inexplorados en los que ha sido posible encontrar nuevas claves para el estudio de la historia y la filosofía de la ciencia y explorar los sesgos androcéntricos, muchas veces imperceptibles, que impregnan el campo científico.

«Dos campos centrales de la investigación biológica, como son la fecundación y el desarrollo embrionario, se han sustentado sobre ideas clásicas ancladas en el imaginario occidental»

Me voy a referir, aunque sea brevemente, a dos campos centrales en la investigación biológica como son la fecundación y el desarrollo embrionario, tradicionalmente «desenfocados», y que se han visto beneficiados por esa confluencia. Son campos que se han sustentado, de forma más o menos explícita, sobre ideas clásicas ancladas en el imaginario occidental. Unas ideas que se hacen visibles en el recorrido histórico que nos conduce desde la teoría del homúnculo, de los siglos xvii y xviii, a la acción de los genes del siglo xx. Su interés radica en que en ese proceso histórico son claramente perceptibles las implicaciones científicas y socioculturales que el androcentrismo ha tenido en el desarrollo de la biología.

En los inicios de la ciencia moderna, la generación de la vida se explicaba mediante el homúnculo, que no era sino un pequeño hombre contenido en el esperma que necesitaba ser depositado dentro de una mujer para crecer. En la imagen, espermatozoide conteniendo un homúnculo o pequeño hombre, dibujado por Nicolas Hartsoeker a finales del siglo xvii. / © Mètode

En otras palabras, la prominencia del papel activo en la fecundación asignado primero al espermatozoide y después al núcleo, relegando al óvulo –y posteriormente al citoplasma– a un papel subsidiario y pasivo, ha sido una constante en la investigación y en la historia del pensamiento biológico. Si bien, este pensamiento se ha expresado en distintos lenguajes y ha utilizado diversas metáforas, acorde con cada momento histórico, ha mantenido la continua asociación del espermatozoide-núcleo con lo masculino y del óvulo-citoplasma con lo femenino. De modo que en el siglo xx la teoría genética estableció que los genes –contenidos en el núcleo (masculino)– son los agentes del desarrollo, mientras que el citoplasma (femenino) cumpliría una función simplemente nutricia, en una lógica coherente con la cultura dominante. Es decir, a pesar del avance en las investigaciones, en el imaginario persisten supuestos que muestran la división y jerarquización de lo masculino y lo femenino y eso tiene consecuencias en la conceptualización de las mujeres y de los hombres reales.

Dado que en esa jerarquización las más perjudicadas son las mujeres, no debe extrañar que hayan sido ellas las que, tanto desde dentro como desde fuera de la ciencia, hayan salido, en este caso, al «rescate del citoplasma» y, con ello, hayan logrado la recuperación y valoración de los «efectos maternos». Tampoco es una casualidad que esto ocurriera en la década de 1970, en la que, como es sabido, crecía la efervescencia del movimiento feminista, tanto en la práctica como en la teoría.

En los inicios de la ciencia moderna la generación de vida se explicaba, sorprendentemente, con la imagen del homúnculo, según la cual el esperma contenía en su interior un «hombre pequeño» (homúnculo), el cual necesitaba simplemente ser depositado dentro de una mujer para que creciese. Sobre esta base se sustentaron las teorías explicativas de la fecundación que asignaban a las células sexuales funciones vinculadas a las características sociales atribuidas a cada sexo. De este modo, el espermatozoide adquiría un papel activo y preponderante al contener en su interior el organismo ya preformado, por el contrario el óvulo quedaba relegado a cumplir funciones puramente nutricias y, en consecuencia, tendría un papel pasivo, en clara alusión a la relación complementaria masculino-femenino. Lo paradójico de estos modelos clásicos de interpretación y representación androcéntricas reside en que hayan, en mayor o menor medida, configurado históricamente el discurso científico de la biología moderna de una manera tan inconsistente, por así decir. Y lo que es más llamativo, que aún persistan en la investigación y en su transmisión esos supuestos tácitos del imaginario occidental que otorgan a los hombres un papel decisivo en la procreación, mientras que las mujeres quedan reducidas a ser meras depositarias de una materia previamente moldeada. Irónicamente, estas ideas subyacen tanto en el lenguaje como en las metáforas científicas, incluso, en los discursos bienintencionados cuya pretensión es contrarrestar los sesgos sexistas existentes, lo que indica la profundidad de su enraizamiento.

«No debe extrañar que hayan sido las mujeres las que, tanto desde dentro como desde fuera de la ciencia, hayan salido al “rescate del citoplasma” y hayan logrado recuperar y valorizar los “efectos maternos”»

En términos científicos, esas interpretaciones se expresan caracterizando al óvulo como pasivo, e incluso hostil, el cual es penetrado por un espermatozoide activo que lo capacita para su función reproductora: «El óvulo se comporta “femeninamente” y el espermatozoide “masculinamente”», escribe Emily Martin (1991). Es más, «el relato clásico que ha circulado durante siglos ha puesto el énfasis en el funcionamiento del espermatozoide y ha relegado al óvulo al papel de Bella Durmiente, de simple apoyo: la novia dormida despertada por el beso mágico de su compañero que le infunde el espíritu y con él la devuelve a la vida», de acuerdo con Gerald y Heidi Schatten (1983).

Creer es ver. Entre las imágenes fundadoras de la anatomía moderna se repite la de la vagina como pene porque el cuerpo del varón es el arquetipo. Es la ideología y no la observación lo que determina el valor de la diferencia. / © Mètode

Posteriormente, cuando la investigación se centró en el núcleo, las referencias metafóricas han asociado ese núcleo con lo masculino y el citoplasma con lo femenino, contribuyendo así a perpetuar el discurso convencional en el que reverberan los sonidos de antiguas jerarquías, claramente reflejadas en la dicotomía cuerpo-citoplasma/mente-núcleo o, dicho con palabras de Evelyn Fox Keller (2004), «en términos platónicos, el citoplasma representaría el cuerpo y el núcleo el alma activadora», en abierta alusión a la división jerárquica femenino/masculino.

De manera que mediante la extrapolación de la tradición cultural a la experiencia biológica se construye un discurso ideológico, con un resultado que conduce a que la diferencia biológica se trasmute en desigualdad sexuada. Es decir, los diferentes aportes maternos y paternos son datos biológicos, hechos empíricos, que no implican ninguna jerarquía. La jerarquización viene después, cuando, tomando como fundamento estos datos empíricos, se elaboran metáforas explicativas adecuadas y se construyen discursos legitimadores de las desigualdades entre los sexos dominantes en la sociedad. O, lo que es lo mismo, basándose en aquella primera diferencia se legitima que el sexo femenino sea considerado biológicamente dependiente del masculino como lo sería, supuestamente, el óvulo-citoplasma del espermatozoide-núcleo. Partiendo de este supuesto, entre lo cultural y lo biológico se cierra un círculo, en el que desde lo construido culturalmente –lo masculino, activo, y lo femenino, pasivo– se estudia y se define lo biológico –qué son y qué hacen el óvulo y el espermatozoide–, y esto, a su vez, reafirma científicamente la masculinidad y la feminidad tradicionales.

Pero, esa focalización en la búsqueda de «la mente de la célula» ha sido perjudicial no sólo para las mujeres sino para la propia ciencia, puesto que la sexuación de la célula y la ocultación de los «efectos maternos» han oscurecido el citoplasma y con ello los resultados de la investigación.

El papel de las mujeres en la investigación de los «efectos maternos»

Los cambios se produjeron en los años setenta del pasado siglo al poner en un primer plano lo que se ha dado en llamar «el rescate del citoplasma». En ese giro es en el que fue decisiva la intervención de las mujeres, tanto desde la práctica científica como desde los estudios feministas de la ciencia. Por lo que no es aventurado avanzar que han sido básicamente las mujeres –dentro y fuera de la ciencia– las que han salido al «rescate del citoplasma» y, con ello, han logrado la recuperación y valoración de los «efectos maternos». Si bien, conviene recordar aquí que a ello ha contribuido también el discurso crítico de la ciencia, puesto que con él se pudo desvelar que en la investigación del mundo natural intervienen valores, opiniones, creencias e intereses que se expresan en el lenguaje y en las metáforas científicas. Y en esas metáforas y en esos lenguajes, es preciso insistir, subyace el androcentrismo, como ha sido desvelado por la investigación feminista.

De un lado, las nuevas interpretaciones del desarrollo del embrión fueron posibles, solamente, cuando se descentró la investigación, desplazando el núcleo celular y estudiando el citoplasma en su debida dimensión. Y esto ocurrió en un momento histórico concreto que no es otro que el del apogeo del feminismo de la segunda mitad del pasado siglo y en el que también se desarrolló la crítica de la ciencia: «Finalmente, hubo que esperar a que el movimiento de las mujeres modificara nuestras ideas sobre el género […] para que estos cambios comenzaran a notarse en la biología», escribe Fox Keller (2004).

«El imaginario occidental otorga a los hombres un papel decisivo en la procreación, mientras que las mujeres quedan reducidas a meras depositarias de una materia previamente Modelada»

En cuanto a la práctica científica, de otro lado, es significativo el papel de la bioquímica y premio Nobel Christiane Nüsslein-Volhard, que, junto con su equipo, consiguió identificar los genes de efecto materno, es decir, los genes que funcionan controlando el inicio del desarrollo embrionario, basándose en la función que tiene el óvulo antes de la fecundación en la activación de los genes de origen materno. Este empeño de Nüsslein-Volhard permitió, además de identificar los genes maternos, desplazar el discurso de la centralidad del núcleo celular, que consideraba a los genes nucleares como los únicos agentes capaces de llevar a cabo la construcción de un organismo.

El organismo con el que ella y su equipo trabajaban, en la búsqueda de los genes maternos que regulan el desarrollo del embrión, era la mosca del vinagre (Drosophila melanogaster) y su empeño consistía en desentrañar la casi magia que supone que de una sola célula, el cigoto, surjan organismos tan complejos como una mosca o un ser humano.

Igual que ocurre con todos los organismos sexuados, la mosca del vinagre comienza su vida como una sola célula, un cigoto. A continuación, esa célula se divide en dos, esas dos en cuatro, y así sucesivamente hasta que llegan a ser dieciséis. Hasta ahí, todas esas células son idénticas y, en la siguiente división, bajo el control de determinados genes, comienzan a especializarse. Es este primer estadio del desarrollo, cuando el organismo pasa de ser un cigoto –fusión de gameto femenino y gameto masculino– a un embrión segmentado, el que es controlado por los genes maternos y fue el que interesó a Nüsslein-Volhard. Posteriormente, la investigación fue ampliada al desarrollo embrionario de organismos más complejos, incluidos los seres humanos.

El establecimiento del papel crítico desempeñado por el citoplasma antes de la fecundación, y con ello la recuperación de los «efectos maternos», ocurrió, como hemos visto más arriba, en los años setenta. Sin embargo, se sabía con anterioridad de su existencia. «¿Por qué no se estudiaron antes?», se pregunta Fox Keller. Lo cierto es que Nüsslein-Volhard empezó trabajando con un mutante aislado por Alice Bull diez años antes. Asimismo, otra investigadora, Sheila Counce, había aislado otro, en 1950. La respuesta para Fox Keller es que faltaba «motivación». Una motivación que hay que buscar en otro lugar más allá del discurso hegemónico de la genética. Esto es, en los fundamentos de ese discurso. Y eso tiene que ver, hay que decirlo, con la política sexual dominada por las jerarquías. Por eso, hubo que esperar a que se produjeran los cambios necesarios en esa política, los cuales finalmente propiciaron un contexto histórico favorable.

La boquímica y premio Nobel Christiane Nüsslein-Volhard consiguió identificar los genes de efecto materno que controlan el inicio del desarrollo embrionario. En la imagen, Nüsslein-Volhard recogiendo un premio en 2007. / © Mètode

Consecuencias para la ciencia  y consecuencias para la sociedad

Cabe decir, pues, que fue preciso poner de manifiesto la dimensión cultural externa a la biología para desvelar los componentes androcéntricos y poder analizar sus consecuencias negativas, no sólo para las mujeres sino para la propia la ciencia. Para poder, en definitiva, desvelar cómo bajo las ideas de autonomía e independencia, de la supuesta neutralidad de la ciencia, subyacen sesgos androcéntricos perjudiciales para la investigación, en general, y para las mujeres en el campo científico, en particular. De hecho, entre 1950 y 1970, cuando hasta las expresiones «efectos maternos» y «herencia materna» habían desaparecido del lenguaje científico, su sola mención podía ser objeto de burla. Eso es lo que le ocurrió a Ruth Sager cuando publicó su libro Cell Heredity, en 1961: fue ridiculizada por sus colegas, que la llamaban «Ruth, la defensora del huevo».

Por plantearlo con otras palabras, asimilar la investigación del óvulo y del citoplasma con el estudio de lo femenino conduce a catalogarlo como una cuestión de mujeres. Mientras, lo que prevalece es la investigación relativa al espermatozoide y al núcleo, que, aunque sustentada sobre fundamentos androcéntricos, es ca­talogada, no obstante, como neutra y bajo esa premisa sus resultados son legitimados por la comunidad científica, en cuya autoridad reside, precisamente, la aceptación o la denegación de las investigaciones. De esta forma, se cierra un círcu­lo vicioso en el que el discurso dominante se ve de nuevo científicamente autorizado, a pesar de estar sostenido por una práctica experimental sesgada que mantiene el carácter hegemónico del núcleo (paterno) y centra en éste el estudio y la investigación, esto es, focaliza en él las preguntas y los experimentos científicos a realizar. Y es desde esa perspectiva desde la que el citoplasma (materno) pierde significado y se convierte en irrelevante para el estudio y la experimentación en el campo biológico.

Cuando esa situación comenzó a cambiar se pudo verificar que sus consecuencias no afectaron solamente a las mujeres, se dejaron sentir también en el campo científico: la asociación del óvulo y del citoplasma con lo femenino no sólo supuso una pérdida de estatus en la investigación, tuvo también consecuencias negativas para la biología: al relegarlos a un plano de menor relieve perdieron significado. En consecuencia, fue preciso desechar la sexuación de la célula para descentrar la investigación y favorecer el cambio. Los progresos a que dio lugar ese desplazamiento han llevado a que, hoy en día, se cuestione de manera radical la doctrina del gen como agente único e incluso primario del desarrollo. Así lo atestiguan las investigaciones actuales, que apuntan hacia la consideración del citoplasma como lugar de control del desarrollo con tantas probabilidades como el genoma.

La historia de la medicina está determinada por la mirada androcéntrica. El varón observa, planifica y actúa sobre el cuerpo de la mujer convertido en terreno para sus conquistas médicas. Los grabados muestran una ovariotomía de 1880 y un reconocimiento médico del siglo xix. / © Mètode

En pocas palabras, la asociación del óvulo y del citoplasma con lo femenino no sólo supuso una pérdida de estatus en la investigación, tuvo también consecuencias negativas para la biología porque «la desestimación histórica de los efectos maternos» desorientó la investigación biológica. Hubo que esperar al rescate del citoplasma para abandonar la centralidad del núcleo y considerar a la célula como un todo, como una entidad en la que sus componentes interactúan y están influidos por el ambiente, como sostenía Barbara McClintock.

«Fue Christiane Nüsslein-Volhard quien rompió con la idea de la genética que sostenía que el núcleo produce el organismo y que el citoplasma es simplemente un sustrato pasivo carente de interés»

Para finalizar, en la dinámica plural, aquí someramente esbozada, es en la que la autoridad científica de mujeres como Christiane Nüsslein-Volhard adquiere significado tanto para la ciencia como para la política de las mujeres, así como para el orden sociocultural. Fue ella quien, favorecida por el contexto histórico e intelectual, se aventuró, rompiendo con la idea central de la genética, que, desde 1920, sostenía que el núcleo produce el organismo y que el citoplasma es simplemente un sustrato pasivo carente de interés, convirtiéndose en la precursora del cambio. Aquel contexto, propiciado por la política de las mujeres, favoreció la orientación de los estudios de esta científica y de la libertad que tuvo para hacer preguntas innovadoras. Preguntas que inciden en los valores de la ciencia y en las percepciones que la sociedad tiene de las mujeres y de lo femenino y de los hombres y lo masculino. Por eso, investigaciones como ésta abren nuevas vías y crean nuevos espacios al incorporar formas originales de mirar al mundo natural. Permiten, en definitiva, desplazar las jerarquías sexuadas que atraviesan el campo científico. Y eso es significativo no sólo para las mujeres sino para la investigación y el discurso científico y, también, para el orden sociocultural.

BIBLIOGRAFÍA
Keller, E. F., 2004. Lenguaje y vida. Metáforas de la biología del siglo xx. Manantial. Buenos Aires.
Martin, E., 1991. «The Egg and The Sperm: How Science Has Constructed a Romance Based on Stereotypical Male-Female Roles». Signs, vol. 1.
Nüsslein-Volhard, C., 2006. Coming to Life: How Genes Drive Development. Kales Press. California.
Schatten, G. i H. Schatten, 1983. «The Energetic Egg». Science, vol. 23.
The Biology and Gender Study Group, 1989. «The Importance of Feminist Critique for Contemporary Cell Biology». In Tuana, N. (ed.). Feminism & Science. Indiana University Press. Bloomington.
Tuana, N., 1989. «The weaker seed. The Sexist Bias of Reproductive Theory». In Tuana, N. (ed.). Feminism & Science. Indiana University Press. Bloomington.

© Mètode 2009 - 62. Todo sobre la madre - Número 62. Verano 2009

Doctora en Ciencias Químicas, profesora de Física y Química. Unidad de Igualdad de Género, Ministerio de Educación, Madrid.