Hace pocos domingos, en el A vivir de la SER dedicamos la sección de ciencia al transhumanismo, explicando que, como corriente filosófica, es interesante, pero que los tecnooptimistas más devotos exageran sobremanera diciendo barbaridades como que «ya ha nacido la persona que vivirá mil años». Lo citamos literalmente porque es lo que afirma el gerontólogo británico Aubrey de Grey, pero lo hicimos recalcando que es algo sensacionalista, sin base y con el propósito de vender libros. Pues bien; a los pocos días una compañera de El cazador de cerebros me dijo: «Mi madre te escuchó el domingo, ¡y estaba flipando porque contasteis que ya hay personas que vivirán mil años!»
¿Qué emoción os sugiere esta anécdota? Puede que os haga sonreír, enfadar, reflexionar o que os deje indiferentes. Seguramente, alguien sin interés por la ciencia se quedará igual y lo olvidará sin más, mientras que a los entusiastas nos generará algún tipo de respuesta emocional, ya sea frustración, sorpresa, diversión… Y ya sabemos que cuanta más emoción, más atención y más retención. Por eso nos acordamos de unas cosas y no de otras.
Yo reconozco que en este caso concreto me hizo simplemente gracia, porque no es un tema tan trascendente, pero me hizo reflexionar. En concreto, me recordó un estudio analizando el impacto de la información sobre vacunas que me generó gran desazón: los investigadores pasaron un folleto con mitos y realidades sobre las vacunas a voluntarios y constataron que, pasadas unas horas, la mayoría de ellos distorsionaban su recuerdo y confundían algunos mitos con realidades, y de hecho aumentaba su reticencia a la vacunación. Ese folleto era contraproducente. Estaba preparado con toda la buena intención, y su contenido era riguroso, pero generaba el efecto contrario al que pretendía. Algo parecido ocurrió con lo de extender la vida mil años, y seguramente con muchos textos contra las pseudociencias.
El caso es que, si lo recuerdo, es porque me generó una emoción, igual que recuerdo un ensayo clínico de terapia génica porque me despertó esperanza, una conversación con astrólogos que me indignó, un descubrimiento cosmológico que me fascinó o un artículo sobre inteligencia artificial que me preocupó. Por eso, desde hace tiempo defiendo que estimular alguna emoción (la que sea) es clave para cualquier producto de divulgación científica y que si lo que hacemos es interesante y ameno, pero genera indiferencia, no tendrá impacto. Y, por eso, el índice de mi último libro A vivir la ciencia (Debate, 2020) está organizado por emociones. La esperanza es la emoción que engloba las historias de un capítulo, la curiosidad, otro, el enfado, la diversión… y así hasta diez emociones que me doy cuenta de que predominan en mis intereses científicos particulares.
«Desde hace tiempo defiendo que estimular alguna emoción (la que sea) es clave para cualquier producto de divulgación científica»
Y ahora llega cuando os pregunto: ¿Qué emociones os genera a vosotros la ciencia? Hay personas a quienes no les genera ninguna y por eso prefieren otras lecturas. Pero imagino que, a vosotros, lectores de Mètode, muchas y bien diferentes. Pero ¿cuál es la más prevalente, la que más pesa? Creo que en realidad eso es lo que hace que elijamos unos libros de ciencia y no otros, e incluso modula el estilo de cada divulgador científico. Yo mismo nunca me había planteado cuál era mi emoción más intensa frente a la ciencia, y cuando la escritura de este libro me forzó a meditarlo, me di cuenta de que las principales son la sorpresa y la curiosidad. Obviamente me enfadan los pseudoterapeutas, me preocupa el cambio climático y siento esperanza en que la ciencia nos lleve a un mundo mejor. Pero lo que me flipa de verdad es descubrir cosas que no espero. En el libro describo el momento de bloqueo cuando un paleontólogo me pidió agacharme en la orilla de un lago para mostrarme restos de huevos de dinosaurio, allí mismo en la superficie, y durante unos segundos no supe si me estaba tomando el pelo. O la curiosidad que me generó una maravillosa conversación con un experto en mejillones. Me doy cuenta de que llevo mucho tiempo en esto, y continúo entusiasmado y promiscuo escribiendo libros, juntando muchos temas que me emocionan en lugar de centrarme en uno solo.
Y para sorpresa, la que viví recientemente en un centro de investigación agrícola holandés grabando para El cazador de cerebros, cuando me dijeron que, a pesar de que los Países Bajos tienen doce veces menos terreno cultivable que España, gracias a su innovación agrícola exportan casi el doble de hortalizas que nuestro país. Nosotros somos el noveno productor mundial de hortalizas, pero los Países Bajos (¡los Países Bajos!) son el cuarto. What? Fue tal la sorpresa que no pude quitármelo de la cabeza hasta que busqué datos y entendí la historia del desarrollo agrícola allí. Claramente, la emoción dirige nuestra atención. Debemos tenerla mucho más presente en la divulgación.