Estoy en un hospital infantil conociendo las investigaciones que allí desarrollan. Me han invitado por si algo me puede interesar para El cazador de cerebros de La 2, A vivir de Cadena SER o alguno de mis trabajos divulgativos. Primera consideración, relevante para lo que contaré a continuación: voy encantadísimo y agradecido porque me fascina conocer lo que se cuece en los centros de investigación, pero esa mañana invertida y los gastos de transporte no me los paga nadie. Insisto: no me quejo porque es parte del trabajo, y en realidad es lo que más disfruto. Pero no es un aspecto baladí.
Una vez reunidos me explican sus líneas de trabajo y me presentan una investigación concreta que es de lo más interesante que he escuchado en tiempo: esa misma tarde empezarán un ensayo clínico con una niña de dos años que vino con su familia adrede desde Suiza, aquejada de un tumor ocular que suele conllevar la extirpación del ojo, pero que una novedosa terapia podría evitar. La terapia se basa en un virus modificado genéticamente que ataca específicamente las células del tumor y las destruye. Ha mostrado resultados muy positivos en ratones, ha pasado todas las fases previas de estudio con animales y comités de evaluación y por primera vez en el mundo se va a probar en personas. Repito: esa misma tarde, en ese hospital español, una niña suiza de dos años empezará un tratamiento único en el mundo, y al cabo de una semana sus padres sabrán si el tumor de su hija está remitiendo. Es una historia enorme. ¡Desde luego que quiero contarla!
«Los investigadores transmitís datos, pero no la historia que hay detrás de ellos»
Me animo y les digo que ese mismo domingo lo podemos explicar en A vivir. O la semana que viene cuando haya resultados si prefieren. Y que, si los padres dan el consentimiento para grabar a la niña, sin duda podemos hacer un reportaje precioso en El cazador de cerebros, dejando claro que es un tratamiento experimental, explicando bien cómo se ha llegado hasta allí y todos los matices que deseen. Incluso les digo que lo suyo sería tener un equipo de informativos esa misma tarde allí e ir siguiendo la historia durante algunos días, porque tiene un lado humano fabuloso, es ciencia de primer nivel y esa intriga de si funcionará o no conlleva una gran emoción. Problema:
—Ah, no. Pero esto no se puede contar hasta que los resultados estén publicados…
—What? A ver, yo ya sé cómo funciona esto… Pero, en serio, luego no nos quejemos de que la ciencia no llega a la sociedad. Aquí tenéis una historia con un grandísimo potencial para llegar a un público amplio, mostrar cómo funciona la ciencia y demostrar su valor. Dentro de un par de años publicaréis un artículo aséptico sobre un tumor extraño, con estadísticas en lugar de personas, que no tendrá ningún impacto.
—Ya… Pero la farmacéutica que lo lleva no creo que quiera.
—Y por lo que veo, vosotros tampoco.
Y mirándolos a los ojos, con tono cercano al enfado, les digo:
—Entonces, ¿para qué me traéis?
—Bueno… Para que lo conozcas… y otras cosas que hacemos…
—Me interesa esto. Si hay oportunidad de contarlo, me avisáis.
Desde luego el diálogo fue bastante más amable, pero mi frustración interior todavía más exagerada. Empiezo a estar harto de esforzarme a ir a hablar con científicos, que te cuenten cosas novedosas e interesantísimas, y no poder publicarlas. Luego se quejan del periodismo científico «de papers», piden que se cuente «la ciencia en acción», que contemos historias y que lo hagamos con emoción. Pero el propio encorsetamiento de la ciencia, y su prudencia, que entiendo perfectamente, no lo facilita. Asumámoslo de una vez.
Días antes había estado en el laboratorio de un antropólogo que me mostraba un esqueleto en excelente estado de preservación de un homínido, que ofrecía también una historia interesantísima. «De acuerdo con la foto, pero no publiques nada ni la cuelgues en redes sociales hasta que no salga el artículo, que lo enviamos a Nature y nos puede perjudicar.» Le dije lo mismo: publicarás el paper, saldrán muchas o pocas notas en dos días –todas similares– y adiós. Así no hay manera de involucrar a la gente. En realidad, sois fríos y distantes. Transmitís datos, pero no la historia que hay detrás de ellos, que es lo que conecta con la parte humana. Y le hablé del caso de Susana.
«La ciencia actual te lleva a hacer divulgación de pijama escribiendo historias sin salir de casa»
Susana Carmona es una neurocientífica que conocí hace años durante mi etapa en el MIT, cuando ella hacía su postdoc. Un domingo de diciembre de 2016 me escribió por Facebook saludándome y diciéndome que iban a publicar un estudio muy chulo que me quería contar por si me interesaba. Yo iba paseando por el Matadero de Madrid, pero como pocas exposiciones son más interesantes que una conversación científica de algún tema novedoso, la llamé enseguida. Vaya si tenía buen tema… El jueves iban a publicar en Nature Neuroscience demostrando por primera vez los cambios cerebrales que sufría la madre durante el embarazo, y que parecían permanentes, pues dos años después seguían idénticos. Además de lo novedoso, también subyacía una historia bonita: el estudio lo iniciaron Susana y dos neurocientíficas amigas que querían ser madres, se pusieron a buscar artículos científicos sobre efectos del embarazo en el cerebro, vieron con sorpresa que no había nada, y empezaron a investigar sin financiación. Ellas mismas fueron sujetos del estudio, ¡y terminaron publicando en una de las revistas más prestigiosas que existen! Está genial. Esta investigación tiene elementos (cercanía, historia, interés general) para contarla de muchas maneras diferentes. Susana me lo contaba, pero la noticia estaba embargada hasta el jueves. «Saldrá en todos lados», le dije. «Pero ya verás como todas las notas serán similares, se limitarán a explicar lo que aparece en la información que envía la revista, sumándole algunas apreciaciones vuestras, pero no habrá el estilo ni la narrativa que permite este caso. Si por lo menos me lo hubieras dicho antes…» «No me dejaba la revista», respondió Susana. E insistí: «Pero es que no es sólo esto. Incluso a mitad de estudio, cuando te estás poniendo tú misma embarazada en un escáner, eso es interesante y permite seguir una historia in the making. No solamente narrar los datos de manera aséptica.»
Esto es ciencia divulgativamente desaprovechada. Contaremos la historia a posteriori, con buena narrativa, pero sin la intriga de saber qué pasa, ni con seguimiento, ni con discusión sobre lo que está ocurriendo, alejada de la gente y de la sociedad. No veremos a una mujer embarazada entrando en un escáner, sino que diremos que «un estudio con veinte voluntarias demostró que». Así es muy difícil hacer periodismo científico que conecte de verdad con las personas. La ciencia actual –y algunos gabinetes de comunicación– te lleva a hacer divulgación de pijama escribiendo historias sin salir de casa. A mí cada vez me compensa menos ir a ver a científicos en sus laboratorios. Si lo hago, es por placer personal.
Sé que exagero (lo hago para provocar reflexión) y que hay excepciones como la búsqueda del bosón de Higgs. Me diréis que las historias también se pueden contar muy bien a posteriori, cuando tienes todos los detalles controlados y no hay lugar a error ni a falsas expectativas. Sí, y también puedes ver el fútbol en diferido. Pero no es lo mismo. De hecho, si lo pensáis bien, lo que pretende la ciencia es que veamos el partido ya sabiendo el resultado. Pero no, de ninguna manera puede ser igual de emocionante.