La épica masculina de la ciencia normal menosprecia la vida cotidiana. Los libros de historia son una interminable compilación de gestas o, los más modernos, de hechos económicos relevantes. Hablan de guerras o de precios del trigo. Cosas importantes, claro, pero no más que los sentimientos, las ilusiones y los gestos cotidianos de los hombres o las mujeres que protagonizan la realidad. Quien hace el discurso sale en las crónicas, pero quien prepara la comida o lava la ropa, no. Estamos tan acostumbrados a esto, que nos parece normal. En realidad, es una colosal anomalía.
Los prehistoriadores sí que hablan de vida cotidiana. Que si las herramientas, que si la vestimenta, que si los hábitos alimentarios paleolíticos o neolíticos… Pero cuando el relato se basa en textos escritos, las noticias épicas desplazan cualquier otro testigo y la historia se escribe según las prioridades de los sumarios relatores de los tiempos antiguos. O sea, de los cronistas etnopatriarcales. La prehistoria es vida, la historia son gestas. Como en las conversaciones de matrimonios, ellos proclaman mientras ellas hablan.
En 1945 Elisa Vives de Fàbregas publicó La vida femenina barcelonesa en el ochocientos. Es una deliciosa crónica de la vida cotidiana barcelonesa de hace doscientos años, escrita a partir de los recuerdos de la bisabuela de la autora. Permite entender muchas cosas de la Cataluña actual que no se comprenden leyendo los libros de historia. Por ejemplo, los barceloneses de la época napoleónica llevaban sus propias farolas en las escasas veces que salían de noche porque la ciudad no disponía de alumbrado público. Las mujeres no podían ir solas por aquellas inseguras oscuridades. En 1815, las autoridades colgaron los primeros candiles en las calles. La gran mutación en la vida nocturna llegó en 1843, con el alumbrado público a gas –el primero del estado–, gracias a la creación de la Sociedad Catalana para el Alumbrado por Gas, heredera de las pruebas que en 1826 ya había hecho el químico Josep Roura y matriz de Gas Natural, la actual Naturgy. De la epopeya empresarial del gas se ha hablado mucho; de la previa motivación de fondo evocada por Elisa Vives, no mucho o nada.
«Quien hace el discurso sale en las crónicas, pero quien prepara la comida o lava la ropa, no. Estamos tan acostumbrados a esto, que nos parece normal»
Su bisabuela se casó en 1855. Vives nos dice que, por la mañana, fue al peluquero por primera vez en su vida, al Salón Guerin, donde le hicieron un peinado de tirabuzones perfumados con bandolina, una brillantina mucilaginosa hecha con semillas de membrillo. La boda fue al atardecer y, el día siguiente, ella y su marido partieron de luna de miel a Madrid, con diligencia. Había un servicio «rápido» diario, con nueve plazas, que tardaba casi tres días. Hoy este desplazamiento con AVE tarda apenas tres horas. ¿Cómo entender la cosmética y la dermofarmacia sin la bandolina y los membrillos, o los trenes de alta velocidad sin aquellas tartanas y diligencias?
Antoni Mendoza Rueda, profesor de cirugía en la Facultad de Medicina barcelonesa, es recordado por sus Estudios de cirugía publicados entre 1850 y 1852, pero la bisabuela de Elisa Vives lo recordaba porque construyó la primera casa en el Eixample Cerdà, entre Provença y Rosselló, vías que en aquel tiempo no pasaban de rayas en unos planos. Se ve que su clientela lo abandonó, porque no querían enfangarse los zapatos por los descampados de aquel Eixample todavía virtual. Aquel hombre osado tuvo tantos problemas con aquella casa aislada que le llamaban el Protomàrtir de l’Eixample, como recuerda Lluís Permanyer en L’Eixample, 150 anys d’història (2008). De todo eso, en las clases de urbanismo tampoco se habla… La mayoría de arquitectos son hombres que evocan grandes proyectos e ideas geniales. Tendríamos que fijarnos en los recuerdos de Elisa Vives de Fàbregas, para no continuar declamando sin entender. La emergente ciencia ciudadana, me parece, también tendría que plantearse estas cosas.