Los aromas del vino

Estaba en la Casona del Pinar (Segovia) a principios de agosto cuando se celebró la Muestra de Vinos en Aín, dentro de los actos del Mercat a l’Antiga. Vi las fotos en el muro de Facebook del amigo Pep Pérez, y me quedé con ganas de probarlos. Unos meses después hice una visita a casa de nuestra vecina de Aín Elisa Esteller, donde también se hace vino casero..

—¿Queréis tomar algo? ¿Café? ¿Vino?

Esta era mi oportunidad.

—Si el vino es el que hacéis vosotros, quiero probarlo.

Hay muchos factores que intervienen en nuestra percepción de los alimentos, porque ésta integra la información que proviene de los distintos sentidos. En el caso del vino, primero tenemos el color. Después los cánones dicen que hay que olerlo: les compuestos volátiles entran por la nariz y llegan al epitelio olfativo y, en este proceso, tan solo interviene el olfato. Después llega el momento de introducir el vino en la boca, con lo cual entran en juego simultáneamente el gusto, el olfato, el tacto… En este caso, los aromas llegan al epitelio olfativo por vía retronasal: pasan de la parte posterior de la boca a la nasofaringe y, por exhalación del aire, a la zona del epitelio olfativo. La experiencia olfativa es, también, distinta, porque les compuestos volátiles detectados no son los mismos: en la boca, el vino cambia de temperatura, y los aromas disueltos en la disolución de alcohol en agua interaccionan con la saliva. Pero la diferencia fundamental es que, en este caso, nuestra percepción está basada en el olfato, el gusto, el tacto…

Los estudios genéticos han mostrado que el número de genes de receptores olfativos funcionales es menor en los humanos que en los primates, y mucho menor que en otros mamíferos. Desde el punto de vista evolutivo, se argumenta que nuestra evolución ha estado marcada por una importancia cada vez mayor de la vista frente al olfato. Y esta explicación justificaría la creencia en el pobre olfato de los humanos comparado con otros mamíferos. Pero los estudios del comportamiento han puesto de manifiesto que tenemos un sentido del olfato bastante bueno. Pensad, si no, en la enorme capacidad de discriminación de olores de los profesionales que se dedican al mundo del vino o de los perfumes. Hace unos años, Gordon M. Shepherd, del Departamento de Neurobiología de la Escuela de Medicina de Yale, se planteó precisamente este dilema: cómo reconciliar que tenemos un olfato bastante bueno con un número comparativamente reducido de receptores olfativos. Para él, la respuesta pasa por reconsiderar en su totalidad el sistema olfativo humano, un sistema en que, además de los receptores, hay dos vías de acceso de los compuestos volátiles al epitelio olfativo, y hay un centro de procesado de la información en nuestro cerebro que es mucho más grande que el de otros mamíferos.

«Hay muchos factores que intervienen en nuestra percepción de los alimentos. En el caso del vino, primero tenemos el color. Después, los cánones dicen que hay que olerlo»

En lo que se refiere a la nariz, Shepherd señaló que, en prácticamente todos los mamíferos no primates, las narices tienen un sistema complejo de filtración del aire que, entre otras cosas, lo limpia de los microbios presentes en el suelo. Pero este sistema complejo reduce la concentración de aromas que llegan al epitelio olfativo. La reducción de la complejidad de la nariz en los primates hizo que la concentración de compuestos volátiles que llegaba a las narices fuera mayor, con lo cual pudo reducirse el número de receptores olfativos sin comprometer la sensibilidad olfativa. Otro aspecto importante para Shepherd es la vía retronasal, que es la fuente principal de aromas cuando los alimentos o las bebidas están en nuestras bocas. La configuración de nuestra vía retronasal es mucho más favorable para la recepción de compuestos volátiles que en otros mamíferos. Eso quiere decir que, por vía retronasal, los humanos recibimos un repertorio mucho más amplio de aromas que los otros primates y los otros mamíferos, lo cual también permitió la reducción del número de receptores olfativos. Tenemos, por otra parte, la cuestión del análisis de los aromas. Este análisis se lleva a cabo en nuestro cerebro, que es comparativamente mucho más grande que el de otros mamíferos. Por tanto, la reducción en el número de receptores olfativos se vio compensada por el procesamiento más potente de los aromas.

Shepherd se refiere, finalmente, al lenguaje, pero yo pienso que su argumento, en este punto, es más débil porque el diablo se esconde, a veces, en las palabras. En el 2001, Frederic Brochet, de la Universidad de Burdeos, invitó a distintos expertos en vinos e hizo dos experimentos. En el primero les preguntó por dos vinos, uno negro y otro blanco. Ambos eran el mismo vino blanco, pero uno parecía negro gracias a un colorante alimentario. Los expertos describieron el vino blanco con el lenguaje típico de los vinos blancos y el vino negro con el lenguaje típico de los vinos negros. En el segundo experimento, un burdeos normal se sirvió en dos botellas. Una botella tenía la etiqueta de un vino excelente, mientras que la otra tenía la etiqueta de un vino de mesa. El vino de la botella excelente fue descrito mayoritariamente como agradable, complejo, equilibrado, redondo, mientras que el vino de la otra botella fue descrito como débil, flojo, ligero, con defectos. Probamos el vino, y nuestras sensaciones son integradas, procesadas, interpretadas y verbalizadas por nuestros cerebros, en uso de nuestras memorias personales, de nuestras miedos, de nuestros deseos…

El vino que nos ofreció Elisa me gustó mucho: tenía un color bonito y un sabor agradable. Sin embargo, además, era –es– un vino elaborado a pequeña escala para consumo propio, como se ha hecho la mayor parte de esta bebida a lo largo de la historia: un valor añadido que influyó, sin duda, en mi valoración…

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Fernando Sapiña

Carrilleras al vino

El uso del vino (blanco, negro o cava) en macedonias de frutas y sorbetes permite mantener el aroma original. Sin embargo, su uso en preparaciones donde se calienta lleva aparejada una pérdida de aromas. En cualquier caso, los aromas más persistentes perduran, bien sean del vino original, bien se generan por reacciones químicas. Tenemos el caso de preparaciones dulces (compotas de Navidad, peras al vino) y de preparaciones saladas. En estos casos, el vino es normalmente un componente de la salsa. Como las fresas con vino son un plato buenísimo, pero trivial, me he decidido por proponeros unas carrilleras de cerdo al vino.

Ingredientes

4 carrilleras de cerdo, 1 cebolla grande, 2 zanahorias, 1 ajo puerro, 2 dientes de ajo, sal, pimienta negra, vino negro, agua, aceite, harina y romero.

Elaboración

Picad la verdura y sofreídla en una olla exprés con unas cucharadas de aceite de oliva. Se salpimentan las carrilleras, se enharinan y se fríen en una sartén con unas cucharadas de aceite de oliva. Cuando la carne esté dorada, se pasan a la olla. Añadid un vaso de vino y un vaso de agua y el romero. Cerrad la olla y coced las carrilleras unos 30 minutos. Abrid la olla, separad las carrilleras, triturad la verdura y el líquido y reducid la salsa unos minutos hasta que tenga la consistencia deseada.

REFERENCIAS

De Maria, S. y J. Ngai, 2010. «The Cell Biology of Smell». The Journal of Cell Biology, 191: 443-452.
Lehrer, J., 2007. «The Subjectivity of Wine». The Frontal Cortex, Science Blogs. Disponible en: <http://scienceblogs.com/cortex/2007/11/02/the-subjectivity-of-wine>.
Morrot, G.; Brochet, F. y D. Dubourdieu, 2001. «The Color of Odors». Brain and Language, 79: 309-320.
Robinson, J. (ed.), 2006. The Oxford Companion to Wine. 3a edició. Oxford University Press. Oxford.
Shepherd, G. M., 2011. Neurogastronomy: How the Brain Creates Flavor and Why It Matters. Columbia University Press. Nueva York.

© Mètode 2013 - 77. La línea roja - Primavera 2013
Instituto de Ciencia de los Materiales. Parque Científico de la Universitat de València.