Después del hambre, el segundo gran enemigo de la humanidad han sido las enfermedades infecciosas. Las ciudades, conectadas por un torrente incesante de mercaderes, funcionarios y peregrinos, constituyeron los fundamentos de la civilización, pero al mismo tiempo eran un caldo de cultivo ideal para los microbios patógenos, el contagio y la muerte. Las enfermedades infecciosas nos han acompañado a lo largo de nuestra historia y han tenido efectos decisivos en muchas culturas y civilizaciones.
«El actual desarrollo de los conocimientos microbiológicos nos permite avanzar que la microbiología será una de las principales ciencias biomédicas en los próximos años»
Durante milenios, las enfermedades se habían considerado maldiciones divinas, consecuencia directa de una conducta humana pecaminosa. Ni el señor feudal, ni el burgués, ni el sirviente o el artesano, ni el campesino disponían de protección ante la amenazadora presencia del «mal». En 1348, el puerto de Barcelona fue el lugar de entrada en la península Ibérica de la peste negra, o peste bubónica, que se extendió por toda Europa desde Génova. La reacción ciudadana inmediata fue organizar procesiones para pedir ayuda a Dios y a los santos. El itinerario pretendía poner bajo protección el recinto urbano de Barcelona: partiendo de la catedral, se pasaba por Santa María del Mar, la plaza del Born y el portal de Sant Daniel, en el extremo oriental de la ciudad. Una vez allí, y recorriendo el interior del perímetro de la muralla, se pasaba por Sant Pere de les Puelles hasta Santa Anna (el actual Portal de l’Àngel), para acabar bajando de nuevo hacia la catedral. La propagación de la enfermedad en años posteriores se atribuyó a los judíos y esto fue una de las excusas para atacar en 1391 la judería barcelonesa con ferocidad.
En las últimas décadas del siglo xx, la incidencia y el impacto de las epidemias infecciosas se ha reducido enormemente. Este «milagro» no es fruto de la intercesión divina sino de los progresos de la medicina y la sanidad, que nos han proporcionado vacunas y antibióticos, mejoras sanitarias en la potabilización del agua y en las condiciones higiénicas de los hospitales, y medidas estrictas de control en la seguridad alimentaria. En 2010, la tasa de mortalidad por enfermedades infecciosas en los países industrializados se redujo al 3 %.
En la década de los cuarenta, los antibióticos se desarrollaron inicialmente para el tratamiento de enfermedades infecciosas en personas. En los últimos 75 años, las relaciones entre las bacterias y los humanos han cambiado enormemente. Cada vez que una persona es tratada con un antibiótico, la microbiota normal de esta (comensal o simbiótica) «sufre» los mismos efectos que el patógeno objetivo del tratamiento. Al mismo tiempo, se produce otro cambio entre los propios microbios: se hacen resistentes. Hay casos descritos de resistencia a la penicilina en 1941 y a la estreptomicina en 1946, pocos meses después de que empezasen a emplearse.
El aumento de los niveles de resistencia de las bacterias a los antibióticos constituye uno de los principales retos en la medicina actual, así que existe gran interés por encontrar otros agentes antibacterianos. Los virus bacterianos, o bacteriófagos, son una posible alternativa para combatir algunas bacterias patógenas multirresistentes. A diferencia de los antibióticos, los bacteriófagos pueden multiplicarse en el lugar de la infección mientras esté presente su bacteria huésped. Además, los bacteriófagos son muy específicos e infectan solo ciertas variedades de una especie determinada. Esta gran especificidad es una ventaja y un inconveniente. Como ventaja, tenemos que una vez se dispone del bacteriófago aislado, este tendrá un efecto específico sobre la bacteria, sin alterar la microbiota normal. Como inconveniente, está la necesidad de identificar de forma precisa la bacteria infectante para obtener el bacteriófago apropiado. Sin embargo, la terapia con estos virus bacterianos (fagoterapia) tiene que superar aún los controles científicos, financieros y reguladores necesarios para que se pueda adoptar en la práctica clínica.
Otra alternativa en el tratamiento de algunas enfermedades infecciosas sería la utilización de bacterias depredadoras de otras bacterias. Una de las más conocidas es Bdellovibrio (etimológicamente, «vibrio sanguijuela»). Se ha sugerido que se utilice en el tratamiento de infecciones locales en las que estas bacterias depredadores tengan acceso directo a las bacterias patógenas, como en las infecciones por quemaduras, la queratitis o la periodontitis.
En el caso del cáncer, la resistencia a las terapias químicas convencionales en pacientes con tumores sólidos avanzados ha llevado a la necesidad de buscar terapias alternativas con el objetivo de encontrar un ataque efectivo contra las células tumorales sin dañar los tejidos normales. Ya en 1892, William B. Coley (1862-1936) preparó una mezcla de bacterias muertas de Streptococcus pyogenes y Serratia marcescens («toxinas de Coley»), que, al ser inoculada, desencadenaba una reacción inmunitaria con efectos destructivos que conducía a la regresión de ciertos tipos de tumores, especialmente los de hueso y sarcomas de tejidos blandos. Esta práctica fue muy criticada por la comunidad médica de la época, y acabó desapareciendo, sobre todo por el desarrollo de la radioterapia y la quimioterapia.
No obstante, ahora se empieza a retomar esta idea de utilizar bacterias –vivas, atenuadas o modificadas genéticamente– que pueden multiplicarse de manera selectiva en algunos tumores y provocar la inhibición del crecimiento tumoral. Esta capacidad de atacar tejidos tumorales hace que estas bacterias también puedan ser vectores para la descarga de moléculas terapéuticas dentro de los tumores. La estrategia más prometedora es el uso de bacterias modificadas genéticamente que expresan un gen terapéutico específico. Sin embargo, aunque se han observado resultados positivos en este tipo de terapia in vivo con animales de laboratorio, para usarla en el tratamiento de los cánceres humanos son necesarias más pruebas.
«Las enfermedades infecciosas nos han acompañado a lo largo de nuestra historia y han tenido efectos decisivos en muchas culturas y civilizaciones»
Uno de los organismos que se ha convertido en un buen candidato para el tratamiento contra algunos tumores es Clostridium novyi, una bacteria grampositiva anaerobia estricta que forma endosporas. Clostridium novyi es un patógeno que lleva en su genoma muchos factores de virulencia, entre ellos la toxina α. El gen que codifica la toxina α está en un prófago (un bacteriófago que se integra en el cromosoma de la bacteria) y, cuando pierde este prófago, C. novyi tiene la virulencia atenuada. La cepa no productora de toxina, C. novyi NT, se ha probado experimentalmente como agente antitumoral en ratones. Otras bacterias utilizadas como posibles candidatos a terapia antitumoral son Salmonella y Bifidobacterium. En el caso de Salmonella, se ha utilizado una cepa atenuada y que ha sido modificada genéticamente, de manera que excreta la proteína FlaB de la flagelina de Vibrio vulnificus. La proteína FlaB causa una potente reacción inmunitaria en el huésped. Esta cepa modificada suprime eficazmente el crecimiento tumoral y la metástasis en modelos de ratón y, por tanto, prolonga la supervivencia de los animales.
De las dos caras que tienen los microorganismos, la favorable (la gran mayoría) y la patógena (una minoría), la sociedad tan solo percibe la que produce destrucción o muerte. Gran error. El actual desarrollo acelerado de los conocimientos microbiológicos nos permite avanzar que la microbiología será una de las principales ciencias biomédicas en los próximos años y que alcanzará grandes logros en la salud durante todo el siglo que acabamos de iniciar.