Potencias de 10

«En el momento en que podamos desligarnos de la superficie de la Tierra y ver todo el planeta desde fuera», escribió el astrónomo Sir Fred Hoyle, «cambiará nuestra concepción del mundo». Este cambio no se haría esperar mucho. Lo que entonces parecía un sueño, más propio de la ficción científica que de la vivencia cotidiana, se hizo realidad en apenas veinte años. El 21 de diciembre de 1968, a bordo de la nave espacial Apollo 8, tres astronautas, James A. Lovell, Frank Borman y William Anders, iniciaban el primer vuelo orbital a la Luna. Mientras sus compañeros fijaban su atención en nuestra hija del espacio, objetivo de la misión, Lovell, el jefe de la tripulación, observaba, en cambio, el punto desde donde habían salido, su hogar. Con el pulgar tapaba la visión de la ventanilla y pensaba que todas las cosas que él amaba, todas las que le preocupaban, toda la conflictiva sociedad del 68, con sus esperanzas y posteriores renuncias, quedaban ocultas por un simple movimiento de la mano. Tres días después, Anders* hizo la fotografía más impresionante que nunca se había realizado: no era la «salida del Sol», ni tampoco «la salida de la Luna», sino otra «salida» nunca antes vista por un humano. La de su propia Tierra –la nuestra, la única que tenemos–, suspendida en el espacio y emergiendo por encima del horizonte lunar.

En ciencia, cuando se toman medidas, se presentan los resultados con números. Estas mediciones se refieren a tamaños, distancias, duraciones, etc. Parte de la comprensión de un número –un valor numérico basado en algunas mediciones– transmite un «sentimiento» de lo «grande» o lo «pequeño» que es este valor en relación con otros tamaños, otras duraciones, etc., que tenemos en la cabeza como valor de referencia. El mundo que observamos a la altura de la mano –aproximadamente a la escala del metro– es nuestro mundo conocido; ningún edificio o construcción arquitectónica vertical sobrepasa (todavía) la medida del kilómetro. Los árboles más altos no llegan a alcanzar los 150 m. Y, yendo al mundo de las cosas diminutas, a simple vista podemos ver hasta 0,2 mm (es decir, 200 micrómetros, o µm).

La medida de nuestra galaxia es de 1.000.000.000.000.000.000.000 m y la medida de un átomo, 0,0000000001 m. Cada cero representa una potencia de 10. Si el cero se encuentra a la derecha de un 1, representa una potencia de 10 más grande. Y si el cero está a la izquierda, representa una potencia de 10 más pequeña. Por tanto, para la medida de la Vía Láctea, en lugar de escribir 21 ceros detrás del 1, escribimos 1021. Para la parte baja de la escala, el átomo de hidrógeno mide 10–10 m; el de un protón, 10–15 m; y las partículas subatómicas, como los quarks, ¡10–18 m! Las escalas de los extremos de las medidas grandes y de las pequeñas son tan solo los límites del conocimiento contemporáneo. Los avances tecnológicos, como los telescopios y los microscopios, nos han permitido agrandar nuestro mundo, hacia arriba y hacia bajo, y 39 potencias de 10 alcanzan la totalidad de lo que hasta el momento es conocimiento firme.

Los microbios son un ejemplo de las dos escalas, las pequeñas y las grandes. Sabemos que las bacterias son pequeñas de tamaño (una media de 3 µm de longitud, 3 × 10–6 m), y probablemente no es casualidad que las bacterias sean y hayan seguido siendo pequeñas durante toda la historia evolutiva. Básicamente, la medida mínima de una bacteria de vida libre es aquella que permite albergar toda la maquinaria enzimática, ácidos nucleicos, etc., necesaria para poder multiplicarse. Se calcula que esta medida mínima es de 250 nanómetros.

«Nuestro planeta es un punto azul minúsculo perdido en un espacio inmenso, y nosotros ocupamos solamente un instante en el cúmulo del tiempo»

Sabemos que las bacterias son «grandes» en cuanto a cantidad. Los microbios, como las estrellas, alcanzan un número enorme de individuos. Solamente en nuestra galaxia, la Vía Láctea, puede haber más de 100.000 millones de estrellas (1011). Y seguramente en el universo conocido hay más de 100.000 millones de galaxias (1011). Sin embargo, aunque este número es asombrosamente alto (10 elevado a 22, y posiblemente sea mayor), el número de microbios que hay en la Tierra es superior en muchos órdenes de magnitud, ya que se estima que es de 1030. El famoso entomólogo y padre de la sociobiología Edward O. Wilson escribió el siguiente párrafo para finalizar su libro autobiográfico El naturalista (traducido al español en 1995): «Diez mil millones de bacterias viven en un gramo del suelo, el que puedo coger entre mis dedos pulgar e índice. Representan miles de especies, casi ninguna de ellas conocida por la ciencia. Penetraría en este mundo con la ayuda de la microscopia moderna y con las herramientas del análisis molecular. Iría abriendo camino a través de bosques clonales extendidos entre granos de arena, viajaría en un submarino imaginario dentro de gotas de agua que tendrían el tamaño de lagos y rastrearía depredadores y presas para descubrir nuevas formas de vida y extrañas redes tróficas».

También los números de microbios son elevados cuando hablamos de la microbiota asociada a un animal. Una persona adulta puede tener diez veces más células microbianas que humanas: el cuerpo humano tiene 1012 células eucariotas, las «nuestras», y 1013 células procariotas. Anton van Leeuwenhoek (1632-1723) calculó, certeramente, que en una muestra de su boca nadaban más «animálculos» que habitantes tenía Holanda. Y su interés por calcular el número de estas diminutas criaturas lo llevó a una estimación del número máximo de habitantes que podían caber en la Tierra. Leeuwenhoek partió del cálculo de que la población de Holanda ascendía a cerca de un millón de personas. Después, con ayuda de sus mapas y un poco de geometría esférica, determinó que la superficie terrestre habitada era 13.385 veces mayor que su diminuto país. Y como le resultaba difícil imaginar que todo el planeta estuviese tan densamente poblado como Holanda, llegó a la triunfal conclusión de que no podía haber más de 13.385 millones de personas en toda la Tierra. Leeuwenhoek dijo eso en una época en la que la población de la Tierra se calcula que era de 500 millones.

Un trébol, una secuoya, un elefante, un ratón o una bacteria están formados por los mismos «materiales». Y aunque el tamaño del individuo sea muy diferente, la medida de sus átomos es siempre la misma. El patrón de medida intrínseco de todo el universo conocido viene definido por la naturaleza del átomo y de sus subpartículas. Nuestro planeta es un punto azul minúsculo perdido en un espacio inmenso, y nosotros ocupamos solamente un instante en el cúmulo del tiempo. A partir de los átomos del universo atrapados en nuestro planeta se organizaron y evolucionaron los sistemas vivientes. Al final de su libro Cosmos, Carl Sagan escribe: «[…] nosotros somos la encarnación local del Cosmos, que ha crecido hasta tener conciencia de sí. Hemos empezado a contemplar nuestros orígenes: sustancia estelar que medita sobre las estrellas; conjuntos organizados de decenas de miles de billones de billones de átomos que contemplan la evolución de los átomos y rastrean el largo camino a través del cual llegó a surgir la conciencia, por lo menos aquí. Nosotros hablamos en nombre de la Tierra. Tenemos la obligación de sobrevivir no solo a nosotros sino también a este Cosmos, antiguo y vasto, del que procedemos.»

*Editado el 26 de junio de 2019. La versión anterior indicaba erróneamente que fue Lowell quien tomó la foto.

© Mètode 2019 - 100. Los retos de la ciencia - Volumen 1 (2019)
Ilustrador, Barcelona.

Catedrático emérito de Microbiología de la Universitat de Barcelona. Miembro del Institut d’Estudis Catalans.

Profesora agregada del Departamento de Biología, Sanidad y Ambiente. Sección de Microbiología, Facultad de Farmacia y Ciencias de la Alimentación de la Universidad de Barcelona.