A la era de casa, Can Font, una masía del Pla de l’Estany (Cataluña), acuden mirlos. Mirlos y otras especies de pájaros: carboneros, verderones, petirrojos, lavanderas, gorriones… Vienen de forma espontánea y, quizás sobre todo, atraídos por los comederos que tenemos allí. Son pájaros granívoros u omnívoros, claro está. Los insectívoros, lamentablemente, son caros de ver, porque los plaguicidas han exterminado los artrópodos de los campos e incluso de los bosques. La merma de la biodiversidad progresa de manera rápida e inquietante.
El mirlo es un pájaro gordito. Junto con el arrendajo y la abubilla son los pesos pesados de la avifauna de nuestra era. Vienen de los bosques inmediatos. Su presencia es bienvenida y celebrada. Pero no siempre. En invierno, cuando escasea la comida, los mirlos tienen la costumbre, mientras van apeonando, de solevar el musgo y la poca hierba que crece entre las baldosas, en busca de gusanos. Nos destrozan esos hilachos de verde tan apreciados. Hemos fracasado con espantapájaros, comederos suplementarios y repelentes disuasorios. He llegado a pensar en rescatar las viejas ballestas que usaba de pequeño, pero pronto me he echado atrás, avergonzado. Finalmente, hemos puesto mallas protectoras.
Ante este pequeño combate doméstico, me pregunto si no aparecerán pintadas que digan: «¡Salvemos los mirlos de Can Font!». En ese caso, me encontraría al otro lado del campo de juego. Es lo que les debe pasar a tantos campesinos que dan caza a los jabalís a escopetazos o que, en un país pequeño y muy humanizado, ven con recelo la reintroducción de especies como el oso o el lobo. ¿Han tenido alguna vez un lobo en el patio de casa? No es lo mismo verlo con prismáticos un domingo desde el SUV que encontrártelo cada día entre el ganado del que vives.
Las cigüeñas que han vuelto a los cercados y humedales protegidos del Empordà y a los campos cercanos nos llenan de gozo. Me siento muy orgulloso de haber contribuido activamente a la preservación de esos espacios cuando estaban amenazados. Nos hace felices verlas. Ahora las podemos observar plácidamente porque casi han desaparecido los molestos mosquitos, ya que hemos controlado las poblaciones de estos e incluso hemos eliminado algunas especies (como las de Anopheles, que transmiten el paludismo). No obstante, ¿por qué nos parece bien favorecer a las cigüeñas y, a la vez, eliminar a los mosquitos?
Porque nos conviene. Salvamos lo que nos conviene y destruimos lo que nos molesta. Ahora también nos molestan las especies no autóctonas y se han popularizado las cruzadas de carácter indigenista. Algunos conversos profesan horror a las especies alóctonas, que criminalizan (no me refiero a las especies invasoras, que son otra cosa). ¿Somos lo suficientemente conscientes de que el estimado pino piñonero, indisociable de nuestro litoral granodiorítico, seguramente fue introducido, o por lo menos activamente diseminado, en época romana? Por otra parte, sin las especies alóctonas de origen americano o asiático, nuestra agricultura actual sería muy miserable.
La lucha contra los excesos del antropocentrismo ecológico es muy loable. Tanto es así, que le he dedicado buena parte de mi vida profesional. Pero no debemos confundir el antropocentrismo con el antropismo. Es lógico gestionar el entorno pro domo sua, claro que sí. Por eso hacemos puentes, cultivamos campos o hemos roturado bosques. La desmedida y el menosprecio por la lógica ecológica han sido desastrosos y ahora se nos vienen encima (cambio climático o pandemias fulgurantes, por ejemplo), pero recuperar el buen sentido no es renunciar a gestionar el ambiente. Los castores también lo hacen. Pero no van más allá de lo que les dicta el instinto. Los humanos hemos acumulado conocimientos y destrezas que nos permiten mejorar nuestra instalación en el planeta. Son nuestros artefactos procesales naturales. Son nuestros recursos antrópicos. Que no sean deletéreamente antropocéntricos, pero que sean. Nosotros no podríamos ser si no fuera siendo así. Dicho de otra manera, es nuestra idea de belleza ambiental.