Hubo un tiempo en el que el Homo sapiens coexistía con otras especies del género, como el Homo neanderthalensis o el Homo denisova. Sin embargo todos los grupos eran muy reducidos. Hoy constatamos dos evidencias: nos hemos quedado solos como especie (1) y vivimos en colectivos de miles o millones de individuos (2). La historia de la infamia de la humanidad es la historia de la intolerancia entre colectivos humanos que pertenecen a una sola especie. Hoy llamamos racista a aquel que no necesita salirse de su especie para encontrar diferencias suficientes por las que odiar. ¿Cómo se sentiría si se viera obligado a compartir un autobús con un ciudadano neandertal? Muchos dirán que algo así es precisamente lo que debió ocurrir para que al final lográsemos quedarnos solos como especie en el planeta. En los primeros enfrentamientos entre sapiens y neandertales se impusieron los segundos. En el uno contra uno, y en el pocos contra pocos, el neandertal tenía todas las de ganar, quizá por su fortaleza, quizá por su agresividad. ¿Cuándo se invirtieron los términos? ¿Las otras especies del género Homo se extinguieron por sí solas o con la ayuda del sapiens? Y si es así ¿cómo lo consiguió?
«La historia de la infamia de la humanidad es la historia de la intolerancia entre colectivos humanos que pertenecen a una sola especie»
El antropólogo Yuval Noah Harari tiene una propuesta bien original. Los humanos consiguieron formar grandes colectivos en dos tiempos. En una primera fase pasaron de grupos de pocos individuos a grupos de unos 150. Y en una segunda fase saltaron a colectivos de millones de individuos. ¿Qué es lo que hubo de cambiar para que la cohesión social alcanzara a mantener unidos colectivos tan grandes? Según el profesor Harari, la primera fase se consiguió con la adquisición de una nueva capacidad: el chismorreo. Una mutación permitió un salto en el lenguaje el cual, a su vez, permitió gozarla hablando (sobre todo mal) del prójimo. La idea es que un líder no puede mantener la unidad de un grupo en el que la mayor parte de los individuos no lo conocen directamente y más aún cuando no existe la posibilidad de hacerlo indirectamente. Pero si en la mente se instala una especie de gozo por comentar lo que le pasa al vecino, entonces el líder ya no tiene que estar renovando su autoridad conversando en directo con cada uno de los miembros del grupo. «¡Que se hable de mí aunque sea bien!», Salvador Dalí dixit. Ningún otro animal chismorrea. Sencillamente no tiene lenguaje para ello. El lenguaje animal existe. No hay duda sobre eso, pero solo es capaz de transmitir información en paquetes demasiado rígidos, previsibles y cerrados. Por ejemplo, un mono puede soltar un alarido cuyo significado es: «¡Atención, atención, se acerca un águila!» Estamos seguros de ello porque si grabamos este alarido y se lo hacemos escuchar en falso a un grupo de monos, éstos reaccionan levantando la vista aterrados buscando la posición de la amenaza anunciada. Incluso hay monos que usan este mensaje codificado para mentir y conseguir así la comida que otro mono abandona precipitadamente. Sin embargo, el diccionario de esta clase de mensajes es corto y rígido. Con un lenguaje así se resuelven un puñado de problemas de supervivencia, pero no se puede improvisar frente a los caprichos de la incertidumbre. El placer y la capacidad de chismorrear es el indicio claro de que el lenguaje ha evolucionado lo bastante como para comunicar ocurrencias frescas del momento. El placer por cotillear permite mantener unidos colectivos de unos 150 miembros. No es mucho, pero quizá sí suficiente para que un grupo grande de sapiens se imponga a otros más pequeños de neandertales. Como se ve, la prensa del corazón (y la llamada televisión basura en la que se ventila la vida íntima de prescindibles famosos y de imprescindibles desconocidos) tiene un arraigo que se hunde en las mismísimas profundidades del Homo sapiens. El paso siguiente es conseguir colectivos que cohesionen decenas de miles o millones de individuos. Para ello se necesita un segundo salto, el que se consigue con un lenguaje capaz de relatar y transmitir mitos, ficciones, leyendas o creencias. Estamos ya en la invención de los dioses y de las patrias.