De Franklin a monseñor Cañizares
Reflexiones sobre la desinformación en un año de pandemia
En 1721 hubo una epidemia de viruela en Boston. La enfermedad la transmitió un marinero infectado llegado a la ciudad. Tan solo en octubre de aquel año murieron más de cuatrocientas personas, abrumadas por aquellas pústulas tan dolorosas, que crecen tanto en el exterior como en el interior del cuerpo. Los médicos querían inocular a la población, pero esta tenía sus feroces detractores. La inoculación consistía esencialmente en bañar un hilo de algodón en el pus de una ampolla infectada y, después de dejarlo secar, se ponía en una herida abierta en el paciente. Los anti inoculadores acusaban a los médicos de querer jugar a ser dioses, decidiendo quién tenía que vivir y quién no. Y, entre ellos, uno de los más fervorosos detractores era un joven llamado Benjamin Franklin.
La llegada de una pandemia siempre desconcierta a la humanidad, que no sabe muy bien cómo hacerle frente. El enemigo invisible causa desasosiego, y al rescoldo de este crecen todo tipo de voces enfrentadas. Con la llegada de la COVID-19, también han abundado todo tipo de informaciones, hasta el punto de que se ha hablado de infodemia, para definir todas las patrañas, noticias falsas y enfoques dudosos que han circulado ampliamente por los medios de comunicación. La comunidad científica ha intentado guiar a la sociedad, pero también ha manifestado sus dudas sobre cómo hacer frente a esta nueva enfermedad (comunicados de la OMS confusos, afirmaciones de Fernando Simón del todo erróneas, etc.). Todas estas vacilaciones han sido utilizadas por unos y otros para desautorizar el trabajo de los investigadores y para propagar todo tipo de opiniones sensacionalistas.
«La llegada de una pandemia siempre desconcierta a la humanidad, que no sabe muy bien cómo hacerle frente»
Incluso, al principio de la pandemia, existía la idea de que el alarmismo era desproporcionado y se culpaba de este a los medios de comunicación. Después se ha visto que se quedaron cortos, y que no habían exagerado en absoluto el potencial peligro de este nuevo coronavirus. Pero, en realidad, hasta que no se declaró el estado de alarma, la sociedad española no fue plenamente consciente de la magnitud del problema al que se tenía que enfrentar.
Y, aun así, el estado de alarma fue el caldo de cultivo perfecto para que los partidos de ultraderecha (en concreto la formación VOX, pero también muchos cuadros políticos del PP y de Ciudadanos), atacaran al gobierno progresista, instalado en la Moncloa. Se convocaron todo tipo de movilizaciones, de caceroladas en los balcones, de exhibición de banderas españolas con crespones negros, etc. El rédito político conseguido por la ultraderecha utilizando una situación de emergencia sanitaria es muy claro y, hoy en día, amenaza con superar al partido conservador en unas próximas elecciones. Un escenario de lo más intranquilizador para la salud democrática de un país.
A este clima de confusión se han unido voces muy influyentes, como la del cantante Miguel Bosé o la actriz Victoria Abril, creando dudas en la sociedad, sobre el origen del virus o la efectividad de la vacuna. Famosos que han mostrado al mundo no solo su ignorancia sino también su mala fe. Como por ejemplo, el arzobispo de València, monseñor Cañizares, que durante una homilía manifestó que las vacunas tenían un origen pecaminoso: «El demonio existe en plena pandemia, intentando llevar a cabo investigaciones para vacunas y para curaciones. Nos encontramos con la dolorosísima noticia de que una de las vacunas se fabrica a base de células de fetos abortados».
«Sin toda esta infodemia tal vez se habría podido avanzar de forma más eficiente en el control de la pandemia y se habrían podido salvar muchas más vidas humanas»
De este modo, la sociedad ha tenido que vencer miedos atávicos que, en pleno siglo XXI, en pleno siglo de la información, tendrían que haber estado superados. Contrariamente a lo que se podría pensar, el acceso a la información (y su exceso) ha generado más desinformación que otra cosa. La ciencia se ha tenido que ir abriendo espacio, contrarrestando aquella avalancha de fakes news, de mitos y mala fe. Resulta desalentador observar cómo todavía, en momentos de urgencia nacional, el pensamiento racionalista tiene que ponerse a salvo de una invasión reaccionaria y anticientífica, que pensábamos periclitada o, al menos, mucho más controlada.
Benjamin Franklin, años después, cambió de parecer, y se convirtió en un defensor de la vacuna y de la inoculación de la población. Desgraciadamente, aquello no impidió que su hijo de cuatro años muriera a consecuencia de un nuevo brote de viruela. A Franklin siempre le quedó la duda de si habría podido salvar su hijo si desde un principio hubiera defendido la inoculación. Estaba muy arrepentido, como escribió en su Autobiografía: «Lamenté amargamente durante mucho tiempo y aún lamento no haberle inoculado». Del mismo modo, también se podría decir que sin toda esta infodemia quizás se habría podido avanzar de manera mucho más eficiente en el control de la pandemia y se habrían podido salvar muchas más vidas humanas. Porque la desinformación causa muchos muertos y todos, como ciudadanos del siglo XXI, tendríamos que ser mucho más responsables de nuestros actos.