El Nobel de Física, orbitando agujeros negros

Un análisis de la investigación y los descubrimientos tras el premio otorgado a Roger Penrose, Reinhard Genzel y Andrea Ghez

cygnus x 1 agujero negro

Quienes hacemos o hemos hecho algún tipo de modelización teórica de sistemas físicos de cierta complejidad solemos reírnos de nuestros modelos refiriéndonos a ellos como «la vaca esférica». En efecto, el objetivo es hacerse una idea del sistema «vaca» suponiéndolo esférico para poder simplificar los cálculos. Y esto solo viene a cuento porque la historia del Nobel de Física de este año empieza con un rumiante esférico.

«La teoría de la relatividad general contemplaba, matemáticamente, la existencia de objetos que no permitirían escapar nada»

La teoría de la relatividad general contemplaba, matemáticamente, la existencia de objetos que no permitirían escapar nada, tal como demostró Karl Schwarzschild en 1916. Ni siquiera la luz. La pregunta era si esta entelequia podía concretarse en un objeto físico real. Para demostrarlo había que estudiar si una cantidad determinada de materia podría colapsar, esto es, había que estudiar el proceso de formación. En 1939, los físicos Robert Oppenheimer y Hartland Snyder demostraron que se podría generar tal objeto, suponiendo una distribución perfectamente esférica de la materia. Desde aquel momento la duda era si la suposición limitaba el resultado a este escenario idealizado.

Y aquí es donde llega el ingenio de Sir Roger Penrose, quien demostró en 1965 la inevitabilidad del colapso de la materia para formar un agujero negro (término introducido por Robert Dicke en 1960) independientemente de la distribución inicial de esta materia. Penrose introdujo la idea de superficie atrapada, que nos permite imaginar un agujero negro como la región del espacio (interior a esa superficie) en el que cualquier rayo de luz emitido se propaga irremisiblemente hacia el centro de esta superficie. Esto significa que da igual si el rayo de luz es emitido hacia el exterior de la superficie, porque se propagará hacia su centro. Es decir, el espacio y el tiempo se mezclan de tal manera que de hecho intercambian su papel y el futuro está en el centro del sistema. Del mismo modo que nosotros somos arrastrados por el tiempo hacia el futuro sin que podamos hacer nada, cualquier observador dentro de esta superficie es arrastrado hacia el centro de la superficie cerrada. Allí es donde está la singularidad, un punto que no pertenece a la descripción matemática del espacio-tiempo, el verdadero agujero.

portrait nobel fisica agujeros negros

De izquierda a derecha, Roger Penrose, Reinhard Genzel y Andrea M. Ghez. © Nobel Media. III. Niklas Elmehed

Desde el momento en el que quedó claro que el colapso podría ocurrir en sistemas astrofísicos reales, empezó la búsqueda de pistas sobre su existencia en el universo. Ya en 1963 se empezó a especular sobre la posibilidad de que el brillo de los cuásares, galaxias mucho más luminosas de lo usual, estuviera alimentada por la presencia de un agujero negro en su seno. Aun así, fue en nuestra propia galaxia donde se encontró una candidatura más evidente: el objeto binario Cygnus X-1. Todo esto ocurría entre la década de los sesenta y principios de los setenta del siglo pasado.

Después llegaron otros candidatos a través de múltiples evidencias indirectas, pero no había ninguna observación lo suficientemente directa para poder afirmar con rotundidad que se trataba de agujeros negros. Se especulaba con la posibilidad de que hubiera un agujero negro con masas enormes en el centro de cada galaxia, y también en la Vía Láctea. A mediados de la década de los noventa, la nueva generación de telescopios de radiación infrarroja permitió la observación directa de las estrellas en el centro de nuestra galaxia. La materia que hay entre nosotros y esta región impide la observación con los telescopios de luz visible, entre otros. Con los nuevos dispositivos, había llegado el momento.

«Quizás en un futuro no lejano, la Academia Sueca tendrá que repensar la manera como concede sus famosos premios»

Los equipos de Andrea M. Ghez y de Reinhard Genzel observaron de manera independiente una serie de estrellas que orbitan rápidamente en torno a un centro de masas claramente localizable. Usando leyes físicas sencillas, los equipos estimaron la masa del objeto central en 4·106 veces la masa del Sol. Esta masa, concentrada en la región observada, solo podía ser un agujero negro. Y he aquí la primera evidencia quizás todavía indirecta, pero clara, de la existencia de agujeros negros en nuestro universo.

Este premio, que reconoce los pasos tan relevantes en física y astrofísica que hemos explicado, enlaza también dos tradiciones científicas diferentes: una más propia del siglo XX, en la que los equipos de investigación estaban formados por muy pocos investigadores y predominaba el trabajo individual, por un lado; por el otro, una iniciada a finales del siglo XXI, en la que lo más habitual es el trabajo en equipo y en la que la frontera entre un autor de un artículo y el siguiente es difusa en cuanto a la aportación de ideas o carga de trabajo. Quizás en un futuro no lejano, la Academia Sueca tendrá que repensar la manera como concede sus famosos premios.

Actualizado: 15 de octubre de 2020, 8:58h

© Mètode 2020

Investigador del Departamento de Astronomía y Astrofísica, Universidad de Valencia.