Ser hombre es factor de riesgo en la COVID-19, causada por el tristemente famoso SARS-CoV-2. Aunque no dispondremos de estadísticas certeras hasta superada la pandemia, el Centro Europeo de Prevención y Control de Enfermedades estima que la tasa de pacientes en estado crítico es 2,7 veces superior en hombres. La entrada del SARS-CoV-2 en las células humanas depende críticamente de las enzimas ACE2, que actúa como el receptor de entrada de los virus a la célula, y TMPRSS2, que modula la afinidad del virus por la ACE2. Aunque preliminares, los datos disponibles sugieren que las diferencias de letalidad del virus podrían estar ligadas en parte a la expresión diferencial del gen que codifica l’ACE2 en mujeres y hombres,1 así como a posibles efectos de la testosterona en la transcripción de la proteína TMPRSS2. Más allá de la COVID-19, lo cierto es que la existencia de diferencias sexuales en la susceptibilidad frente a enfermedades infecciosas no es en absoluto una anomalía. Un hombre con infección aguda por VIH presenta mayor carga viral que una mujer (en torno a un 40 % superior) y la letalidad de muchas enfermedades infecciosas es mayor en hombres que en mujeres: 1,5 veces mayor para la tuberculosis, hasta 5 veces mayor para el virus del papiloma humano (VPH) o el doble en el caso del virus Epstein-Barr.
«La existencia de diferencias sexuales en la susceptibilidad frente a enfermedades infecciosas no es en absoluto una anomalía»
La medicina avanza a pasos agigantados en la comprensión de los mecanismos fisiológicos que subyacen tras estas diferencias, debidos en gran medida al efecto de los cromosomas y hormonas sexuales en el desarrollo del sistema inmunitario. El sistema inmunitario consta de dos mecanismos fundamentales de defensa frente a un patógeno: la respuesta innata y la adaptativa. La respuesta inmunitaria innata tiene que ver con mecanismos de acción inmediata frente a un patógeno, como los macrófagos fagocíticos, que engullen literalmente a los patógenos, o la inflamación del tejido, que ayuda a combatir la infección. La respuesta adaptativa es mucho más compleja y se basa en el desarrollo de anticuerpos específicos frente a cada patógeno en particular. Pues bien, las mujeres se caracterizan por respuestas inmunitarias innatas y adaptativas generalmente más fuertes que los hombres, lo que hace que tiendan a deshacerse de los patógenos más rápida y eficazmente, y que respondan mejor a las vacunas. Por ejemplo, las mujeres presentan más del doble de anticuerpos tras vacunarse contra la gripe. Entender estas diferencias resulta imprescindible para combatir eficazmente las enfermedades infecciosas, pero nos dice muy poco acerca de por qué se dan en un primer lugar. Es aquí donde la biología evolutiva tiene mucho que ofrecer.
Las diferencias sexuales expuestas más arriba tienen su reflejo a lo largo del árbol de la vida. El sistema inmunitario de machos y hembras ha evolucionado de forma similarmente diferente en muchas especies, desde los erizos marinos hasta las gallinas pasando por insectos, reptiles y mamíferos. Para comprender el por qué de esta evolución diferencial es necesario entender dos compromisos insoslayables en la evolución del sistema inmunitario. En primer lugar, un sistema inmunitario es muy costoso de producir y, por tanto, se desarrolla a costa de otras funciones biológicas, como la reproducción. Cuánta energía se puede dedicar al desarrollo del sistema inmunitario dependerá, por tanto, de su importancia para la eficacia biológica de un organismo. Un sistema inmunitario fuerte será capital en especies que tengan que hacer frente a muchos patógenos a lo largo de su vida. Esto, a su vez, dependerá de la ecología, que condicionará la carga de patógenos en el ambiente, y de la longevidad y complejidad social de una especie, que determinarán la facilidad con la que se transmitirá un patógeno cuando se produzca una infección. Los murciélagos, por ejemplo, son reservorios naturales de virus por motivos relacionados con su elevada longevidad y sociabilidad. Por un lado, llegan a vivir hasta cuarenta años en la naturaleza (para su tamaño corporal, dieciocho de las únicas diecinueve especies de mamíferos que viven más que los humanos son murciélagos). Por el otro, forman complejas colonias de hasta veinte millones de individuos, como la que se encuentra en la reserva de Bracken Cave (Tejas, Estados Unidos), el paraíso de un virus. Además, un sistema inmunitario se enfrenta al desafío permanente de tener que combatir células dañinas y a la vez tolerar células beneficiosas en el organismo. Si es muy reactivo y agresivo frente a patógenos externos puede terminar atacando a sus propias células (enfermedades autoinmunes) o a bacterias mutualistas beneficiosas.
«De forma consistente a lo largo del árbol de la vida, la evolución parece haber dado una mayor importancia al sistema inmunitario de las hembras»
Ante semejante desafío, y de forma consistente a lo largo del árbol de la vida, la evolución parece haber dado una mayor importancia al sistema inmunitario de las hembras. Para empezar, porque el sexo que invierte más en cuidar la descendencia (típicamente las hembras) se verá favorecido por un sistema inmunitario más robusto que el sexo que invierte más en reproducirse rápidamente y mucho (típicamente los machos). Mientras que para las hembras suele resultar fundamental mantenerse sanas para cuidar de la descendencia, la evolución tiende a favorecer estrategias de «vida rápida» en los machos. De forma similar, la gestación también favorece sistemas inmunitarios más robustos, eficaces y sutiles a la hora de detectar patógenos, con respuestas inflamatorias menos peligrosas durante la gestación. Esto último cobra especial relevancia en mamíferos, donde el sistema inmunitario femenino debe tolerar las células del feto y al tiempo protegerlo de patógenos externos. En definitiva, la evolución parece haber cincelado el sistema inmunitario de machos y hembras como resultado de historias de vida ligeramente distintas.
La biología evolutiva también resulta imprescindible para entender cómo evolucionan los patógenos frente a nosotros, sus hospedadores. Algunos virus podrían haber evolucionado para ser menos virulentos frente al sexo femenino. A pesar de que tanto machos como hembras son vectores de los mismos virus, para muchos patógenos la transmisión vertical se produce mayoritariamente durante el embarazo, el parto y la lactancia. Un virus menos virulento en mujeres, con menos capacidad para matar a un hospedador femenino, ampliará considerablemente sus posibilidades de transmitirse verticalmente. En la especie humana, por ejemplo, el virus HTLV-1 puede producir leucemia letal en adultos y es especialmente prevalente en el sur de Japón y el Caribe. En Japón, donde la lactancia es más prolongada que en el Caribe y por tanto la transmisión vertical está especialmente sesgada hacia las mujeres, el virus resulta más virulento en hombres (entre 2 y 3,5 veces más). No así en el Caribe.
Adoptar una mirada evolutiva ayuda, pues, a explicar por qué hombres y mujeres reaccionan de forma distinta frente a determinadas enfermedades infecciosas y a entender (y combatir) las estrategias de los virus en su incesante carrera evolutiva por infectarnos y propagarse entre nosotros. Esta es, sin duda, una de las razones por las que la ciencia básica es tan importante. ¿Quién, si no, podría haber predicho que entender los virus, la longevidad y los intrincados comportamientos sociales de un oscuro y esquivo mamífero alado podría llegar a ser tan relevante para nuestra salud?
1. Diferencias de expresión en este mismo gen también podrían explicar, al menos parcialmente, el efecto de la edad y la especificidad del virus por determinados tejidos, pero no trataremos aquí estos temas. (Volver al texto)