Los oasis son un camelo. Cuatro palmeras raquíticas sombreando medio jornal de calabaceras regadas por un exiguo hilo de agua… Scheherazade no había visto mucho mundo, todo viene de aquí. En el siglo iv, Abu-Abd-Al·lah Muhàmmad ibn Abdús al-Jahxiyarí compiló por escrito los relatos fantasiosos de la creativa amante del sultán, hasta entonces transmitidos oralmente, y salieron Las mil y una noches (الف ليلة وليلة, Alf layla wa-layla, en árabe, o هزار و یک شب, Hazār-o yak xab, en persa). El mito de los oasis seguramente nace entonces. Acostumbrados a los desiertos minerales, aquellas modestas manifestaciones de fertilidad parecían excepcionales a los lectores musulmanes. Lo eran en su contexto, pero vistos con mirada universal no resultan gran cosa. Cualquier huerto medioeuropeo les da mil vueltas.
«Los hechos son los hechos, pero la realidad es la percepción que tenemos», decía Albert Einstein. Los oasis son lo que son, pero el desierto que los rodea nos hace percibirlos como fastuosos. Vivimos en un universo de oasis mentales y otorgamos a las cosas no el valor que tienen, sino el valor que querríamos que tuvieran. De lo contrario, ¿qué valor tiene nada, realmente? Todos los imaginarios son más o menos míticos y no por eso dejan de ser reales (por más que no siempre sean fácticos).
En todo caso, hay oasis muy notables. Muy relativamente notables, cuando menos. Y no únicamente en el Sáhara o en el desierto de Arabia, que serían los oasis por antonomasia. Pienso en San Pedro de Atacama o en Turfán, por ejemplo. El de Atacama, en el Chile septentrional, es un desierto total, un enorme desierto absoluto de más de 100.000 km2 que recibe una sola lluvia ligera una vez cada diez o quince años. Es el desierto más desierto de todos los desiertos que se hacen y se deshacen. Pero lo recorren aguas fluviales que vienen de las montañas. Y entonces surgen oasis, como la fértil vega de San Pedro, una docena de kilómetros cuadrados de verdor, fragmentados en varios núcleos. Una docena entre cien mil: no es mucho… Por eso es tan excepcional.
El caso de Turfán es diferente. Es un oasis artificial, regado con aguas transportadas mediante qanats, esas formidables galerías subterráneas que conducen aguas rodadas desde las profundidades de las montañas periféricas. El oasis de Turfán es una estrecho rosario de huertos y viñas extendidos a lo largo de un centenar de kilómetros en los bordes del desierto de Taklamakán, en la región uigur del Sinkiang. De hecho, hay otros oasis parecidos en la zona, todos ellos fruto del valiente esfuerzo de los multiseculares excavadores de qanats. Algunos de los oasis scheherazadianos también debían de ser obras de irrigación parecidas, seguramente.
Los humanos hemos aprovechado desde tiempos inmemoriales los oasis espontáneos o hemos generado los artificiales. Los likanantai poblaron el actual San Pedro de Atacama hacia el siglo V a. C. y se mantuvieron a pesar de los incas y los conquistadores españoles; son los antecesores de la cultura atacameña actual. Los uigures habitan los oasis de Sinkiang desde hace un milenio, pero chinos y otros pueblos, como los kirguís, se pelearon por la zona desde muchos siglos antes. En los oasis hay vida y, por tanto, hay humanos que los codician. Se puede vivir en ámbitos geográficos más acogedores que los desiertos, claro, pero la especie humana no deja nada por verde (por poco verde que sea…).
«Todos los imaginarios son más o menos míticos y no por eso dejan de ser reales»
Existen, también, los oasis efímeros, esos prodigios que resultan de la conjunción de lluvias ocasionales y bancos de semillas resistentes acumuladas en suelos desérticos. Son los llamados «desiertos floridos». Es el caso de Atacama o, en cierto modo, de Namaqualand, en Namibia. Caen las rarísimas lluvias y una sorprendente alfombra de flores enciende el desierto en cuestión de días. Los justos para producir semillas para el siguiente florecimiento. Lo encuentro fascinante, propio de un relato de Las mil y una noches, justamente. Pero de eso Scheherazade, mira por dónde, no dijo nada. No podía saberlo, claro. Lástima.