Aunque habitualmente suelen ser como arbustos, los dos llorets –así los llamábamos, llorets– que teníamos en el huerto, dispuestos simétricamente, uno a cada lado del jardín, eran tan antiguos y se habían regado tanto que habían alcanzado un porte poco común, enorme, como de árbol, hasta el punto de que el tronco superaba el medio metro de diámetro.
Dábamos este nombre a tres plantas ornamentales diferentes que identificábamos por el color de las flores: azul, amarillo o blanco. Pero solo este último, el blanco, era, propiamente, el gesminer, el arbusto delicadísimo cuyas ramas –de corteza leñosa a partir del segundo o tercer año de vida–, para mantenerlas levantadas, necesitaban alguna clase de enrejado, de sombrajo o de pórtico, de pérgola, de valla o de pared.
Raro y gracioso, el zapatito (o zueco) de Venus (o de dama) es un campeón jugando al escondite. Desde el siglo xviii aparece en las publicaciones botánicas para desvanecerse después en largos silencios que niegan su existencia en los Pirineos.
Los ves ahora, enfermos por todas partes, arruinados, destruidos. Quién diría que, resistentes y poderosos, eran la gloria del jardín viejo del huerto: a los dos lados del pasillo central (construido sobre la acequia de riego), claros y embutidos, estallaban generosamente en grandiosas borlas de multitud de flores de cinco pétalos que podían ser de muchos colores –rojas, rosa, lila, salmón, calabaza, blancas– que duraban mucho tiempo y que había que cortar al espigarse para que no quitasen fuerza a la mata.
No se habían convertido aún en plantas de jardín. Silvestres, venenosas, funerarias, con una savia blancuzca y espesa que, como leche pringosa, se pegaba a los dedos cuando rompías una rama, con el follaje siempre verde, lanceolado y oscuro, al llegar el verano florecían espectacularmente, exuberantemente, repletas de flores perfumadas, claras o embutidas, blancas, rosadas o ligeramente rojas.
El principal objeto de estudio de los trabajos que se presentan es la recopilación de los conocimientos tradicionales sobre plantas en Formentera y en Mallorca, con especial atención a los usos medicinales y alimentarios, antes de que sea demasiado tarde.
Conozco el valle de Àssua desde muy niña, y todavía, ha estado presente hasta hace poco en las palabras de mi madre como una fuente más cierta que la propia realidad. El tesoro más pequeño son las fresas, rojas y pequeñas, que maduran hacia mediados de junio, en los ribazos umbríos de los prados o de los caminos.
La cebolla es uno de los elementos que no debe faltar en el huerto. Esta planta bíblica tiene cualidades interesantes que la hacen de cultivo obligado todos los años. Pese a los lloros que provoca al cortarla en la cocina, es muy utilizada en nuestra mesa en fresco, frita, hervida, asada o en salmuera. También se puede guardar para consumirla durante buena parte del año.
El estudio de la flora valenciana es una tarea que tiene una larga tradición. Han sido numerosos los botánicos que han recorrido montañas y llanos, han trepado por acantilados y se han mojado en ríos y lagunas en busca de nuevas plantas que enriquecieran el ya abundante catálogo florístico autóctono.
La etnobotánica, el estudio de las relaciones entre las sociedades humanas y las plantas, es una disciplina situada en una encrucijada entre las ciencias naturales y las ciencias sociales. Esta interdisciplinariedad o transdisciplinariedad ha dado lugar a una transgresión del paradigma del trabajo científico para que investigadores de campos tan diversos como la etnología