Demasiado simple, demasiado sencillo, demasiado elemental…

Josep Pla, en su libro El que hem menjat, se quejaba de la monotonía de la cocina familiar catalana: seis días de escudella y carn d’olla y, los domingos, arroz. Si trasladamos esta exageración a nuestras tierras, los valencianos teníamos siete días a la semana arroz a mediodía y hervido por la noche. Hace unas semanas, con el ruido de fondo del caso Santamaría, me preguntaba qué estatus le debía corresponder al hervido: ¿debería considerarse un plato de cocina tradicional o no daría la talla y lo arrinconaríamos en el apartado de la cocina familiar? ¿O, dadas sus virtudes saludables, deberíamos elevarlo al altar de las medicinas mediterráneas?

El hervido, como ya debéis saber, consiste en hervir a fuego lento unas hortalizas: en mi familia, patatas, cebollas, zanahorias y judías verdes. Una vez cocidas, las hortalizas se sirven y cada comensal las adereza a su gusto con aceite, sal y unas gotas de vinagre. Suponemos que esta preparación apareció en el siglo XIX, cuando el uso de la patata se extendió por nuestras tierras, introducida por el ejército liberal en la primera guerra carlista. El éxito de la patata fue inmediato, y se incorporó rápidamente a la dieta de nuestros antepasados, sin duda mejorándola.

Vázquez Montalbán, en su libro Contra los gourmets, escribió: «Si aquel mal salvaje que es el hombre civilizado arrebatara la vida a un animal o una planta y se comiera los cadáveres crudos, sería señalado con el dedo como un monstruo capaz de bestialidades estremecedoras. Pero si este mal salvaje trocea el cadáver, lo marina, lo adorna, lo guisa y se lo come, su crimen se convierte en cultura y merece memoria, libros, disquisiciones, teoría, casi una ciencia de la conducta alimentaria.» Evidentemente, desde este punto de vista se entiende la invisibilidad del hervido en los libros de cocina: demasiado simple, demasiado sencillo, demasiado elemental…

Las verduras y las hortalizas están constituidas por innumerables células que, en su parte exterior, tienen unas paredes celulares, resistentes y rígidas, que aportan apoyo estructural a las propias células y a los tejidos de los que forman parte. Estas paredes celulares están constituidas por fibras de celulosa inmersas en un cemento integrado por hemicelulosas y pectinas. En el caso de las patatas, en el interior de las células encontramos también gránulos de almidón. Tanto la celulosa como las hemicelulosas, las pectinas y el almidón son hidratos de carbono: son macromoléculas muy grandes, formadas por la unión de moléculas de azúcares simples o derivadas de éstos.

Los cambios de textura que se producen al cocinar una hortaliza feculenta como la patata son debidos a las modificaciones que afectan a estos hidratos de carbono. A una temperatura de unos 58-66ºC, los gránulos de almidón, duros, empiezan a absorber agua, con lo que se ablandan y aumentan de tamaño. Y, al continuar calentándolos, cerca del punto de ebullición del agua, las paredes celulares empiezan a debilitarse: la celulosa se mantiene inalterada, pero las moléculas de pectina y de hemicelulosa se van descomponiendo en moléculas más simples.

«Cada variedad de patata tiene distintos contenidos de materia seca y da distintas texturas, dependiendo tanto de las condiciones de crecimiento como de las de almacenamiento»

Se dice que hay dos tipos distintos de patatas, en función de la textura que adquieren al cocerlas: las harinosas y las céreas. Esta textura se relaciona con el contenido de materia seca de las patatas: las de tipo harinoso tienen más materia seca que las de tipo céreo. Cuando se cuecen las primeras, las células se hinchan mucho, a causa de su elevado contenido en almidón, y tienden a separarse unas de otras, lo que da lugar a una textura fina, seca y esponjosa. En el caso de las segundas, las células mantienen la cohesión durante la cocción, con lo que el sólido final tiene una textura sólida, húmeda y densa. Estas diferencias hacen que las primeras se usen para hacer patatas fritas y purés, mientras que las segundas se empleen en ensaladas y gratinados. Sin embargo, las cosas no siempre son tan sencillas: cada variedad de patata tiene distintos contenidos de materia seca y da distintas texturas, y estas características también dependen de las condiciones de crecimiento (suelo, clima) y de las condiciones de almacenamiento una vez recolectadas. Además, hay patatas que se comportan bien tanto en purés como en ensaladas, tanto asadas como fritas: Heston Blumenthal, en su libro In search of perfection, ensayó catorce variedades distintas de patatas para encontrar las mejores para asar, freír o hacer un puré: en todos los casos la variedad Mary Piper dio muy buenos resultados.

Fernando Sapiña

Puré de patata

Una de las principales cualidades de la patata es el don para el acompañamiento: se puede tratar de tantas maneras y combina con tantas cosas… Sin embargo, Joël Robuchon, probablemente el cocinero francés más influyente de la era post-nouvelle cuisine, consiguió la transubstanciación de la patata transformándola en un famoso puré: la gente acudía a su restaurante Jamin, y acude a sus restaurantes el Atelier de Joël Robuchon, para probarlo. ¿Cuál es su secreto? Algunos opinan que el uso de patatas de la variedad Ratte (parece que, incluso, el agricultor que se las proporciona captó la atención de los medios de comunicación hace unos años), otros apuntan a la ingente cantidad de mantequilla, y hay quien opina que el truco está en el ritual de preparación. Os propongo una de las muchas variantes de su puré que se encuentran en la red.

Ingredientes

Un kilo y pico de patatas Ratte de tamaño uniforme, quinientos gramos de mantequilla sin sal, 30 centilitros de leche, sal.

Preparación

Lavad las patatas sin pelar con ­agua abundante e introducidlas en una cazuela amplia. La cubrís con dos o tres dedos de agua y le añadís sal marina, 10 gramos por cada litro de agua. Cocedlas a fuego suave durante unos 30 minutos, hasta que un cuchillo se clave sin dificultad. Las escurrís inmediatamente y, en seguida que se pueda, las peláis. Las pasáis por un pasapuré con malla muy fina y recogéis el resultado en una cazuela. Ponedlo entonces a fuego medio, y dejad cocer durante 4 o 5 minutos, dando vueltas sin parar con una cuchara de madera para que pierda humedad. Añadid entonces la mantequilla, muy fría, poco a poco, en forma de pequeños dados, removiendo continuamente. Añadid después, poco a poco, 30 centilitros de leche caliente que ya tendréis preparada, sin dejar de remover. Se pasa entonces el preparado por un colador de malla, ayudando con una cuchara de madera, y se recoge en una cazuela que estará a fuego mínimo. Se remueve y, si es necesario, se añade un poco de mantequilla y leche fría para que quede una preparación húmeda.

REFERENCIAS

Blumenthal, H., 2006. In search of perfection. Bloomsbury Publishing Plc. Londres.
McGee, H., 2007. La cocina y los alimentos: enciclopedia de la ciencia y la cultura de la comida. Random House Mondadori. Barcelona.
Mikanowski, L. i P. Mikanowski, 2005. Potato. Grub Street.
Pla, J., 2005. El que hem menjat. Ediciones Destino. Barcelona.
Romans, A., 2005. The potato book. Frances Lincoln Limited. Londres.
Vázquez Montalbán, M., 2001. Contra los gourmets. Random House Mondadori. Barcelona.

© Mètode 2008 - 58. Paisaje/s - Contenido disponible solo en versión digital. Verano 2008
Instituto de Ciencia de los Materiales. Parque Científico de la Universitat de València.