Un museo es una forma de conocimiento en sí mismo, como lo es la ciencia o el arte. Comparemos estas tres formas de conocimiento entre sí. Cada una tiene su método, su contenido y su lenguaje. El contenido de la ciencia es la realidad misma, directamente. Su método es cualquiera que sea objetivo, inteligible y dialéctico. Y su lenguaje es la matemática más idónea, potente y afinada. El contenido del arte también es la realidad, pero no directamente sino a través de una experiencia humana. El método del arte es el no-método o, si se quiere, el método que decida el artista. La ciencia comprende la realidad con la máxima independencia posible tanto del observador como del observado. El arte hace lo mismo pero con la máxima dependencia de la condición humana. La ciencia evoluciona y se revoluciona cuando gana comprensión. El contenido cambia, el lenguaje se adapta pero el método persiste. El arte funciona de otra manera porque para evolucionar y revolucionar no necesita cambiar de tema sino, sobre todo, inventar un nuevo lenguaje. ¿Y los museos? Hoy se puede encontrar museos con contenidos muy amplios y diversos, como los de arte o de ciencia, y museos de contenidos muy específicos, como el del vino, el de la publicidad o el del juguete. Sin embargo hay algo que llama mucho la atención en esta triple comparación entre museología, arte y ciencia. El lenguaje científico nunca es más sencillo ni más sofisticado de lo necesario. Para contar cromosomas bastan los números naturales, para resolver un triángulo los naturales no bastan y se requiere números reales y para manejarse en física cuántica no bastan los reales y hay que introducir los complejos. En el arte, sin embargo, predomina el lenguaje aún cuando se vuelva una y otra vez sobre los mismos temas. Es lo que separa un león rupestre de un león asirio, de un león de Delacroix o de un león cubista. Una vez más: en ciencia el contenido tira del lenguaje, mientras que en arte es el lenguaje el que tira del contenido. Son dos maneras de hablar para dos formas de conocer. Así habla la ciencia, así habla el arte, pero ¿cómo hablan los museos?
«En ciencia el contenido tira del lenguaje, mientras que en arte es el lenguaje el que tira del contenido»
La hipótesis de trabajo más general es que los museos no necesitan inventar un lenguaje especial porque sus contenidos ya tienen uno. Si son de arte, entonces que pase el particular lenguaje del artista, de modo que el museógrafo hace poco más que iluminar, ordenar o añadir información. Es una opción, desde luego, pero no es la única. Algo similar sucede con los museos de ciencia. Hasta hace bien poco su lenguaje ha sido, sencillamente, el mismo que usan los científicos. También es una opción razonable aunque puede conducir a la tautología. ¿Cuántas veces vemos en una vitrina un objeto, digamos una cuchara, descansando junto a una etiqueta que aclara cuchara? Otra opción consiste en ampliar digitalmente la realidad con cualquier historia, con la Wikipedia entera o con cualquier clase de audiovisual o simulación. Nada en contra, siempre y cuando lo digital no desplace a lo real. Una pantalla que reemplaza a la realidad es una confesión publica de incompetencia museográfica (!). La tecnología caduca más tarde o más temprano, la realidad no caduca nunca (!!).
Pero el lenguaje propio de los museos de ciencia ha empezado a despertar. Sus «palabras museográficas» son: pieza original (1), fenómeno real (2) y metáfora museográfica (3), donde esta última es un pedazo de realidad capaz de hacer visible otra realidad en principio invisible a nuestros sentidos. Combinando estos tres elementos se construye un lenguaje propio de los museos y con él que se puede narrar desde una historia de átomos a una historia de galaxias. Quizá sirva también para que hablen los museos de arte y, sobre todo, para que hable un hipotético museo dedicado a una fusión entre la ciencia y el arte.