Angustia, estrés, miedo de infringir las normas cambiantes que tratan de detener la expansión del virus. Quedarse en casa mientras las estaciones del año van pasando sin poderlas disfrutar plenamente. La pandemia ha cambiado nuestra forma de vivir. Ya no son recomendables las multitudes, ni las reuniones y tenemos que evitar las salidas lejos de casa. Las actividades que solíamos hacer han quedado suprimidas.
Desde casa, el cielo nocturno y los fenómenos celestes no tienen quién los mire. Las luces de la calle no nos dejan ver sus maravillas ni es posible sacar el telescopio para buscar aquella nebulosa tan peculiar.
En el confinamiento más estricto de principios de abril de 2020, la diosa Venus tuvo la ocurrencia de pasar entre el cúmulo de las siete bellas hermanas Pléyades para protegerlas del acosador Orión. Un fenómeno infrecuente que muy bien merecía que tratáramos de obtener una bella imagen. ¡Lástima! En tiempo de confinamiento, había que añadir: si tenemos una ventana que mire hacia el oeste. Y, solo durante unos minutos, la de la cocina nos permitía la imagen deseada. La cámara, estable sobre un trípode improvisado, pudo captar el planeta sobre el cúmulo cuando ya se acercaba a la barandilla de la azotea. Un pequeño éxito en un mes de miseria.
Suerte que el verano, ya en desconfinamiento, fue más benigno. Las salidas para admirar el cielo nocturno volvieron a florecer; las observaciones populares –con precauciones, eso sí– revivieron. Fue cuando el universo nos regaló la visita del cometa C/2020 F3 (Neowise) y nos maravillamos con su visión antes de la salida del Sol. Una reliquia de los tiempos antiguos del sistema solar. Sin restricciones de movimiento pudimos verlo desde lugares oscuros, y todo el que lo deseó admiró las dos colas, una de polvo amarillento denso y curvada y la otra azulada, etérea y recta. Un cometa grandioso, como hacía años que no se veía ninguno.
Las noches pasadas en la Tinença de Benifassà nos mostraron la Vía Láctea sobre un cielo muy negro. Los pueblecitos brillaban poco y unos pasos lejos de las casas el universo se nos presentó, tan bello como es, inmenso, mareante incluso. La Luna en cuarto creciente, los planetas Júpiter y Saturno, la nebulosa del anillo en Lira, el cúmulo globular M13 en Hércules, fueron devorados ávidamente por los ojos de un público entusiasta, adecuadamente separado alrededor del telescopio.
«Desde casa, el cielo nocturno y los fenómenos celestes no tienen quién los mire»
Pero en otoño la segunda oleada de la pandemia trastornó nuevamente la sociedad y un montón de actividades culturales quedaron suprimidas. La divulgación de la astronomía, habitualmente en horas nocturnas, también se tuvo que confinar. Nada de charlas a pie de telescopio; olvidémonos de pasar la noche al raso para admirar las constelaciones invernales, mientras la lluvia de estrellas de las Leónidas nos decora el cielo matinal.
El desaliento es grande entre los divulgadores, ahora sin el contacto con el público que, maravillado, habría podido ver, quizás por primera vez, los anillos de Saturno o las desérticas llanuras de Marte. Solo este planeta nos dio una alegría a finales de año, muy brillante en estos meses de proximidad a la Tierra; desde el balcón, incluso un pequeño telescopio nos permitía admirar su superficie.
Isaac Newton, una de las mentes más claras del siglo XVII, nos hubiera podido asesorar para pasar mejor este tiempo incierto. Apenas se graduó, la epidemia de peste de 1665 obligó a cerrar la Universidad de Cambridge y él, recluido en la granja familiar de Woolsthorpe Manor, desarrolló los trabajos que lo harían famoso: el cálculo diferencial, la descomposición de la luz solar en colores, y también empezó a pensar en la ley de la gravitación universal. Aunque, con su carácter arisco y desagradable, seguramente nos diría: ¡ya os apañaréis!