Dieta

Socioecologia - Dieta

Ilustración: Anna Sanchis

Un buen día me enteré de que practicaba la dieta mediterránea. Como el personaje de Molière­, que se alegró al descubrir que hablaba en prosa, experimenté la satisfacción de comer como Dios manda. Hasta entonces, y desde pequeño, me limitaba a cenar pescado y verdura con naturalidad, a comer poca carne (entre otras razones porque escaseaba en las mesas de posguerra) y a aliñarlo todo con aceite de oliva sin fijarme demasiado. Lo encontraba normal. Es más, creía que el aceite era siempre de oliva. Aceite, aceituna: ya se ve que todo es uno. ¿Acaso había otras clases de aceite, quien sabe si no tan saludables…?

Resulta que media humanidad come mal. En términos dietéticos, quiero decir. La gente come lo que puede, de hecho. Durante siglos, la preocupación no ha sido comer bien, sino poder comer. En el Mediterráneo y en todas partes. En un pequeño restaurante popular de Nicaragua, al preguntar qué había de comida, me respondieron: «comida». Ni carne, ni pescado; ni guisos, ni fritos; ni primeros, ni segundos. Tenían «comida». Nicaragua es el país del gallo pinto a toda hora, es decir, plato único de arroz y judías, acompañado, como máximo, de algún recorte de proteína animal. A veces te llevas un «sopón de plátano». Recuerdo un niño comiéndolo con deleite y reservando para el final una escamosa pata de pollo que sobrenadaba en el «sopón de plátano con garra de pollo», el non va plus gastronómico.

En este nuestro rincón del mundo cargado de tiempo, hemos hecho de la necesidad virtud. No somos muy carnívoros porque estamos escasos de ganado y de aves de corral (no como los «peones de estancia» patagónicos –los cowboys australes–, que desayunan asado). Freímos con aceite de oliva porque la mantequilla ni la olemos (no como los nórdicos, que se bañan en ella). Comemos fruta y verdura porque el huerto nos la va dando todo el año (no como los andinos, que tiran de «chuño» desecado). Y así. Pero como los dioses nacieron en Grecia, las pocas cosas que tenemos resulta que son buenas. Incluso el pescado azul, fauna pelágica propensa a formar bancos abundantes, ahora es alabado por los dietistas.

«Ahora que hemos globalizado la biodiversidad comestible, hemos empobrecido el repertorio agronómico. En el mercado hay de todo, pero de pocas clases»

También hemos ido incorporando vegetales de importación. El tomate o las judías, sin ir más lejos. Y las patatas, claro. Incluso las naranjas. Jaime I comía habas, alcachofas y nabos, nada de pan con tomate. Para mí que no era muy patriota. Chocolate, café o azúcar, tampoco nada de nada en la mesa real. Como mucho, cosas básicas endulzadas con miel o condimentadas con especias orientales. De aquí la manía de Colón. Genovés o catalán, iba de cara a la pimienta, el clavo y la canela. Se topó con América, una feliz contrariedad.

La noticia sorprendente es que ahora que hemos globalizado la biodiversidad comestible, hemos empobrecido el repertorio agronómico. En el mercado hay de todo, pero de pocas clases. Encontramos las mismas manzanas en todas partes («golden», «fuji», «starking» y para de contar), pero es perder el tiempo buscar «reinetas», «camoses» o «carabrutes». En las paradas de las payesas aún encuentras pera «moscatella», «de san Juan» o «limonera» y ciruelas «mirabolanes» o «datileres», pero eso es la excepción: todo el mundo a comer pera «conference» o ciruela «japonesa». Resulta que en plena vorágine transgénica dejamos perder las variedades que ya teníamos. Especies o subespecies de patata las hay a docenas, y miles de variedades, pero en el mercado pronto se acaba el repertorio: «kennebec», «pontiac» y poca cosa más; incluso la patata «del bufet», tan apreciada años atrás, se ha convertido en una rareza.

Ictéricos de bollicaos y de hamburguesas grasientas, de chips y de cocacolas, mucha gente tiene que ponerse a dieta a causa de su mala dieta. Un problema muy gordo… Los que comemos mediterráneo sin haberlo sabido nunca nos hacemos cruces.

© Mètode 2013 - 79. Caminos de ciencia - Otoño 2013
Doctor en Biología, socioecólogo y presidente de ERF (Barcelona). Miembro emérito del Institut d’Estudis Catalans.