No se habían convertido aún en plantas de jardín. Silvestres, venenosas, funerarias, con una savia blancuzca y espesa que, como leche pringosa, se pegaba a los dedos cuando rompías una rama, con el follaje siempre verde, lanceolado y oscuro, al llegar el verano florecían espectacularmente, exuberantemente, repletas de flores perfumadas, claras o embutidas, blancas, rosadas o ligeramente rojas. Las adelfas, sin embargo, sedientas siempre, eran arbustos que seguían el hilo escondido y drenado del agua subterránea en el fondo de los barrancos y de las ramblas que se abrían entre las sierras que cerraban por el norte la comarca y por donde bajaba abundante, veloz, apresurada, el agua violenta de las torrentadas. Y cada año, el Consell de la Vila mandaba llevar desde aquellas sierras una carretada de ramas floridas de adelfa para alfombrar las calles del pueblo en la procesión del Corpus. No había, pues, adelfas dentro del recinto del jardín viejo del huerto. Guardando la entrada, sin embargo, justo delante de la casa, teníamos tres ejemplares gigantescos, casi centenarios, dos color rosa y uno blanco, los tres de flores embutidas –con abundantes pétalos enrollados en cada borla– que levantaban por el aire, hasta una altura considerable, su abundante ramaje y que se nutrían del agua salada que corría por la acequia, en uno de cuyos márgenes surgían los troncos poderosos, envejecidos, robustos y multiplicados. Y sin que hiciese falta cuidarlas, a lo largo del verano nos regalaban una floración abundante y generosa con la que, de niño, hacía paganas ofrendas a los dioses de la naturaleza: un montón de flores emparejadas en las cajitas secas –estrechas y alargadas, como piraguas diminutas– que habían protegido las inflorescencias de las palmeras, aún tiernas.
«Y sin que hiciese falta cuidarlas, a lo largo del verano las adelfas nos regalaban una floración abundante y generosa con la que, de niño, hacía paganas ofrendas a los dioses de la naturaleza»
De los muchos recuerdos que conservo de aquellos arbolillos que miré durante más de media vida me gusta evocar el agosto en que vinieron Miquel y Teia a la Festa d’Elx. Entonces aún nos reuníamos en el huerto la noche de la roà para conversar, leer versos, comer melón de agua y beber nugolet. Aquel año, el 15 de agosto por la mañana, después de la procesión, volvimos a recoger los restos de la noche anterior. Aún quedaba sandía y, en el calor sofocante del mediodía, cada uno cogió una tajada. Los días de vacaciones solía tener puesta el agua para regar el huerto y el agua, refrescante y juguetona, se repartía por las acequias bordeadas de palmeras. Teia, tierna y sonriente, la tajada de sandía mordida en la mano, se quitó las sandalias y, con la falda arremangada, las muslos esbeltos y morenos al aire, introdujo los pies desnudos en la corriente de agua fresquísima –talmente una de aquellas divinidades paganas de los bosques y de las fuentes a las que, de niño, ofrecía cajitas de ramàs rellenas de flores de adelfa. Por encima, las tres adelfas enormes, como una cúpula verde, hacían sombra y dejaban caer una floración blanca y rosa de flores embutidas, como un homenaje, como una premonición, como una despedida.