En los últimos meses se está produciendo una revitalización del debate nuclear. El calentamiento global alimenta lujuriosamente los deseos y propuestas de quienes ven la energía nuclear como una solución y se rebelan contra la mala prensa, las moratorias y los vetos políticos. ¿Tienen razón? ¿Hemos rechazado esta forma de generar energía por razones sin base científica y por motivos ideológicos, como afirman sin tregua sus defensores?
Para empezar, una anotación breve sobre la ciencia y la política. Siempre hay que desconfiar de quienes dicen buscar lo mejor para la sociedad aduciendo que «la ciencia», aquella entelequia de cita conveniente, les da la razón. La ciencia no se produce en el vacío, y si bien ciertos hallazgos científicos o leyes fundamentales no son maleables, la investigación está sometida a la impronta humana: las obsesiones personales, las constricciones económicas y el mandato social o jerárquico. Quien dice hacer las cosas «sin ideología» lo que no quiere es confesar cuál es la suya, que demasiado a menudo tiende a ser una muy particular.
La energía nuclear es segura; mucho más que el gas natural, el petróleo o el carbón. Causa muchas menos muertes por potencia instalada que aquellas, de lejos. Sí, incluso metiendo a Chernóbil o a Fukushima en la ecuación. Decir eso, me temo, ya me convierte en pronuclear en ciertos ambientes. Pero las cosas como son: esta cuestión, la de la seguridad, es del todo superflua en los cálculos que nos ocupan.
«El calentamiento global alimenta lujuriosamente los deseos y propuestas de quienes ven la energía nuclear como una solución»
La Unión Europea ha decidido que la energía nuclear es verde (y el gas también, pero ese es otro tema) y los adalides de esta, alineados con el espectro político que va desde la derecha a la extrema derecha (¿correlación es causalidad?), se han olido que era su oportunidad para hacerse escuchar. Quizás ustedes piensen que, en efecto, tienen razón, y que es poco relevante si es un partido u otro quien apoya la reactivación nuclear. Pero el caso es que existe una conexión hialina que resumiré con el hecho de que, en este tipo de inversiones lentas y carísimas (como es el caso de las nucleares), solo pueden competir las grandes empresas del oligopolio energético. Y solo lo harán si el Estado –del cual despotrican cuando las regulaciones no les gustan, pero a quien recurren si las cosas se ponen feas– les garantiza que cubrirá pérdidas y accidentes. Por no mencionar que las nucleares tienen un potencial enorme de albergar corruptelas diversas, dada la envergadura y los sobrecostes recurrentes y mastodónticos.
Las centrales nucleares son muy lentas de planificar y construir, extremadamente caras, y se basan en un recurso finito, el uranio. Eso las descalifica inmediatamente para ser un puntal de la transición energética, que tiene que ser rápida (recordemos que según el IPCC hace falta una descarbonización drástica antes de 2030), viable económicamente y renovable. Y también, y no menos importante, democrática. El despliegue de paneles solares o aerogeneradores tiene la capacidad, si se hace bien, de incluir las demandas, expectativas y visiones de los que habitan el territorio donde se hará. Es una energía sobre la que se puede decidir, que se puede implantar a pequeña escala, en azoteas, parques urbanos o solares, y que también permite revertir el uso del suelo si en un par de décadas decidimos que allí queremos cultivar lechugas o meter unos columpios. La nuclear, no. Perpetúa un modelo caduco, fósil, centralizado, que otorga los beneficios a las grandes empresas que nos han metido en esta catástrofe climática. Fortalece unas estructuras de poder antidemocráticas y clasistas, potenciando la desigualdad, erosionando los principios democráticos y obviando el coste de oportunidad de aplicar otras políticas energéticas o sociales. Es, en definitiva, profundamente ideológica. ¡Quién lo iba a decir!