Pocas ordenaciones tienen tanta trayectoria como la regla de Benito de Nursia. Data del año 534, así que exhibe casi quince siglos de vigencia ininterrumpida. Los benedictinos han tenido muchas reformas, pero su regla permanece intacta. Ni los anianenses, ni los olivetanos, ni los cluniacenses, ni los camaldulenses, ni los vallambrosianos, ni los cistercienses, ni los trapenses han necesitado modificarla, aun siendo cenobitas los unos y eremitas los otros, contemplativos estos y laborativos aquellos, estrictos los de aquí y tolerantes los de allá. La explicación del prodigio es simple: es una regla orientada a resultados que postula actitudes sin supeditar nada a normas detalladas. Dice dónde quiere llegar, no cómo ir: ¡dominó!
Nos mata la casuística. En derecho, en política, en organización empresarial. Vivimos rodeados de mentalidades pequeñas que quieren precisiones sobre cómo hacer las cosas, en lugar de pedir orientaciones sobre objetivos finales. «Ya me lo ha dicho antes, que era maestro, ahora contésteme a la pregunta: ¿sabe leer y escribir?» Se lo preguntaron en la oficina de reemplazo del servicio militar a un muchacho que iba conmigo, no es ningún chiste. Aquel irritado sargento reenganchado simplemente rellenaba formularios. Encarnaba la obsesión por la normativa, a menudo enfrentada con el buen sentido.
Con el catolicismo ha pasado lo mismo. El cristianismo ha desaparecido del mapa. El derecho canónico y la pautada doctrina de la iglesia han aniquilado el espíritu evangélico. La normativa (estrecha) y la casuística (rancia) centran la atención de obispos y papas. Se trataba de hacer triunfar el amor, pero las jerarquías gastan todos sus esfuerzos en coartar a las personas en nombre de preceptos (humanos) y de catecismos (pequeños). Para ellos, Benito de Nursia es el pasado. Que permanezca vivo quince siglos después no pasa de detalle, se ve…
«Los estudiantes (y los profesores) confunden la valoración de los exámenes con la tabla de multiplicar y se favorece una manera de acceder al conocimiento fragmentada y contraproducente»
Qué es anécdota y qué es categoría: esta sería la cuestión. Un tema epistemológicamente capital, sobre todo en un contexto de complejidad. En pedagogía, en urbanismo, en sostenibilidad, en cualquier dominio, propendemos a deslizarnos por la pendiente anecdótica de la casuística. Los diccionarios definen casuística como «disposición que rige casos especiales». A fuerza de tenerlo previsto todo sin tener que interpretar nada, de todo se hace un caso especial, así que entonces la regla se convierte en la suma de todas las excepciones. Y la categoría, pues, en la integral de todas las anécdotas. Eso no funciona, obviamente. Benito de Nursia dice: «que el monje beba con moderación». Ni prohíbe, ni se excede en la precisión casuística (tantos centilitros de tal bebida, o tantos miligramos de alcohol por kilo de peso, o tantas veces al día, o qué sé yo). El objetivo es no perder el control bebiendo, no encontrar en la ingestión de la exacta dosis permitida una coartada para no asumir la propia responsabilidad.
Con las calificaciones académicas también se ha ido casuísticamente demasiado lejos, me parece. Ahora todo está pautado, tabulado o formularizado. De rebote, los estudiantes (y los profesores) confunden la valoración de los exámenes con la tabla de multiplicar. Cada parte del todo es abordada como un caso anecdótico especial. Si suma tanto, apruebas; si suma cuanto, suspendes. Las sumas prevalecen sobre las matrices, un desastre. La cuestión es de elevada trascendencia, porque favorece una manera de acceder al conocimiento fragmentada y contraproducente. Tan solo hay que ver la pobreza abstracta y generalista de tantos y tantos jóvenes licenciados después de confundir la carrera con una carrera de obstáculos en forma de exámenes tipo test y de cuts and pastes de documentos bajados de la red.
Habría que volver la vista hacia Benito de Nursia: ¿Dónde queremos ir a parar? ¿Cuál es la categoría? La casuística, que se limite a las excepciones.