Jus lo front port vostra bella semblança
de què mon cors nit e jorn fa gran festa,
que remirant la molt bella figura
de vostra faç m’és romasa l’empremta
que ja per mort no se’n partrà la forma;
ans quan serai del tot fores d’est segle
cells qui lo cors portaran al sepulcre
sobre ma faç veuran lo vostre signe.
Estramps, Jordi de Sant Jordi (s. XV)
La faz, el rostro, posiblemente la parte de nuestro cuerpo más expuesta, la que miramos para saber cómo es y qué siente la persona que habla e interacciona con nosotros, la que nos enamora o nos genera desconfianza… La faz del amante que modelamos en nuestro cerebro, el rostro de los hijos que queremos. Dicen que la cara es el espejo del alma. O como dice el caballero enamoradizo, «tengo de vuestro rostro ya la huella», y «llevo en la frente vuestra bella estampa».
Hace años, cuando apenas acababa de publicarse el primer borrador completo de la secuencia de ADN del genoma humano, vino a verme una estudiante de Bellas Artes. Yo doy clases en Biología, pero no se dirigía a mí como profesora, sino que quería hablar conmigo como genetista. Era una chica joven, con acento dulce y gestos enérgicos. Me preguntó si era posible que a partir del ADN de una persona se pudiera saber cómo es su rostro. Yo le respondí que nuestras características físicas están determinadas genéticamente, pero que no intervendría un único gen, sino muchos; que apenas acababa de ser publicado el genoma humano y estábamos todavía muy lejos de conocer qué genes serían relevantes para determinar características físicas concretas. Entonces, Tània (nombre inventado) me explicó que se había quedado embarazada de adolescente, la situación la había sobrepasado y había optado por el aborto. Hacía tiempo que se preguntaba cómo sería la faz del bebé que no fue, quería dibujar el rostro desconocido, darle forma modelándolo en una escultura.
Yo no tenía la respuesta que ella buscaba, ni la podía tener. En aquella época, aunque hubiera tenido el ADN del padre y madre biológicos, o del feto, no sabíamos lo suficiente. Pero hoy en día, con los adelantos en genética actuales, a partir del ADN de una muestra biológica podemos extraer mucha información e inferir un retrato bastante detallado del rostro a quien pertenece. Todavía nos queda camino y, seguramente, muchos genes diferentes intervienen, porque no solo hablamos del color de la piel o de los ojos, sino de la forma del cráneo, de la posición de los ojos, la forma de la nariz, de los labios, de las partes blandas, el arranque del pelo y de los cabellos… Muchos de nosotros nos asemejamos a unos parientes cuando somos pequeños, pero en la adolescencia nuestro cuerpo crece, madura y el rostro cambia, ya que los rasgos faciales no lo hacen de forma del todo escalada. Aun así, se pueden inferir patrones y relaciones entre el genotipo (las variantes del ADN que hemos heredado de nuestros padres) y el fenotipo (la manifestación final de las características, en este caso, la faz). De momento, y analizando genéticamente más de 8.000 personas de diferentes orígenes geográficos, se sabe que intervienen como mínimo 130 genes diferentes, muchos de los cuales importantísimos durante el desarrollo esquelético (curiosamente, tanto del cráneo como de las extremidades). Los hay que cuando están mutados causan labio leporino u otras enfermedades raras con dismorfología facial. La nariz, los pómulos y la forma de la barbilla se encuentran entre los rasgos más determinados por la genética. En cambio, las mejillas son de los más influidos por el ambiente (como, por ejemplo, la dieta). Con todos estos datos genéticos, aunque parciales, ya se puede dibujar nuestro rostro a partir de una mancha de sangre, un cabello en un peine, o unos huesos enterrados. Nos falta por aprender, pero ya se usa esta tecnología para solucionar casos forenses irresueltos, o para sacar de la prisión a personas injustamente sentenciadas por crímenes atroces. «Tengo de vuestro rostro ya la huella.»