La revolución olvidada
La domesticación de los microbios
«Un lago es el rasgo más bello y expresivo del paisaje. Es el ojo de la tierra. Al contemplarlo, el espectador sondea la profundidad de su propia naturaleza. Los árboles fluviales de las riberas son las delicadas pestañas que lo enmarcan, y las colinas boscosas y los precipicios son las cejas que lo dominan.» Estas bellas palabras son del escritor y protoecólogo romántico norteamericano Henry David Thoreau (1817-1862), para describir el lago Walden, cerca de la pequeña ciudad de Concord, en el estado de Massachusetts.
En Cataluña también existe un lago que ha merecido bellas palabras de escritores y poetas: el lago, o estanque, de Banyoles, junto a la ciudad del mismo nombre. El lago de Banyoles ha sido objeto de numerosos estudios de diferentes disciplinas durante todo el siglo xx. Especialmente desde la década de los setenta, diferentes equipos de científicos han hecho trabajos pioneros sobre el lago que han tenido eco mundial. Desde septiembre de 2017 hasta febrero de 2018, el Museo de Arqueología de Cataluña ha expuesto la muestra «La revolución neolítica. La Draga, el poblado de los prodigios», una exposición fruto de los trabajos que se han llevado a cabo durante treinta años en el yacimiento arqueológico de la Draga, en la orilla este del lago de Banyoles.
La zona de la Draga contiene un poblado del Neolítico de finales del vimilenio aC, que es el único yacimiento neolítico lacustre bien conservado de la península Ibérica, y similar culturalmente por lo que respecta a objetos encontrados en otros yacimientos de la misma época en Cataluña, Valencia y el sur de Francia. El poblamiento de la Draga de Banyoles tiene, sin embargo, una característica que lo hace único: se conservan restos de grandes cabañas rectangulares, hechas con postes de roble; numerosos objetos de madera (por ejemplo, arcos y hoces), y útiles de cocina, además de un montón de huesos de animales y también granos de cereales. El buen estado de conservación ha sido posible gracias a que han permanecido sumergidos en la orilla del estanque. En el caso de la madera, la falta de oxígeno ha impedido que proliferasen organismos aerobios (bacterias y hongos), y los procesos anaerobios han permitido conservar gran parte de las estructuras orgánicas.
En el Neolítico tuvo lugar la primera gran transformación del medio circundante, así como una nueva forma de vivir, de hacer y de pensar. Esta revolución la hemos heredado hoy. Cuando llenamos el bol de cereales para desayunar o cocinamos legumbres, comemos queso o yogur, estamos siguiendo los pasos de aquellas poblaciones que descubrieron la agricultura y la ganadería.
Hace unos 12.000 años, una vez finalizados los rigores de la última glaciación, los pueblos cazadores-recolectores de aquel momento iniciaron, desde el valle del Nilo hasta Mesopotamia (zona situada entre el Éufrates y el Tigris), el «creciente fértil» –tal como lo llaman los historiadores– una transformación gradual pero muy profunda de estilo de vida. Cuando se habla de la revolución neolítica, siempre se menciona que, a parte de una nueva técnica de trabajar los instrumentos de piedra, esta revolución cambió el sistema de la alimentación humana. Los humanos pasaron de ser recolectores-cazadores a ser agricultores y ganaderos. Por tanto, habían conseguido dos domesticaciones, la de las plantas y la de los animales. Pero generalmente se olvida que también hubo una tercera «domesticación»: la de los microbios. El pan, la cerveza, el vino, el queso, el yogur o el kéfir son productos alimenticios preparados mediante una intervención microbiana.
El Neolítico llegó a Europa de la mano de las primeras migraciones humanas desde esta zona del creciente fértil, aunque no está claro si fueron consecuencia de la venida de nuevas poblaciones humanas, o bien el proceso fue una culturización; es decir, que las comunidades locales de cazadores-recolectores aprendían los nuevos conocimientos venidos desde Asia.
«En el neolítico tuvo lugar la primera gran transformación del medio circundante, así como también una nueva forma de vivir, de hacer y de pensar»
A partir de los restos conservados del yacimiento de la Draga se sabe que los alimentos vegetales provenían de una agricultura bien establecida de cereales (trigo y cebada) y de leguminosas (guisantes y habas), junto a la recolección de bayas y frutos de los bosques próximos. Los recursos del lago también eran aprovechados: se recogían mejillones de agua dulce, se pescaban peces (posiblemente grandes carpas como las que encontramos ahora) y se cazaban tortugas de arroyo. Los animales domésticos del poblado eran sobre todo toros y cerdos, y también ovejas y cabras. Se consumía tanto la carne como la leche, y con la leche se hacían diferentes tipos de queso. Pero también se continuaba cazando: la caza del toro y la cabra salvaje, el jabalí, el conejo y el ciervo proporcionaba un complemento cárnico y, pieles para abrigarse.
La aplicación intencionada de la fermentación a la preparación de alimentos y bebidas es una práctica antigua, que da lugar a un alimento nuevo con características organolépticas diferenciales respecto de las materias primas utilizadas, como la palatabilidad y el valor nutritivo. Como muchos de los logros cientificotecnológicos actuales, la domesticación de los microbios fue fruto de diferentes casualidades y de la capacidad de observación de los pobladores neolíticos. Primero, una «contaminación» con unos microorganismos determinados, en unas condiciones ambientales para que se diese la fermentación. Después, que el nuevo producto fuera consumido y que tuviese un gusto diferente (no siempre agradable de antemano), que no causase enfermedad, y que, finalmente, gustase y alimentase. El fundamento microbiológico de las fermentaciones tardó mucho tiempo en ser descubierto por los humanos, pero el queso, el yogur y algunos tipos de embutidos producto de fermentaciones se introdujeron rápidamente en las dietas de nuestros antepasados.
Los procesos necesarios para los alimentos fermentados han estado presentes en diferentes civilizaciones desde hace milenios. Cuando estudiamos estos alimentos, estudiamos las relaciones más íntimas entre los humanos, los microbios y los alimentos. Casi todos los pueblos del mundo han desarrollado alimentos fermentados de algún tipo, y entre ellos, las bebidas alcohólicas. En Asia estas estaban principalmente hechas de arroz, mientras que en el antiguo Egipto y Mesopotamia se hacían a partir de frutas (el vino), de cereales (la cerveza) o de miel (la hidromiel). En Mesoamérica, el pulque es una bebida alcohólica elaborada a partir de la savia fermentada de la planta del agave, que destilada es el tequila.
Los alimentos y bebidas fermentadas representan actualmente un tercio de la dieta humana del mundo. Estudios recientes indican que la fermentación puede aumentar los beneficios de una amplia variedad de alimentos, ya que influye en la biodisponibilidad, mejora la absorción de algunos minerales, puede incrementar el contenido de vitaminas del grupo B por encima de las materias primas, y puede destruir toxinas presentes en algunos frutos o verduras, como el glucósido cianogénico de la mandioca. Además, a medida que aumenta nuestro conocimiento de la microbiota intestinal, cada vez está más claro que los alimentos fermentados influyen en nuestra propia microbiota y en el mantenimiento general de nuestro estado de salud.