“This is the city and I am one of the citizens,
Whatever interests the rest interests me, politics, wars,
markets, newspapers, schools,
The mayor and councils, banks, tariffs, steamships, factories,
stocks, stores, real estate and personal estate.”
Walt Whitman, “Song of myself”
(Leaves of Grass)
La ciudad es un logro histórico y social de la civilización y del progreso, hasta el punto que la aparición de las primeras urbes en los registros arqueológicos de los diferentes continentes marca un hito en la historia y en la evolución cultural y social de nuestra especie. Pero lo que puede considerarse como una señal inequívoca de progreso evolutivo y cultural en la especie humana y premonitoria de la civilización, el paso de una cultura de cazadores-recolectores, a menudo nómadas, a una de agricultores sedentarios, asentados en aldeas primero, en poblados y villas después, en ciudades más tarde y en grandes conurbaciones ahora, fue, en lo referente a la relación del hombre con su entorno, un progresivo divorcio de la naturaleza.
Este alejamiento de la naturaleza que supuso la concentración humana en pueblos y ciudades, para nuestra especie tiene una doble cara que es interesante mencionar aquí. Por un lado, genera oficios, profesiones y vocaciones artísticas diferentes de las directamente dedicadas a la obtención del alimento y que, con el tiempo, alcanzaron mucha más importancia y confirieron mucha más posición social que ensuciarse las manos cazando, recolectando o cultivando la tierra. Sin dejar de ser fundamental para una especie animal heterótrofa como es la humana, el abastecimiento y producción de alimentos pasó a ser una labor secundaria, relegada a un sector que, con el tiempo, va siendo cada vez más minoritario y del que el ciudadano medio está separado por una serie de intermediarios. Y una labor obligada, alejada de la experiencia del ciudadano ordinario; la prueba la encontramos hoy en los diferentes comercios de venta de comestibles, en especial en los supermercados de las ciudades occidentales, donde se podría creer (y hay quien se lo cree) que lo que se vende está fabricado tal cual en alguna industria extraña, y que no depende de la naturaleza para casi nada.
Por otro lado, la aglomeración humana que supone la ciudad implica que los recursos de todas clases que necesita para funcionar, desde los alimentos mencionados más arriba, hasta las materias primas y la energía, y los residuos que genera, necesitan, para obtenerlos o eliminarlos, respectivamente, un espacio que es mucho más grande que la superficie física de la ciudad misma, donde la gente alcanza densidades notables. Estas dos superficies, que podían ser equivalentes hasta un tiempo relativamente reciente (y que podríamos compendiar en la conocida frase “la casita y el huerto”), han ido aumentando su diferencia, que hoy es muy alta, de manera que el entorno físico del que una ciudad se nutre y al que expulsa los despojos de su metabolismo, es muy grande. Dicho de otra manera, para funcionar de manera sostenida, una hectárea de ciudad necesita unos cuantos centenares de hectáreas de cultivos, bosques, marismas, ríos, montañas, mares… La ciudad, pues, no es nada sostenible, lo que, desde el punto de vista de la ecología es muy normal: si allí confluyen, se concentran y se aceleran ciertos procesos (entradas, transformaciones y salidas de materia y energía), es necesario que éstos se instauren sobre un área territorial mucho más grande.
En este sentido, se ha acuñado el término de huella ecológica, que vendría a ser un indicador del impacto que sobre el entorno tiene una determinada actividad o, en este caso, el funcionamiento de una ciudad, o de uno de sus habitantes (huella ecológica per capita). En la mayoría de las ciudades de los países desarrollados, la huella ecológica varía entre aproximadamente 2,5 y 4,5 hectáreas por habitante. En Barcelona, por ejemplo, en 1996 la huella ecológica fue de unas 3 ha/hab.: cada barcelonés necesitaba alrededor de 0,5 ha de cultivos, 1 ha de bosque, 0,9 ha de pastos y 0,6 ha de mar para mantener su actividad y su nivel de consumo de recursos naturales. Es fácil calcular que la población de la ciudad de Barcelona (1,5 millones de habitantes en 1997) tiene una huella ecológica de 45.000 km2, mientras que la superficie de Cataluña no alcanza los 40.000 km2. No es difícil imaginar que muchas civilizaciones, ligadas poco o mucho a las ciudades, desaparecieron cuando su huella ecológica superó el espacio físico sobre el que podían actuar de una manera eficaz y rápida. Cálculos similares para otras ciudades, países y naciones, explican muy claramente la explotación que las ciudades hacen del entorno urbano y, por si todavía era necesario insistir, la que los países desarrollados (con una huella ecológica enorme) hacen sobre los que intentan salir del subdesarrollo.
Pero volviendo a la ciudad, conviene decir cuatro cosas sobre la dinámica demográfica humana que está asociada con ella y, especialmente, sobre la modificación del entorno que producen las ciudades, no solamente en su interior y en su perímetro, sino, como se ha mencionado más arriba, en grandes distancias y en ámbitos que van más allá del rural.
Las megalópolis del futuro
La población humana crece mucho y lo hace de manera asimétrica, con lo que se crean notables diferencias entre países y grupos ricos y pobres, población del campo y de la ciudad, de las tierras del interior y del litoral, etc. El gasto de este crecimiento desigual se paga con energía, moneda de cambio de la degradación ambiental, y las asimetrías creadas por el agotamiento de recursos y la generación de residuos hipotecan el futuro de nuestra especie. La ciudad genera disfunciones en la escala del ecosistema (explotación del entorno por la agricultura, la industria, el ocio; modificación del clima a escala local; exportación de contaminación local pero también global; introducción de especies antropófilas y eliminación de especies silvestres, etc.). y de la especie humana (el mencionado divorcio de la naturaleza; enfermedades, lacras sociales, etc.) Si ésta es la situación actual, las ciudades del futuro, que se prevé sean megalópolis, se pueden convertir en auténticos cánceres para la población humana y el entorno.
El ritmo al que aumenta la población mundial de nuestra especie es motivo de preocupación. En los últimos dos siglos la población mundial ha pasado de 1.000 millones (hacia 1800) a 2.000 millones (1900), y en este siglo se han alcanzado los 6.000 millones en el año 1999 (el 12 de octubre, según la convención adoptada). Las previsiones para el siglo XXI son variadas, pero se estima que hacia el año 2025 se puede llegar a 8.000 millones, mientras que hay quien cree que el crecimiento demográfico seguirá hasta alcanzar el techo máximo de los 14.000 millones en algún momento de finales del siglo XXI.
«Será la falta de recursos alimentarios, de recursos energéticos, o algún tipo de catástrofe generada por el propio hombre, lo que frenará en el futuro la expansión, hoy en día aparentemente imparable, de nuestra especie?»
Las razones de este crecimiento demográfico se han de buscar en un importante descenso de la tasa de mortalidad (m), conseguida en los últimos siglos gracias a los avances del progreso (higiene, sanidad, medicina, etc.), que han alargado considerablemente la vida media de la población, y en un descenso menos acusado de la tasa de natalidad (r), reducción más relacionada con los aspectos sociales y de comportamiento, aunque el uso generalizado de anticonceptivos desde la mitad del siglo XX en muchos países la ha favorecido. La tasa de aumento neto de la población (a=r–m) es ahora del orden del 0,4% en los países desarrollados, pero en los países en vías de desarrollo, en los que r ha disminuido mucho menos que m, es del 2% o más. El crecimiento demográfico gravita así sobre los países en vías de desarrollo. Las implicaciones de esta desigualdad van más allá de aspectos puramente ecológicos.
Las pirámides demográficas que indican la estructura de las edades en una población son muy diferentes según corresponda a países de elevada fertilidad y mortalidad o a países de mortalidad reducida y supervivencia elevada; las primeras se parecen a pirámides aztecas o egipcias y las segundas a rascacielos, en una curiosa coincidencia con el tipo de países que representan. Dicho de otra manera, en los países en los que el crecimiento demográfico es más notable, el aumento afecta principalmente al primer tercio de edad de la población, los niños y los jóvenes, mientras que en los países en los que el crecimiento demográfico neto es cero o casi, el tercio superior, el de los viejos, es prácticamente tan importante como los otros (o más todavía, en aquellos casos en los que el crecimiento biológico, no migratorio, es negativo). Las implicaciones son importantes, y no afectan solamente a la denominada “grieta generacional”, sino a la economía de muchos países en los que una población productiva cada vez más reducida tiene que subvenir sus propias necesidades y las de los pensionistas, por no mencionar a los parados.
La población humana se encuentra, pues, en una fase de crecimiento logarítmico, explosivo, propio de los organismos que no se encuentran limitados (todavía) por los recursos de los que dependen. Pero un crecimiento de este tipo no se puede mantener mucho tiempo, ya que existe un límite a estos recursos, tanto si se consideran estrictamente los alimentarios como si se tienen también en cuenta los energéticos, que son fundamentales a la hora de explicar el auge de la población humana (y sus efectos sobre el entorno). Hacer previsiones a largo plazo sobre la base de las coordenadas actuales siempre es arriesgado, ya que obligatoriamente quedan fuera de la previsión las nuevas fuentes de energía, los nuevos avances científicos, técnicos, sociales, los cambios de tendencias que pueden (y suelen) dar la vuelta a las previsiones más ajustadas. Pero si hay algo seguro es que, en demografía y en ecología, sólo se crece mientras se puede.
Si se descartan los recursos energéticos, sobre los que es posible prever un suministro al menos suficiente para los próximos siglos, con la lenta substitución de los combustibles fósiles, especialmente el petróleo y el gas, por las energías renovables, u otras ahora inimaginables, es evidente que hay un límite al crecimiento demográfico humano, establecido por la capacidad de generar alimentos y, sobre todo, por la de distribuirlos, como el hambre creciente en muchos países en vías de desarrollo demuestra. En relación con las perspectivas de aumentar de forma sustantiva la producción alimentaria mundial, ésta se basa fundamentalmente en la agricultura, muy secundariamente en la ganadería y sólo anecdóticamente en la pesca, el marisqueo y la acuicultura, y la agricultura depende básicamente de la existencia de suelo fértil, de la diversidad genética de las especies (vegetales y animales) susceptibles de ser cultivadas y criadas (y de otras que pueden actuar como plagas o antagonistas de éstas), y de recursos hídricos abundantes. Estos tres tipos de recursos son cada vez menos abundantes, precisamente como consecuencia de la actividad de la especie humana.
Pero el problema del crecimiento de la población humana no es solamente cómo alimentar los miles de millones de personas que alojará mañana el planeta, sino cuál será su efecto sobre la Tierra; se debe recordar que el hombre actúa sobre el medio ambiente en función de su número, pero también de la energía que es capaz de manejar. No es ninguna novedad que existe una correlación negativa entre la tasa de aumento de la población y el PIB de un país, que es un buen estimador de la capacidad de manipular energía, de la misma manera que la correlación es positiva entre el PIB y la producción (y los excedentes) de alimento. Y la situación de la población humana mundial es tal que unos países (los pobres o en vías de desarrollo) tienen una elevada tasa de aumento de la población y una tasa de aumento del uso de la energía per capita baja, mientras que en los países ricos o desarrollados pasa exactamente lo contrario. Dicho de otra manera, unos países invierten en población y otros en uso de energía; la capacidad de actuar sobre los recursos (es decir, sobre el entorno) y sobre los otros países no es la misma, evidentemente, en los dos supuestos. Está claro que se dan variaciones sobre estas estrategias básicas, pero hay países (y grupos sociales) pobres y ricos, explotadores y colonizados, norte y sur, etc. Y es de suponer, así mismo, que esta situación demográfica, social y económica no variará en un futuro inmediato, como tampoco es previsible que cambien a corto plazo las consecuencias ecológicas de esta disparidad.
«En estos momentos , el 50% de la población española se concentra en las grandes ciudades»
Se añade ahora, a lo que se ha dicho anteriormente sobre el hecho de que el crecimiento demográfico se realiza de manera desigual en los diferentes países y en los diferentes grupos sociales dentro de un país, el hecho coincidente (y en realidad resultado del anterior) de las migraciones entre áreas de características demográficas diversas: de los países (y regiones) pobres a los ricos, del interior al litoral, de la montaña al llano, del campo a la ciudad. La ciudad atrae población que busca trabajo, cultura, riqueza, etc. El auge de las ciudades ha sido espectacular en los últimos siglos, y su crecimiento tanto o más abundante que el de la población humana global. Las previsiones de aumento de la población urbana en el futuro inmediato son sorprendentes: si ahora la proporción de población urbana llega al 40% en los países en vías de desarrollo y al 74% en los países desarrollados, al ritmo de crecimiento urbano actual, en el 2015 la población urbana en estos dos bloques de países será del 57% y del 84%, respectivamente. De hecho, se prevé que las grandes ciudades (las megalópolis) del año 2025 serán principalmente las de los países del sur económico y social: Ciudad de México (¡con más de 30 millones de habitantes!), São Paulo, Lagos, El Cairo, Karachi, Nueva Delhi, Calcuta, Bombay, Dhaka, Shanghai, Yakarta (entre 20 y 30 millones) y Nueva York, Río de Janeiro, Kinshasa, Estambul, Bagdad, Teherán, Nairobi, Pekín, Bangkok y Tokio (entre 15 y 20 millones). Setenta y dos ciudades más tendrán entre cinco y 15 millones de habitantes, la mayoría en los países en vías de desarrollo.
Podrían hacerse aquí algunas consideraciones adicionales sobre los movimientos migratorios entre países de nivel económico (y condición demográfica) diferentes, pero es preferible acabar este apartado con una pregunta referida al tipo de límite que podría frenar una expansión demográfica claramente insostenible. ¿Será la falta de recursos alimenticios, de recursos energéticos, o algún tipo de catástrofe generada por el mismo hombre lo que frenará en el futuro la expansión, ahora aparentemente imparable, de nuestra especie? Y, en relación con las megalópolis que ya comienzan a manchar la geografía del planeta, por crecimiento de antiguas ciudades o por conexión de núcleos urbanos antes separados y ahora vecinos: ¿les espera un futuro de prosperidad y logros de todo tipo o un mañana de degradación urbana y social como la que se pinta a menudo en la ciencia-ficción? Mientras lo meditamos, hagamos un breve repaso de cómo, ahora mismo (y, de hecho, desde hace mucho siglos), las ciudades modifican el entorno local y regional.
El impacto ecológico de la ciudad
El auge de la ciudad se hace a expensas del campo inmediato, y de un perímetro mayor cuanto más grande es la ciudad y más consume: es la huella ecológica ya mencionada. La aceleración de las tendencias actuales de urbanización (la transformación primero de la silva y el saltus en ager, y después de éste en urbs e industria) es consecuencia de unos estilos de vida en los que las distancias y los gastos no son un problema (nada inmediato, al menos, para el Primer Mundo). Pero estos gastos se pagan mediante energía y pérdida de diversidad (incluso cultural), y gravan el entorno no urbano inmediato y el Tercer Mundo. La asimetría en el crecimiento urbano-rural genera consecuencias negativas desde el punto de vista ambiental, pero también social: erosión, empobrecimiento, pérdida de la biodiversidad, contaminación y degradación ambiental en el campo; contaminación, eutrofización, y consumo energético exacerbado en la ciudad. Las nuevas lacras urbanas (miseria, enfermedades, neurosis, tribus, etc.) tienen una base ecológica: el Tercer Mundo comienza allí donde “la ciudad cambia de nombre”.
En buena parte, el hacinamiento en las ciudades puede contribuir a reducir la tasa de aumento de la población en los países en los que se da, tanto porque la planificación familiar se encuentra más ligada a la vida urbana, como porque las condiciones de vida de la ciudad suponen un cambio en los procesos que favorecen una elevada natalidad, pero los efectos sobre el ambiente de estas macrociudades serán sin duda mucho más graves (solamente es necesario recordar los actuales problemas de contaminación atmosférica o de las aguas en Ciudad de México, o la insalubridad de los grandes ríos indios, por poner sólo dos ejemplos). No deja de ser un contrasentido que la mortalidad, que se ha reducido en los últimos siglos gracias a los avances de la medicina y la sanidad, aumente en las ciudades de los siglos XX y XXI por culpa de problemas higiénicos y sanitarios, a los que se han de añadir los sociales (tráfico, drogas, delincuencia, etc.).
Y si, ingenuamente, se cree que los efectos detrimentales que las grandes ciudades causan sobre el entorno quedan limitados al perímetro urbano (el efecto “isla de calor”, por ejemplo), piensen en la enorme cantidad de energía asociada a las ciudades, generada lejos, transportada y consumida (parcialmente) en la ciudad.
La ciudad modifica su entorno cosechando los campos fértiles para obtener una parte, generalmente reducida, de sus entradas de alimentos; dicho de otra manera, parte de estas importaciones alimentarias y de materias primas y manufacturadas acostumbran a venir de muy lejos, y no sería justo limitar al entorno urbano los efectos del consumo interno. Pero la ciudad también es consumidora de bienes de otro tipo, desde los energéticos (el consumo de energía de las ciudades es enorme, y tenemos una indicación muy explícita en las imágenes nocturnas en las que los perfiles de los continentes se delatan por la iluminación de las ciudades y otras instalaciones humanas) hasta los culturales, y de todos ellos es importadora, a veces también exportadora.
Estos bienes se consumen sólo parcialmente en el entorno urbano, lo que equivale a decir que la producción de residuos (calor, basuras, contaminación orgánica o química del aire, del suelo y del agua) es muy elevada. El hombre está dispuesto a pagar un precio alto para obtener determinados recursos, pero no lo está tanto a la hora de eliminarlos. Consecuencia: alrededor de las ciudades proliferan los vertederos; los ríos o el mar inmediato reciben el sistema de alcantarillado, generalmente con una depuración mínima, así como los vertidos incontrolados; el aire es irrespirable, etc.
Y los urbanitas no pertenecen solamente a nuestra especie. Bajo el amparo de las habitaciones humanas muchas especies animales y vegetales, sobre todo especies banales y resistentes, han encontrado en las ciudades unos hábitats idóneos, algunas (ratas, perros, pájaros) desde hace mucho tiempo. Este aspecto podría parecer anecdótico si no fuera porque tanto las malas hierbas como los animales antropófilos ocupan el espacio urbano a costa de la expulsión de otras especies biológicas, de manera que la ciudad ve simplificada la composición de su flora y de su fauna y, todavía peor, algunas de las especies urbanitas ejercen sobre el entorno y la salud humana un efecto nefasto (ratas, gatos, gaviotas, etc.). Los retazos de verde de las ciudades son, también, oasis de naturaleza, y se han encontrado diversidades altísimas (de plantas, artrópodos y pájaros, por ejemplo) en solares y eriales abandonados.
Se sabe que, mientras que las ciudades de tamaño medio resultan ideales desde el punto de vista de la comunicación entre sus habitantes y de la utilización y reciclaje de recursos que llegan, las grandes ciudades, y más todavía las megalópolis, son al mismo tiempo alienadoras para sus habitantes y centros de degradación de un entorno natural muy amplio; pensemos en la huella ecológica en relación con el agua en una ciudad situada en un entorno seco, por ejemplo. La clara tendencia al aumento de la extensión de las ciudades es, pues, preocupante.
Las mismas ciudades se ven sometidas a un proceso de envejecimiento y degradación de sus centros históricos, tanto desde el punto de vista arquitectónico y urbanístico como social, porque los flujos de recursos (y las “modas” de ocio asociadas a nuevas áreas ciudadanas) quedan cada vez más alejados de estos centros. Este proceso de pérdida de calidad de vida de los centros de las grandes ciudades no es diferente a lo que sucede en “ciudades” naturales: arrecifes de coral, hormigueros, etc., y debería instruirnos en el sentido que los sistemas que funcionan, humanos o no, tienen una dimensión óptima y no pueden ser estáticos, sino muy dinámicos, lo que topa con muchas características de la especie humana (cultura, historia, etc.) y de la planificación y construcción de sus ciudades.
En estos momentos, el 50% de la población española se concentra en las grandes ciudades; ésta es una cifra mediana, en comparación a la que corresponde a los Estados Unidos, por ejemplo, pero tiende a aumentar a un ritmo importante. Un paradigma del aumento de la población urbana en detrimento de la rural es el caso de Cataluña. La población de Barcelona es, aproximadamente, de 1,5 millones de habitantes; su área metropolitana aloja (en números redondos) unos 2,5 millones, y el resto, hasta los 6 millones del total, se distribuye por un territorio que ocupa más del 90% del total regional, en el que se encuentran ubicadas ciudades como Lérida, Gerona, Tarragona, etc. El desequilibrio es muy evidente.
Pero el aumento de la población urbana en todo el mundo, con las tendencias preocupantes que hemos mencionado, no nos debería hacer creer que el entorno no urbano, las áreas rurales que se despueblan, vuelven fácilmente a la situación “natural” que la presencia humana les arrebató hace milenios o siglos. La vida en la ciudad es tan alienante y angustiosa que los urbanitas han de huir periódicamente hacia las segundas residencias, las urbanizaciones, la playa o la nieve, los países lejanos vírgenes (o que lo parecen). De manera que el impacto degradante no se limita a las ciudades, sino que ensuciamos toda la naturaleza, la más inmediata cada fin de semana, la más lejana en vacaciones. No sé si alguien ha calculado la huella turística y de segunda residencia de la población urbana… me temo que nos estremecería.
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